De
lo más emblemática...
Esto
lo llevaba en el otro blog, y repite aquí porque es algo que siempre
me ha ilusionado. Desde muchacho me dije que un día, cuando tuviera
mi casa, trabajo estable, las cosas que quería y cómo me gustaran,
tendría en la sala de estar, al lado del mini bar, una rocola. No un
equipo de sonido, una rocola real. Un armatoste alto y ancho, con
muchos discos pequeños, de 45 revoluciones por minuto, accionado con
monedas. Hasta ese detalla. Amo esta idea, estos aparatos y esta
música desde niño, cuando salía con papá los sábados, cuando él
iba a revisar maquinarias pesadas en areneras y canteras, y yo le
acompañaba en plan de excursionista alegre y despreocupado. Iba a
comer, prácticamente desde que dejábamos la casa atrás, y a
comprar cosas, desde revistas y suplementos a casetes. Para lo que
él era trabajo para mí era una fiesta, desde saltar y deslizarme en
pilas de arena lavada hasta conocer a otros niños y correr bicicleta
o pescar en lagunas.
De regreso de esas jornadas, con la gente a la que le trabajaba, mientras almorzábamos tardíamente, tomaba sus cervezas al tiempo que yo me atiborraba de refrescos, de chicharrón frito y caramelos (siempre llegaba a casa con el estómago algo revuelto). Recuerdo que fue en Tacarigua de La Laguna, en una fonda-bar casi a la orilla de la playa (Dios, cómo amaba ese lugar, su posición), la no recuerdo ahora de Poleo, donde vi una por primera vez. Mi primera rocola. Vi a sujetos que se le acercaban, introducían dinero y se escuchaban aquellas rancheras a todo volumen, lo que mi señora madre siempre llamó música de botiquines. Nosotros música de beber caña (en casa todos amamos las rancheras, por papá y su recuerdo). Fascinado, con muchas monedas en mi mano, me acerqué. Y por pura casualidad encontré ese tema de Yolanda del Río, La Hija de Nadie. El nombre me llamó la atención.
Dios, escuchar aquel tratado social y psicológico, de tintes trágicos en aquella voz poderosa fue para mí toda una revelación. Un choque. Les diré que los ojos se me aguaron un poco, aunque era tan sólo un niño. Verán, siempre fui impresionable imaginativamente hablando. De toda la vida me gustó leer e inventar luego escenarios donde partía en busca de pirámides en Egipto o templos mayas perdidos en selvas de Centroamérica. Un tío me había regalado unos suplementos de Kalimán, mi padre leía libritos de historietas del Oeste americano y me las daba luego, y yo podía crear mis propias fantasías donde vivía aventuras alternas. Así que escuchar ese drama, cantado con rabia, me hizo imaginarlo todo. Dos muchachos matándose al saber el horrible secreto, el cuánto habían transgredido sus vidas, aunque sin culpa. No sé cuántas veces la escuché esa vez, tan sólo paré porque papá vino, me agarró de un brazo y dijo que ya se la habían aprendido y que otros querían escuchar otras cosas. Desde ese momento amé la canción, a Yolanda del Río la asocié toda la vida a una rocola, y quise una para mí, mi propia rocola. Hasta hacía listas de las canciones que llevaría.
Un equipo de estos, que se respete, debe contar con temas de despecho, de dolor y rabia, que hablen de fracasos, tonadas que aflijan, aunque también debe contener esos temas bonitos, que hablan de amores grandes que generalmente terminan en pérdida, en una pasión no correspondida, aún siendo más nuevos que sus hermanos mayores. Por alguna razón nunca he sentido una pasión como esas que se describen en los libros o la televisión, ese desgarrador dolor ante una pérdida, la obsesión de seguir al objeto de mi afecto preguntándome por qué no me quiere; es bonito sentir esa inquietud al conocer a alguien, acercarse, coquetear y enamorar, pero no es algo que defina la vida. Creo que se conocen muchos amores a lo largo de una existencia, eso me hace malo para el bolero. Y no sentir eso, esa pasión, me hace soñar con aquellos temas que lo describen. Siempre me pregunto ¿será verdad?, ¿se puede querer tanto así?
Pero de que hay temas que influyen en el ánimo, los hay. Hace años, cuando pertenecía a la junta de condominio del edificio donde vivo, un viernes tarde en la noche estaba reunido con otros miembros, había cuatro mujeres y dos carajos (les encantaba reunirse, joder, ¡y en mi apartamento!), y nos tomamos dos botellas de vino que me habían regalado y guardaba por ahí hasta que se volvieran vinagre y poder tirarlas sin sentir culpa. No me gusta el vino, aunque acompañado, como esa noche, se deja colar. A veces. El caso es que ya medio entonados, sonando Ana Gabriel con su le pregunté no sé qué cosa al humo del cigarrillo, esas mujeres casi lloraron, cantando a gritos y lamentándose de sus maridos. Fue incómodo después.
Como
sea, La Hija de Nadie es el tema por antonomasia de las rocolas, y
Yolanda del Río una de sus reinas. Este tema es inmortal e impacta,
tanto antes como ahora, a todo el que pueda sentir aunque sea un
poco. Ninguna rocola de botiquín, para borrachos despechados, puede
carecer de este tema. Ni lo hará la mía. En cuanto la tenga.
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