martes, 26 de febrero de 2019

LOS HEREDEROS

   Sabe a lo que va...
......

   Aunque el rumor llevaba algún tiempo circulando en ciertos cenáculos muy cerrados, no era cuestión de alegres comadreos todavía; aún así algo sí había logrado filtrarse. Comenzaron con las sospechas ante el cambio de talante del hombre, los frecuentes viajes de este a la isla prisión en las antillas, por visitas a ciertas direcciones allá, sepultadas en el secreteo de un régimen dictatorial que hizo de su voluntad una ley que pretendió fuera natural. La autocracia de los cástulos no quería que se hablara de ello, que se supiera, así que lo mejor era no meter las narices. Aunque repletas, siempre había espacio para uno más en sus cárceles, y eso no lo ignoraba nadie, ni siquiera los adoctrinados después de más de sesenta años de tiranía. Con todo, esas visitas despertaron suspicacias, los rumores comenzaron, sin alzarse mucho las voces, la verdad sea dicha... Hasta que en la misma Caracas un atrevido y osado periodista, Nelson Bocarán, se hizo eco. Publicándolo. Demostrando no poco valor. Al contrario.

   El comandante presidente (intentando emular al viejo sátrapa antillano con sus indignos títulos, no sentía vergüenza ante tales necedades), aparentemente estaba enfermo. Y mucho. Cáncer. Eso se decía. La noticia, en cuanto Bocarán la difundiera, desde el poder fue inmediatamente desestimada y denunciada como una canallada, una grotesca argucia de desestabilizadores, sembradores de zozobras y calumniadores de oficios, como tacharon al periodista. Entre muchos otros epítetos, ninguno menos feo que el anterior. Un agente de la CIA. Un pitiyanqui. Esos fueron los menores. Como en circo barato, quisieron montar una entelequia judicial para no sólo silenciarle sino para advertir a otros sobre la suerte que correrían de tomar ese camino, dar a conocer una noticia filtrada de la isla prisión. Lo usual en la desinformación fascista del autoritarismo, perverso terreno donde la propaganda y los lineamientos del grupo que ostenta todo el poder y usufructúa todo privilegio se hacen pasar por noticias. A pesar de eso, sin embargo, la gran mayoría del país aún no se enteró de nada, por sensacionalista que fuera el asunto. El cáncer del “comandante presidente mesmo”.

   La prensa escrita no sólo estaba amarrada por la censura y los sensores, sino que iba físicamente desapareciendo por falta de tinta y papel; las emisoras de radio no se atrevían a desafiar la política central desde la razia de más de sesenta y cinco emisoras cerradas en un periodo de tres semanas. Y las televisoras hacían lo que podían por sobrevivir a la censura y vigilancia por un lado, al chantaje legal, y a la rabia de un pueblo que les veía como vergonzosos colaboradores. que era, en efecto, el caso de algunos, cómplices en los crímenes del fascismo reinante. Todo eso ayudó a que el tema no prosperara... hasta que Rafael Poletto, indomable periodista siempre colocado en la acera opositora del gobierno de turno, levantara el silencio en su diario impreso, aún vivo en esos momentos, El País Nuevo.

   El comandante está enfermo. Y es cáncer. Publicaron desatando un feroz, sordo y rabioso chismorreo. El régimen lo negaba, insultando, amenazando con juicios, demandas millonarias y persecuciones. Un grupito de comunicadores sostenían que era cierto. Un tercio del país no quería creer aquello, cerrando oídos a toda voz, aunque algunos, entre sus filas, recordaban mentiras sostenidas abierta y desafiantemente, como que el Viaducto que comunicaba la capital con el litoral central no se caería por falta de mantenimiento como profetizaban los ingenieros de Venezuela, cayéndose esa misma tarde de la peregrina afirmación, o que la crisis económica no nos alcanzaría porque el país había guardado un buen botín a raíz de los años de precios petroleros por encima de todo lo esperado. Del otro lado, en abierto contraste, otro tercio deseaba fervientemente que todo fuera cierto; lo deseaba con la fuerza de la rabia y la humillación a la que habían sido sometidos, llegandose a encender velas y pedirle a Dios que fuera cierto y que se lo llevara pronto, y si era con mucho dolor, mejor. Como si Dios se ocupara de asuntos que los seres humanos decidían para sí. El rumor, que todavía lo era, avivó una guerra interna en varios frentes que oscureció aún más el destino de un país que se encaminaba a un verdadero desastre en lo económico, político y social.

   Nuevamente sería la voz de Rafael Poletto la que intentara brindar una guía, misma que nuevamente sería desoída, aún por su hija, para ese entonces compartiendo con él el exilio de las persecuciones: lo importante y determinante para los próximos años de la política venezolana era saber qué había de cierto en la noticia y cómo se procedería después. Otra vez un grupo se atrincheró en que era mentira y que no pasaría nada, otro pensó que ese día, a la esperada y rezada muerte, todo el régimen colapsaría y se les cobraría todo lo que había que cobrarles al gobierno. Así se colocaba la mesa para que se repitiera, de no mediar otras fuerzas, lo ocurrido en la isla prisión antillana a la caída del bloque soviético, cuarenta años atrás, que debió decretar el final de la dictadura y la apertura física y política de la isla, objetivo abortado no tanto por las fuerzas reales de un régimen armado y violento pero sin sustento económico (las consignas y la fe a una ideología que colapsaba estrepitosamente en europa, no llenaba las ollas, y con hambre no había amor que durara), sino por la imposibilidad de quienes los odiaban para trazar un único camino a seguir, dividiéndose entre los que pensaban que era preferible dejar escapar al dictador, a su familia y colaboradores, dejando libre a la isla, y quienes gritaban que no, que debía quedarse hasta que le colgaran del cuello. La lucha entre un grupo y otro les costaría cuarenta años más de dictadura, posibilidad que helaba la sangre de Poletto. La amarga división entre quienes le odiaban le daría al tirano antillano, fuera de risa (bien merecidas, por cierto), la oportunidad años más tarde de morir cómodamente en su cama, satisfecho de haberles hecho lo que les hizo, aunque dolido de los años pasados fuera del mando supremo, al tener que relegar en su hermano tal potestad, él, un hombrecito falaz enfermo de voluntad de poder a la usanza de Mussolini, Hitler y Stalin.

   Leer con interés una pequeña nota de prensa al respecto en El País Nuevo, logra que la mujer lance un contenido suspiro mientras guarda el periódico en su cartera y enfila sus pasos, taconeantes, resonantes, seguros de sí, hasta a la entrada de aquel motelucho de mala muerte, donde se veía, a leguas, que hasta las pulgas se lo pensarían bien antes de entrar allí. El local ubicado en una calleja secundaria de la avenida Baralt, no ocultaba lo que era, un sórdido escondrijo para parejas dedicadas a sus asuntos. Sexuales, se entiende. Desde el carajo que lleva a una carajita a la que le promete villas y castillas (y esta no sospecha nada ni viendo dónde la mete), a los estudiantillos necesitados de esas primeras experiencias, enviados allí por otros como ellos, a mujeres y tipos de la vida fácil, acompañados de sus clientes. Con todo y lo difícil que era esa vida “fácil”. La puerta de entrada, cerrada pero no asegurada, es metalica, mal pintada de caoba, y daba paso a un espacio estrecho que terminaba en una diminuta recepción de donde parten dos corredores más, rumbo a las habitaciones. Las cuales estaban cerradas con viejas y no muy resistentes puertas de madera mal pintadas de colores chillones. A lo lejos se oye, en bajo tono, las conocidas notas que indicaban un extra de Radio Rumbos, estando muy próximo su noticiario estelar. La iluminación es mala, el techo estaba cruzado de lámparas largas, casi todas quemadas. Olía a tierra, a encerrado, pero también a... gente. A sudor, orina y otros aromas aún menos fragantes. La hermosa mujer se estremece ligeramente imaginando lo que olería un colchón en ese lugar. Dios, ¿y las personas realmente dormían en lugares así? Le costaba creer que sirviera aún para un polvo espontáneo y rápido. Siendo la palabra clave esa, rápido, para salir y darse un buen baño con mucha lejía caliente.

   Dormitando tras un escritorio bajo, viéndose que está acostumbrado aunque su rostro reflejaba que no está cómodo y que odia todo eso, un cincuentón obeso despierta cuando la mujer da los buenos días llamando su atención. Al sujeto le cuesta entender que no sueña, que efectivamente estaba allí una fémina delgada, alta y hermosa, de cabellos castaños recogidos en un moño sobre su nuca, vistiendo buenas ropas (un vestido algo anticuado para una mujer tan bella, le parece), que ocultaba buena parte de sus facciones tras unos lentes oscuros, de los caros, como toda ella parecía serlo. Había algo en la mujer que delataba un no sabía qué que no podía definir. Clase, prestigio, un donaire de reina que no menguaba ni siquiera porque chapaleaba en medio de aquel pantano. Eso es lo que le confunde, ¿qué estaría haciendo una princesa así en un tugurio como ese? Era, obviamente, la eterna pregunta.

   Ella se lo aclara, y aunque sigue sin comprender, le facilita la información. Viéndola asentir y sonreír agradecida (¡en verdad le agradecía su ayuda!, le sorprende), por lo que se siente obligado a advertirla.

   -Pero, señorita, el... caballero no está solo. -le dice. Ella asiente nuevamente y se aleja.

   Mientras recorre el pasillo buscando la puerta indicada, se cruza con una que otra pareja que abandona los cuartos a toda prisa, como si hubieran esperado irse después del sexo, de madrugada, en medio de la oscuridad, y habiéndose quedado dormidos ahora escapaban a toda prisa para no ser vistos saliendo del motelucho. La elegante mujer soporta una que otra mirada intrigada. Si, destacaba demasiado. Suspira para sus adentros, era increíble que ese sujeto le diera esa dirección el día anterior, cuando le citara para darle el informe de las investigaciones que le había solicitado.

   -Tengo lo que quiere, me falta averiguar un dato y para ello debo encontrarme con un sujeto en un bar de mala muerte, señorita. Mañana temprano le llamo.

   Pero no llamó. E imaginó que en el bar se había embriagado, recogido a alguna putilla y terminado allí. Conocía el nombre del lugar porque este, en un momento de confidencias, le indicó que a veces terminaba negocios allí, con informantes. Y ni quiso imaginar qué hacía realmente para “procurarse lo que necesitaba” de esas personas. Por la zona esperaba que fuera un lugar feo, pero no tanto. Con aplomo se detiene frente a una de las puertas, pintada de verde, todavía olía a pintura en aceite y se sentía algo pegajosa al tacto. Llama. Nada. Vuelve a llamar. Sin formar escándalo, tan sólo de manera constante. Que, sabía, era el camino del éxito en toda empresa, tarde o temprano.

   -¡Largo! -oye el rugido de disgusto que viene del cuarto, igual que uno que otro “¡dejen dormir!”, de puertas cercanas.

   Pero nada distrae a la mujer. Llama y llama, con suavidad pero con tenacidad.

   -¡Joder! -escucha y la puerta se abre con violencia.- ¡Mierda! -gruñe el tipo que aparece, automáticamente, sintiéndose un tanto mal por soltar la palabreja al rostro de la bonita y serena mujer. Había algo en ella que imponía respeto y consideraciones. Algo que aún un sujeto como él, notaba.- Buenos días, señorita Nazario. -termina como un reticente chico de escuela frente a la bonita maestra.

   -Buenos días, señor Cabrera. -sonríe ella como si tal cosa.

   En honor a Sofía Nazario había que decir que pocas cosas la sorprendían, alteraban o molestaban. Rara vez perdía la compostura o los nervios, pocas cosas parecían obligarla a actuar desacostumbradamente. Ella manejaba su mundo, se presentara este como lo hiciera, aún en la figura de ese hombre alto y robusto, cargado de hombros, un treintón curtido, recio, agresivo, bien conservado a pesar de la velluda panza que mostraba en esos momentos, algo abultada. Esta se veía dura, no blanda. En él todo indicaba fuerza, vigor, agresividad y masculinidad. Su cabello negro y corto, con hebras grises aquí y allá, se unía en las mejillas y mentón a un rastrojo cerrado de barba oscura, que podía parecer descuidada pero que se veía bien. Sus labios eran carnosos, y la mujer podía imaginar que sabía utilizarlos, en muchos frentes. Aunque a ella no le impresionaran. Fuera de un boxer holgado, donde se notaba cierta morcillona figura de su verga, se mal cubre con una sábana, como si hubiera proyectado gritarle al que le despertara y regresar inmediatamente a la cama. No la esperaba, la mujer podía verlo en su rostro, pero qué, ágil de mente, estaba tejiendo la idea de que seguramente le habló de ese lugar, y al comentarle lo de a cita en un bar no muy lejos de allí (con su fama de ser alegre a la hora de tomar), y citados para esa mañana, no apareciendo, era evidente cómo había llegado hasta su puerta.

   Y no se equivocaba. Todo eso lo piensa confusamente el hombre, aunque le cuesta hacerse cargo de la situación, perdido al despertar fuera de su cama, en el sórdido motel, otra vez, acompañado (otra vez), con algo de resaca y con la mujer allí, una de sus clientes más activas y generosas a la hora de pagar sus honorarios de investigador privado. Oh, mierda, ¡y las cosas que averiguó!

   -Coño, la cita. -gruñe él, molesto por fallar de aquella manera, y porque ella se lo señalara estando allí.- Deme media hora y...

   -Debimos hablar hace quince minutos. No sé usted, pero hoy para mi es un día especialmente complicado, debo elegir un regalo para un sujeto que lo tiene todo. No es fácil. -le corta ella, con una sonrisa amigable, caminando y abriéndose paso de manera natural, penetrando en la habitación.

   -No, yo... -intenta advertirla.

   -¡Señor Cabrera! -farfulla ella, parpadeando, momentáneamente sorprendida. Y divertida, volviendo la vista de la cama al hombre tras ella, que se tensa un poco bajo el escrutinio.

   Aquel hombrezote de porte masculino no estaba solo. Sobre la cama, de panza, dormita un joven hombre de cabellos algo largos, crespo, de labios ¿pintados?, desnudo a excepción de una corta pantaletica de mujer que se pierde entre unas nalgas más que llamativas (joder, ella no tenía unas así, se dice divertida). Y sabe que es una pantaleta, no una pieza de fantasía masculina. Al señor Eliseo Cabrera, recio investigador privado, ex policía, le gustaban los chicos delicados, boniticos y culoncitos. El joven, rostro ladeado sobre una almohada de funda color verde, parpadea con esfuerzo, abre un ojo y la mira; un brillo de admiración parece notarse en él, también la confusión. Y no era para menos, ¿quién sería esa mujer, verdad? Sofía puede entenderlo.

   -Los hombres siempre terminan sorprendiéndote, Sofía, y no hablo de que lleguen con un saco rebosando diamantes. -solía decirle su madre, cuando estaba de buenas, generalmente refiriéndose a uno de sus ex amantes, sujetos que nada valían. Aunque en este caso...

   Mira abiertamente a Eliseo, quien se acomoda mejor la sábana, cubriendo más, y sonriéndole ahora, como desafiándola a decir algo, o tal vez a comportarse como la típica mujer escandalizada y sobrepasada por una situación.

   -No le sabía tan ocupado. -comenta ella, graciosamente, saliendo de la habitación, no molesta ni aunque es seguida por la risa de él.

   -¿No esperaba que lo estuviera en un lugar así? ¿O que lo estuviera con alguien... así? -la siguie y reta. Ella se vuelve a mirarle, serena.

   -Me citó temprano, imaginé que se quedó por aquí, borracho de sus tratos en el bar, y que tal vez pensaba ir en mi búsqueda pero se le hizo tarde.

   -Bien, si, pudo ser, ¿no? -admite él, admirado por su lógica. Cerrando la puerta a sus espaldas, descalzo y mal cubierto con una sábana en ese estrecho pasillo.- Le conocí anoche, me fue bien en un trato, celebré y...

   El botiquín había estado animado como siempre, y se divertía. Le gustaba beber con otros que compartieran la afición al alcohol. Las buenas energías brotaban en momentos así, se podía reír, gritar, ofender o decir lo que fuera, sin que otros realmente se molestaran. le agradaba la gente que era feliz ebria, que cantaba y era amistosa. Y abierta. Algo que en su línea de trabajo le funcionaba. Y aquel policía joven e idiota, con una esposa recién parida de su tercer muchacho, obligándole a buscar plata donde fuera, y que no aguantaba dos cervezas sin marearse, ni distinguía muy bien entre machos o hembras, con ellas prácticamente encima, había sido perfecto para el trabajo de rastreo. Buscó, averiguó sin llamar la atención y le dijo donde estaba el viejo que requería... Y, además, no temía gastar el dinero que acababa de pagarle. Le gustaba eso también. No era un chulo, cancelaba lo que consumía, y era generoso cuando buscaba información, pero le alegraba saber que otros eran iguales, nada tacaños a la hora de gastar. Y el chico invitaba.

   A leguas se le veía heterosexual, pero con siete cervezas encima, comenzando con los roncitos, consideró hacerle el trabajito, acorralarlo y meterle mano. Sabía cómo convencer a esos chicos a experimentar algo nuevo. Lo que habría sido una grata manera de terminar las negociaciones, teniendole de espaldas sobre una cama, las piernas muy abiertas, quitándole lo borracho a fuerza de meterle el güevo bien tieso en ese culito que sabía, imaginaba o suponía virgen. Creía poder lograrlo. El joven policía estaba mareado, reía bastante, y se notaba que le gustaba agradar y complacer. Un tío así podía meterse en muchos problemas, o que le metieran muchas cosas por sus agujeros. Lo consideró, la tenía dura sentado frente a él, viéndole reír rojo de cara, hasta que se fijó en el chico sentado a la barra, espalda erguida, aparentemente indiferente a todo mientras fingía tomar de una cerveza que administraba, él sí, con bastante tacañería. Ubicado entre un transformista y una puta declarada a la que ya conocía. El chico, afeminado, iba por clientes. evidentemente. Estaba por trabajo. Pero esa carita...

   Este tenía todo lo que le gustaba en un chico al cual abordar y luego tenerle clavado en su regazo, retorciéndose emocionado mientras le taladraba el culito tierno; incluso el estar sentado en la barra de ese local de mala muerte, es decir, que sabía a qué iba. La carita era dulce, con cierto nerviosismo que delataba que era nuevo en eso de abordar carajos en un bar. Piel canela suave, cabello negro y crespo, algo largo. Torso delgado cubierto por una camisa color lavanda, una franja caliente y excitante de piel notándose donde esta terminaba y comenzaba el pantalón, sin correa, que se despegaba un poco. Y el tolete le palpitó imaginando qué vería si de pie, a su lado, lanzaba una mirada. Los labios brillantes, los párpados algo marcados, los gestos de sus manos, la manera de mover la cabeza, todo hablaba de una condición andrógina que le excitaba. Cuando sus ojos hicieron contacto le vio tensarse más, volviendo el rostro al frente, tomando de su cerveza, muy poco, o nada, espalda rígida. Haciéndole sonreír. Jugaba al difícil pero en esa mirada y postura leyó todo lo que le interesaba, quisiera este decírselo o no. Su naturaleza era sumisa, de esas que respondían, así no quisiera, bien manejado, a la masculinidad de un hombre que exigiera todo de él. Como lo hizo cuando se puso de pie y fue a su lado, saludando.

   -Eres la nena más bella sentada a la barra. -le dijo con voz clara, provocando la sonrisa de la putilla y un mohín como ofendido del tranfo, haciendo enrojecer al chico, al cual sorprendió y tensó aún más al tocarle con el pulgar el grueso, terso y brillante labio inferior.- Imagino muy bien lo que una hembra apasionada como tú puede hacer en una cama. Y fuera de ella.

   Viéndole enrojecer, reir, verse abrumado por el acercamiento entendió que le había gustado, que el chico posiblemente tenía problemas con su papá, que seguro este no gustaba de su vida, y andaba por ahí necesitado de un papi que lo quisiera, buscando aprobación, también autoridad, una que lograría hacerle responder como deseara, mientras aullaba de placer. Algo de rudeza, de crudeza mientras sobaba, besaba, lamía y la llamaba bella, un coctel que un chico así no podría resistir.

   No llevó mucho tiempo sellar el trato comercial y llegar a ese cuarto de hotel, sórdido y todo, muy a propósito para esos menesteres. Y deliró al verle en aquella pantaletica, el más claro indicio que daba de lo que sentía. No se la quitó del todo, teniendole de espaldas en la cama, los tobillos en sus manos, abriéndole, la baja espalda sobre las almohadas, la cama chillando mientras, arrodillado, mecía sus caderas de adelante atrás, perforándole, cogiéndole con ganas. Y las cosas que le dijo...

   -Toma, toma, nena. -le sonrió entre dientes, viéndole estremecerse bajo las refregadas que le daba en el recto con su nervuda, gruesa y tiesa barra caliente.- ¿Sientes la concha rica, mami? La tienes bien mojada, como me gusta. Tan apretadita...

   -Seguro que el chico tiene cualidades increíbles, noté que tanto sobresale su trasero. -la voz de la mujer le saca de esos dulces recuerdos, algo bruscamente, ¿le habría adivinado?- Si es que es un trasero natural... -se encoge de hombros al agregar, sorprendiéndole un tanto.

   -Es un trasero natural, oh, créame. Se siente bien en las manos. -tensa la cuerda y ella sonríe leve.

   -No siga, señor Cabrera; no logrará escandalizarme. Entiendo que le mortifica un poco el que ahora sepa algo más de usted, y que sienta que debe... probarme y provocarme, pero nada en su vida me interesa, más allá de su bienestar personal, claro. -aclara con una sonrisa abierta, un tanto alarmante en lo conciliadora y comprensiva.- Lo único que consigue es hacerme perder tiempo, y ando escasa de él. Ya le dije. Buscar un regalo para alguien que lo tiene todo es un reto difícil, no lo subestime. -por un segundo se tensa, porque fuera de la charla intrascendente, llegaba al punto que le interesaba. Uno que era de vida o muerte para ella.- ¿Logró encontrar al hombre donde le dije? ¿Habló con él? ¿Hablará conmigo? Necesito que me cuente muchas cosas de mi familia.

CONTINÚA ... 2

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