El
hombre canoso siempre confió en él, en sus posibilidades; sabía
que, contrario a lo que todos decían cuando le tachaban de vago
inútil, un día encontraría su lugar en la vida, así fuera
obligándole, al principio, a ir a trabajar a su taller, el que tenía
con sus socios. Tíos a quienes le une la confianza, la amistad y ese
rudo afecto que se fomenta siempre entre machos. Entre los tres le
encontraron acomodo, un oficio, un destino. Y vaya que parecía
realizado mientras chillaba y suplicaba por más, agradeciéndoles lo
que hacían por él, desde lamerle la ansiosa vagina a llenársela
con gruesas barras que se la dejaban aún más mojada. Si, el hombre
sonríe satisfecho, sabía que el yerno, quien siempre le pareció
medio culo caliente, terminaría amando los güevos y el semen.
También nota que ahora hay más sentimientos e historia entre ellos,
que cuando le roza las paredes de la concha con su blanca barba, este
se estremece y gime de manera especial, todo cachondamente.
Lejos
queda el momento de dudas, cuando desnudos se le aparecieron y le
dijeron que no temiera quitárselo todo y ponerse ese bello
suspensorio rojo (el clítoris le abultaba rico en él, tanto que se
lo apretaban por turnos), y que se desatara como la puta hambrienta y
necesitada de güevos que todo le sospechaban. Y qué éxito. Claro
que para asegurarse el retener a esa perrita un buen rato en aquel
trabajo, siempre de ánimos y de rodillas, había que dejarle siempre
ese agujero bien repleto con la leche de varios sujetos. Así no
fueran únicamente ellos.
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