Nada
es gratis en esta vida.
No
somos otra cosa que el ganado que se multiplica y engorda para los
seres de las estrellas. Vaya frase, ¿eh? Y encierra toda una nueva
modalidad del cuento de horror. Hasta principios del siglo pasado
estos relatos eran sobre muertos que de alguna manera regresaban,
momias, fantasmas, vampiros; entidades que deseaban cobrar una
afrenta. Por el otro lado el gran enemigo siempre era Satanás,
deseando causar dolor. El temor a la soledad aún en el hogar, en un
camino rumbo a otro sitio. Tantos y tantos miedos. Pero un hombre y
sus amigos (más tarde sus seguidores al crear “escuela”),
sacarían de esos límites a las historias de terror, extendiéndolo
mucho más (literalmente al infinito), Howard Phillips Lovecraft, con
sus relatos de criaturas infernalmente poderosas que moran en las
estrellas, en otras dimensiones, deseando regresar, cruzar a este y
alimentarse con nosotros. Enloquecernos, destruirnos, disfrutando
cada paso que dan. Este cuento entra maravillosamente dentro de ese
marco de influencia.
El
Regalo de las Estrellas es genial por sus implicaciones. El hombre
solitario (es una constante) que debe enfrentar de repente, sin
posibilidades de escapar o ser socorrido, una revelación aterradora.
Vienen a cobrarle el precio de un obsequio. Porque nadie da nada por
nada. Cómo lo va entendiendo, cómo el horror se le transforma en
certeza nos introduce en su pesadilla. Aunque, para serles sincero,
el relato pudo dar mucho más, alargar o detallar esos momentos de
pánico sufridos antes de La Llegada.
Es
un relato genial, que ya había presentado en el otro blog, el que me
cerraron, pero que vale la pena que regrese. Triunfalmente, además.
Disfrútenlo si no lo han leído...
EL
REGALO DE LAS ESTRELLAS
Peter
Van Door.
En
la noche del 18 de agosto de 197... un meteorito de extraña
luminosidad verdosa cayó en el jardín de Peter Van der Velde, a
pocos kilómetros de la ciudad de Amsterdam. Chamuscó un buen
espacio de hierba y tardó varias horas en enfriarse. Peter entonces
comprobó que se trataba de una masa de tierra calcinada que se
despedazó en parte al ser levantada. En su interior había un objeto
metálico, semejante al plomo por su excesivo peso, pero poseedor de
otras características en extremo inquietantes. Eran estas su color
verde oscuro y su gran ductilidad, que permitía variar su forma con
una simple presión de la mano. Su tamaño era el de un puño y en la
oscuridad emitía una débil fosforescencia.
Sólo
hizo partícipe a Vania, su mujer, del hallazgo. Convinieron en que
se trataba de algo tan extraordinario que, al menos de momento, era
preferible no divulgar su existencia. Al parecer, ningún vecino
había sido testigo de la caída del meteorito.
El
objeto excitaba la imaginación de Peter, quien sentía un raro
placer en manosearlo.
-Emite
fuerza -le había dicho a Vania-. Cuando lo toco me parece que algo
muy bueno y muy poderoso entra en mi cuerpo. Noto como si estuviera
vivo y me acariciase la piel.
Al
atardecer, cuando volvía del trabajo, Peter había tomado la
costumbre de encerrarse en su estudio y entregarse a las sensaciones
táctiles que le proporcionaba el objeto. En la penumbra irradiaba un
halo verde diminuto que a veces se comunicaba a su mano,
desapareciendo al cabo de un segundo y volviendo a aparecer después
de repetidas caricias. Pero Vania no participaba de su entusiasmo por
aquella cosa, sino que le inspiraba una desconfianza instintiva.
Jamás consintió en tocarla. Aunque al cabo de unos días se
convenció de su aparente inocuidad. Consideró como una expansión
inocente, aunque algo infantil, la nueva afición de su marido. Y
como la novedad dejó de serlo, acabó olvidándose del meteorito. No
del todo, puesto que su existencia le producía, a nivel
inconsciente, una vaga inquietud.
Peter,
por el contrario, se mostraba crecientemente entusiasmado. Había
advertido que la cosa, de ordinario frío, comenzaba a calentarse
después de repetidos toques, como si algo vivo despertase en su
interior. Sin saber exactamente por qué, guardó este nuevo
descubrimiento para sí. Se resistía a aceptar, pese a la evidencia,
que algún inusitado lazo de carácter afectivo se estaba
estableciendo entre ambos, como si el metal verde hubiera adquirido
la categoría de un animal doméstico.
Las
cosas marchaban bien, extraordinariamente bien, para Peter desde la
caída del meteorito. Una calma armoniosa se había asentado en su
espíritu. Dormía menos horas que antes, pero la profundidad de su
sueño, sin sueños, era tan envidiable como su carácter, en extremo
reparador. Desapareció, como por encanto, el lastre de antiguas
melancolías y su mujer pudo comprobar, noche tras noche, un
inesperado y gozoso aumento de su virilidad. Estaba siempre pletórico
y su vida se había convertido en el discurrir de un sol sobre un
cielo carente de nubes. Rendía en el trabajo el doble que antes, se
incrementó su lucidez mental y se veía capaz de resolver sin
esfuerzo cualquier problema. Era reconfortante comprobar hasta qué
grado se había intensificado el color de sus mejillas, con qué
cordialidad sincera y espontánea trataba a todo el mundo y cómo
desapareció por completo su necesidad de recurrir a estimulantes.
Dejó de fumar y de beber y se entregó, en cambio, a placeres más
suculentos. A consecuencia de su redoblada actividad vio redoblados
sus ingresos y podía permitirse lujos gastronómicos tan
sustanciosos que el perímetro de su cintura comenzó a aumentar.
En
suma, daba gloria verle. Su organismo se había adaptado tan
perfectamente al medio que había alcanzado el techo de sus
posibilidades vitales. Lo que era, para Peter, como tocar el cielo
con las manos. Le rozaron las inequívocas alas del triunfo y sus
compañeras de oficina, e incluso algunas chicas con las que se
tropezaba por las calles, comenzaron a mirarle con cierta clase de
fiebre. Tuvo, incluso, alguna aventurilla pasajera y sumamente
satisfactoria a espaldas de Vania. Se sentía el hombre más feliz de
la Tierra y achacaba la causa de su felicidad al regalo que,
inmerecidamente, le había venido de los astros.
No
se acordaba de que las frutas perfectamente maduras terminan siempre
por caer del árbol. Su nueva naturaleza rolliza traspasó los
límites de la armonía, pero no lograba saciar el hambre. Se estaba
poniendo demasiado gordo. Pero lo más triste fue que una noche el
metal celeste dejó de emitir su fosforescencia. Se volvió duro y
frío como un informe trozo de mármol verde.
Era
una noche de diciembre. Vania dormía a su lado, en la cama contigua.
Helados vientos del Norte habían barrido las habituales brumas de la
estación, y a través de la ventana podía ver la dureza diamantina
de las estrellas refulgiendo como una congregación de ojos
acechantes. “Me van a pasar la factura”, pensó de pronto, y
sintió miedo. Recordó que la tarde anterior su corazón, sin causa
aparente, había latido en tres ocasiones con fuerza inhabitual. La
primera fue en la oficina, frente a la máquina de escribir, en un
raro momento de silencio general en la que dejó de percibir,
incluso, los ruidos de la calle. Más tarde ocurrió a la salida del
trabajo, mientras esperaba la llegada del tranvía a la parada del
Estadio. También entonces un helado silencio parecía haber tomado
posesión de las calles. ¿O era que él había dejado de percibir
las vibraciones del mundo exterior? No estaba seguro. Duró apenas
unos segundos. Pero la adrenalina comprimía violentamente sus
latidos y una opresión de origen desconocido atenazaba su garganta.
Se sentía acechado.
Cuando
el tranvía inició su marcha volvió repetidamente la cabeza, a la
espera de encontrar unos ojos inquisidores malignamente clavados en
su nuca. Pero no había nadie a sus espaldas, sacudidas por un agudo
escalofrío. Al llegar a la puerta de su casa, nuevamente el corazón
pugnó por salírsele del pecho. Tenía la misma impresión de estar
percibiendo un hedor insoportable, aunque nada hería su olfato de
una manera particular. Experimentó como si una inteligencia
amenazadora susurrara infames palabras en su oído, aunque sólo
pudiera escuchar los rugidos del viento. A cada nuevo paso sentía
vívidamente el peso de su vientre palpitante, desmesurado, como si
una mano invisible y fría se complaciera en palpar sus pliegues.
Y
ahora, en la cama, sostenía nuevamente entre las manos el helado
trozo de metal. Las yemas de sus dedos, en la penumbra de la
habitación, le permitían comprobar que había adquirido formas
retorcidas, plegada de aristas diminutas, y le transmitían la
sensación de sostener algo muerto, algo que en otro tiempo había
sido cálido y radiante, y cuyo peso parecía haber aumentado ahora,
como parece incrementarse el peso de un cadáver.
De
pronto advirtió, estupefacto, que desde la llegada del meteorito no
se había formulado las preguntas más elementales. ¿De qué extraño
mundo procedía? ¿Por qué había ido a parar precisamente a sus
manos? ¿Por medio de qué insólito mecanismo había operado en su
persona aquellas extraordinarias transformaciones? ¿Por qué ahora,
precisamente ahora, había “muerto”? ¿Qué era lo que realmente
había dejado de vivir en aquel metal? ¿Por qué le asaltaba el
miedo? ¿Por qué se sentía observado, “codiciado”, desde Dios
sabe qué ominosas lejanías?
Fue,
por primera vez, plenamente consciente de su excesiva gordura. Se
tocó despacio el vientre y las caderas, y la grasa acumulada le
sugirió la imagen de un cerdo profusamente cebado por su dueño.
Recordó una frase del inquietante libro de Charles Fort: “No somos
otra cosa que ganado al que apacientan desde las estrellas”.
Una
espantosa revelación sacudió su mente. El meteorito había caído a
sus pies con una función determinada. Esa función ya se había
cumplido y por ello había dejado de emitir su radiante
fosforescencia, sus benéficas vibraciones. Nadie, en este o en
cualquiera de los mundos posibles, da nada gratuitamente. Y él,
Peter van der Velde, ciudadano holandés, insignificante habitante de
este planeta, había caído en una burda trampa, tendida desde las
estrellas por seres de naturaleza tan terrible que ningún nigromante
se atrevería jamás a invocar. Entendía ahora por qué el poderoso
instinto de Vania le había preservado de tocar el metal y por qué
en ocasiones le había sugerido, con voz trémula, que se deshiciera
de él, aunque no acertara a darle una explicación razonable que le
motivara a hacerlo... Pero no entendía por qué, al llegar a este
pasaje de sus pensamientos, el perro comenzó a aullar desde el
jardín de aquella forma aguda y estridente que ponía los pelos de
punta.
Los
lúgubres aullidos del animal habían hecho añicos el espeso
silencio que, tras el viento, se había posesionado de la casa. La
tenebrosa naturaleza de sus reflexiones le hizo percibir los aullidos
del perro como cuchilladas en el alma. Se incorporó sobresaltado y
trató de convencerse de que estaba siendo víctima de sus propios
demonios interiores. Era absurdo suponer la existencia de seres
improbables en las heladas lejanías del cosmos, por muy raros
meteoritos que aterrizasen en su jardín. Las fantasías de Lovecraft
nunca habían sido capaces de trasponer los inocentes ámbitos del
papel impreso. La realidad era distinta. La realidad era...
Inútilmente
trató de acumular tranquilizantes definiciones de la realidad. Pensó
en las familiaridades cotidianas, en las pequeñas cosas que no
cambian nunca y que nos proporcionan reconfortantes mentiras, tales
como la de que nosotros dominamos siempre la situación. Pero sus
esfuerzos fueron en vano, porque el perro seguía aullando y
aullando, como un ser humano gritaría ante la inminencia de su
muerte. Comenzó a sudar y temblar. De nuevo sintió cerca,
espantosamente cerca, la oscura Presencia que le había desasosegado
durante la tarde. Quiso despertar a Vania, pero fue incapaz de emitir
el más leve sonido, a la vez que sus manos, apretando tensas el
objeto, negaban obediencia a los imperiosos deseos de su voluntad.
Sin embargo, al cabo de unos segundos angustiosos la tensión se
quebró en su garganta con un grito:
-¡Vania!
Su
mujer despertó sobresaltada.
-¿No
oyes al perro, Vania? ¿No lo oyes? ¿Lo estás oyendo?
Vania
no contestó. Su despertar fue tan brusco que la mente se adhirió al
horror de aquellos aullidos y no fue capaz de reflexionar. Pero pudo
contemplar, a la difusa luz de las estrellas, el cuerpo convulso de
Peter, sus manos aferradas al meteorito, su frente salpicada de
gotas, el brillo desesperado de sus ojos. Luego consiguió articular
dos palabras:
-El
perro...
-Sí
-contestó Peter-, el perro... Algo pasa.
Oyeron
el último grito del animal. Y luego una especie de chasquido,
seguido de un obsceno gorgoteo. El perro -rememoró entonces Peter-
había sido el primero en acercarse al meteorito. Lo había
olisqueado cuando se enfrió, lo había empujado repetidamente veces
con el hocico.
-Peter...
Deberíamos salir.
-No,
Vania, no... Es mejor que nos quedemos y no hablemos más. Que no nos
oigan.
-Nos
han oido ya. Saben que estamos aquí.
-No,
no lo saben, Vania. No piensan. Pero nuestro calor los atrae. El
calor...
Nunca
pudo Vania saber qué soplo clarividente había inspirado a Peter sus
últimas palabras. Porque en ese momento crujieron las paredes y la
ventana se abrió de golpe, dando paso a un viento impalpable y
poderoso que llenó la estancia con las notas de una gélida
sinfonía, como si los hielos primordiales del espacio hubieran
tomado de pronto posesión de la Tierra. Vania retorció sus
miembros. Un grito delirante escapó de su garganta. Peter, por el
contrario, quedó paralizado. Tenía los ojos muy abiertos y miraba,
con obsesiva fijeza, a un punto determinado de la habitación, donde
parecía flotar pequeñas y brillantes manchas rojizas. Como
sostenidas por hilos invisibles, avanzaban despacio hacia la cama de
Peter. Vania advirtió la boca desmesuradamente abierta de su marido,
su respiración suspendida, la creciente crispación de sus manos,
aferradas al raro metal. Algo parecido al agitado rumor de las olas
llenó la estancia. Era un sonido rítmico, prolongado, jubiloso,
como la respiración de un monstruo prediluviano vuelto
milagrosamente a la vida, como si el hálito de otro mundo pasara a
través de afilados e invisibles dientes. Algo rozó la sábana de
Vania, a los pies de la cama, produciéndole en los dedos la
insufrible sensación de un arañazo viscoso. Pero nada veía, sino
las manchas gelatinosas avanzando torpemente hacia el petrificado
cuerpo de Peter, hacia el infinito horror reflejado en unos ojos a
los que pronto le sería negada la luz para siempre, ojos que jamás
llegarían a percibir la abominable Forma. Varios hierros de la cama
se quebraron, chirriantes, y eso hizo que Peter reacionara con tardía
celeridad. Arrojó ante sí el meteorito, con increíble fuerza, y su
trayectoria quedó interrumpida en el espacio, donde se sostuvo por
un momento, produciendo un ruido blando, acuoso, para resbalar
después por una ondulante superficie invisible hasta caer suavemente
en el suelo.
Vania
fue luego testigo, al borde de la locura, de la rapidez con la que se
sucedieron las cosas. Ahogada en un horror inasimilable, su lucidez
era absoluta. Vio que Peter era empujado hacia arriba con una fuerza
incontenible. Alcanzó a ver en su rostro una última expresión
helada. Algo que no lograba percibir sujetaba el cuerpo en el aire, a
un metro de la cama. El espanto hacia que los ojos del hombre
quisieran escapar de las órbitas. Luego el cuerpo se dobló hacia
atrás, hasta alcanzar un ángulo inverosímil, cuyo vértice estaba
situado a la altura de los riñones. Y escuchó el terrible chasquido
de su columna vertebral fracturada. Aún con vida, Peter profirió un
gemido apenas articulado, como el de un cachorrillo violentamente
privado de su madre, después sufrió en el vientre un extraño
impacto que, desgarrando la chaqueta del pijama, le produjo un
agujero ovalado en la carne viva, ancho como una mano extendida
alrededor del ombligo. Vania sintió que se hacían añicos los
últimos vestigios de su razón. Porque desde ese agujero, como
succionado por el vacío, se extendió, y quedó suspendido en el
aire, un enorme charco de sangre.
El
horror multiplicaba en Vania los mecanismos de la vigilia, y pudo
contemplar la escena centrando su atención en varios puntos a la
vez, como si llegara a su cerebro a través de los múltiples
cristales del ojo de una mosca. Así observó al mismo tiempo cómo
la cabeza de Peter se consumía, semejante a un globo que pierde
aire, y cómo su cuerpo quedaba reducido en pocos segundos a un
informe montón de piel y huesos, para ser luego arrojado al suelo
como un guiñapo. Pero también veía simultaneamente algo más
espantoso y enloquecedor. Era que la sangre de Peter, al ser
absorbida por aquella lóbrega presencia, hizo visible su horrenda
forma. Una masa tentacular, sanguinolenta y traslúcida, carente de
cabeza y ojos, palpitando al unísono sus brazos innumerables,
sarmentosos, al extremo de los cuales aparecían esas bocas
nauseabundas, ovaladas, que algún Engendro de la Noche había
sembrado de dientes verdosos y fosforescentes.
El
destino fue misericordioso con Vania, privándola en aquel momento de
la razón. Pero entre las consoladoras brumas de la locura, mientras
gritaba y reía alternativamente, privada ya de todo control, pudo
asistir aún a los últimos movimientos de aquella danza macabra. La
Forma se arrastraba pesadamente hacia la ventana. El más repulsivo
de sus tentáculos se había apoderado del meteorito. En el marco de
la ventana se comprimió y pudo así salir al exterior, donde un
helado torbellino la zambulló en las tenebrosas profundidades del
firmamento.
......
¿Quedan
o no ganas de seguir buscando sobre este autor? Fue un poco rápido
todo el encuentro con el ente, pero esa es una condición del cuento.
La descripción y la procedencia del mal lo clasifican como un relato
seguidor de esa escuela lovecraftiana. Este autor, Lovecraft, y su
mundo de cosas reptantes fue citado una vez en la serie Supernatural,
cuando los hermanos sabían que el enemigo buscaba abrir las puertas
del Purgatorio y a todo lo que allí habitaba. El autor era
presentado como uno que existió en la realidad de la serie, quien,
aunque no lo sabía cuando hablaba y describía a esas criaturas, se
refería a eso, al Purgatorio con sus criaturas terribles. En el
programa el autor y unos amigos realizan una sesión espiritista para
comunicarse con estos seres y abrieron una puerta por la cual una
pasó de ese mundo a este; algo que les mató.
Las
estrellas son ojos que nos observan... ¿no es una idea deliciosa
para tenerla a altas horas de la noche, regresando de una diligencia
a casa, mirando hacia arriba en un solitario paraje? Dígame si uno
se eriza, como sintiéndose mirado.
La
colección Biblioteca Universal de Misterio y Terror, donde encontré
este Regalo (en el segundo corto tomo, ¡dieron tan poco cada vez!),
trajo cuentos muy buenos y macabros. No conseguí toda la colección.
Una pena.
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