Dos
viejos amigos, sentados a la mesa de una cafetería al aire libre ven
pasar a un anciano siendo llevado de la mano por una bonita joven de
rostro pícaro que parece una nieta. Ambos le miran y palidecen un
tanto cuando este alza la vista, cansada, los nota y con una
sonrisita se vuelve hacia la chica, señalándoles, contándole algo.
Ella también sonriente.
Lo
recuerda bien, el señor Trent, el vecino de al lado. Había ido a su
casa buscando a Susana, la hija del hombre (la mamá de esa chica),
su compañera de clases. Sintiéndose abrumado como siempre en
presencia de este, quien mirándole con una sonrisa socarrona le
invitó a acompañarle a su cuarto de ejercicios para mostrarle unas
rutinas. Y allí, viéndole sudar, terminó arrollado con su viril
encanto; ese intenso olor a macho le mareó inexplicablemente. Este,
sin preguntar ni pedir permiso le bajó la pantaloneta y el Wilson,
enculándolo con fuerza, con ganas, haciéndole gritar de placer,
corriéndose tres veces mientras este le daba sin parar, llenándolo
todo de leche. Escapó sintiéndose confuso. No era gay, pero...
Debió volver. Siento follado cada vez... Preocupándose finalmente.
¿Acaso ya nunca dejaría de ser una vagina para él? A lo que este,
todo sonreído, le preguntó si podía cambiar el color de sus ojos,
de su piel, crecer unos centímetros más. Aclarándole que no, así
como no podía evitar eso, mojarse viéndole; que había nacido para
ello, para ser su traviesa, coqueta y ardiente nena en aquel verano
del setenta y cuatro. Todo lo recuerda con la cara enrojecida bajo
las arrugas, evitando mirar al viejo amigo a su lado y que este
adivine algo…
Ignorando
que este tampoco los mira, ni a él ni al sujeto ese, concentrado en
su humeante taza de café… Recordando todas las veces que fue
buscando a Peter, su mejor amigo (fuera de ese al otro lado de la
mesa), pero esperando encontrar a su padre, el señor Trent, quien le
follaba con ganas, burlándose de sus dudas sexuales, cuestionándole
mientras le hundía hondo la verga en el húmedo culo. “¿No sabes
si eres un deplorable marica todavía?, ¿acaso no bombeas tu vagina
con ganas sobre mi tranca mientras tu padre habla en el patio de
ustedes, justo allí, al lado? Vamos, muchacho, admítelo mientras lo
meneas; si, si, muévelo así, sabes que quieres empalarte, sentirte
lleno con mi vara. Sabes que deseas servirme sumisamente”. Más
rojo de cara, ahora mayor, recuerda lo que el anciano presente le
preguntara en aquellas lejanas horas de locuras juveniles, cuando
deseaba probarlo todo antes de continuar con su vida, casándose
finalmente y teniendo su propia familia. La pregunta que no tuvo
respuesta: “Se sincero, putito, cuando te enculas con tantas ganas,
con toda tu alma, ¿estás soñando con la verga de tu papá,
verdad?”.
Eran
cuestiones que los hombres nunca le confiarían a nadie, esas locuras
de sus pasados veranos; aunque las recordaran con algo de vergüenza
y mucho de inquietud bajo una mesa cualquiera muchos años después.
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