Mandinga
llegando para asesorar...
Comienzo
diciendo que nunca he creído en un lugar donde se sufra para
siempre, porque me parece que después de un tiempo uno se siente
como en su casa y se pierde el sentido del arreglo (hay hombres que
se acostumbran a que la mujer los engañe y mujeres que le soportan
lo insoportable a los maridos). Como dijera el señor Bart Simpson
cuando le enseñaban sobre catecismo y preguntó: “¿Y después de
un rato uno no se acostumbra como en una bañera?”. Pero admito que
pueda existir algo destinado al castigo que si sea efectivo, algo que
sea pero que mucho peor que todo eso del fuego y las tenazas. Como en
aquella historia de Asterix cuando debía entrar a la casa que vuelve
loco. Aquella batalla del galo contra la burocracia. Era horrible.
La
expresión, infierno a la venezolana, la escuché mucho años atrás,
cuando me tocara salir en inspecciones sanitarias, llegándome al
oncológico Luis Razetti, para ver cómo estaba el acelerador que
tenían en ese momento. Fui y estaba parado por falta de un gas
refrigerante que usaba, el freón. Queja en mano volví a la oficina,
dos semanas después, sabiendo que el freón había llegado, volví y
seguía parado porque lo encendieron y un cambio de voltaje o un
apagón, había quemado unos fusibles. Ante mis quejas rumiadas al
hacer un nuevo informe para llevar, el técnico que lo manejaba (eran
técnicos radiólogos en ese entonces, cuando esta especialidad
cubría la radiología, la medicina nuclear y la radioterapia, como
debe ser), me contestó algo como:
Esto
está como el cuento del infierno venezolanos. Mueren dos amigos y
llegan al infierno y les permiten elegir sus castigos para toda la
eternidad. Está el infierno a lo gringo y el infierno a la
venezolana (ya ven para dónde voy, ¿verdad?). Cada uno elige una
modalidad. Cien años después, el que se fue por el gringo, todo
acabado y torturado se encuentra con otro venezolano que llega, que
quiere saber cómo es ese infierno. Que era horrible, fue la
respuesta. Un enorme mar de meirda y estaban ellos enterrados hasta
el cuello. El recién llegado comenta que no suena tan mal y el otro
aclara que una enorme cuchilla recorre la superficie y hay que meter
la cabeza bajo la mierda mientras cruza. Y cruza cada quince
segundos. En eso llega el que se fue por el infierno a la venezolana,
todo sonreído y contento. Sorprendiendo a los otros dos.
Aclarándoles que ese infierno era una maravilla, que a veces la
cuchilla no funcionaba, que otras veces no llegaba el que manejaba la
cuchilla y otras no se sabía para dónde agarraba la mierda que
tampoco llegaba.
Como
me reí.
Pues,
la vida se nos ha vuelto eso, un infierno a la venezolana. O siempre
lo fue sólo que ahora el castigo es como peor porque ya nos íbamos
acostumbrando al otro. No es sólo que hay problemas diarios como que
no hay unidades de transporte suficiente funcionando (ir para el
Razetti ahorita, en Cotiza, es una odisea, y eso que está muy cerca
del Centro), porque o la sunidades han ido dañándose y no hay cómo
renovarlas, o la gasolina echa vaina. Por no hablar de una falta de
agua increible, que no es sólo de Caracas. Son molestias que se le
han ido sumando en los últimos meses, como los apagones de siete a
nueve de la noche, en estos días de tanto calor, que son
sospechosamente parecidos a cortes programados, por las horas y su
duración. Y sin luz no hay internet, al menos para mí. Y cuando la
energía vuelve, la señal en la red no. En estos momentos, desde el
miércoles de la semana pasada, el servicio es sencillamente
errático, siendo más el tiempo sin él.
Cuando
no falla una cosa falla la otra, y se sufre. Pero como antes también
pasaba, ahora se sufre más, que es la idea de un castigo, ¿eh?
Aunque, viéndolo bien, ¿no es una contradicción? Es decir, si
ahora padecemos más por seguir al falso dios del socialismo, ¿no es
porque el castigo se perfeccionó? Pero, al perfeccionarse, se aparta
del concepto de “a la venezolana”, ¿no? En este no debería
notarse, al contrario.
Pensar
en estas cosas, por las noches, a veces no me deja dormir.
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