FILOSOFIAS, SOCIEDADES Y TENDENCIAS
¿Qué
nos pasó?
¿Quién no pensó, si fue un muchacho a mediados de los ochenta o noventa, que en el siglo XXI ya habríamos dominado el viaje en el tiempo y que nos habríamos lanzado fuera del Sistema Solar para levantar el Imperio Galáctico (bueno, rusos y gringos al menos, con los chinos ahí pegados)? ¿Quién no pensó que en el año 2000 estaríamos ya viviendo en la Luna, construyendo en Marte, cosechando debajo del mar? Sin guerras, sin hambre, sin el peligro de la contaminación. El futuro era la maravilla de la ciencia y la tecnología, pero no en imágenes, no en un mundo de televisión, que es el virtual llevado a su más simple expresión. Sobre eso sí advirtieron algunos, que viviríamos controlados, encerrados, aislados, recibiendo imágenes que nos mantendrían allí, paralizados; pero eso no era, ni es, ciencia “ciencia” sino ingeniería social. Lo que no debe ser desdeñado. Pero ese mundo ideal que esperábamos, repito, sin hambre, sin enfermedades, sin guerras, con posibilidades reales de alargar la vida, más o menos como el imaginario de la serie Viaje a las Estrellas, no terminó de cuajar.
Hay
avances increíbles en medicina y tecnología asociada a la
investigación de todo tipo, como la nanotecnología, también en el
estudio de los orígenes y la aparición misma del universo y nuestra
realidad, pero eso no es para todos y no se traduce como un bien a la
mayoría de la raza humana... a la que muchas veces ni siquiera
parece importarle, o se enreda en cosas vergonzosas como creer que
el mundo es plano o la Tierra está hueca (si hay algo como una liga
de planetas allá afuera y pensaron en enviarnos un invitación para
unirnos, seguro la rompieron cuando se enteraron y tapándose los
ojos con una mano, zarpa, tentáculo o garra, dijeron ni para allá
vamos a ver). El mundo padece sequías e incendios, o deslaves y
tornados que se llevan a un gentío. Las personas se siguen muriendo
literalmente de hambre (y subdesarrollo, pobreza y miseria, tal
cual); y se levantan muros como desde los tiempos de lo bárbaros en
China o del imperio romano para “contener” los problemas sociales
y políticos creados por nosotros mismos. Hoy, cuando vamos para la
tercera década del nuevo siglo, como era hace miles de años. Una
parte del mundo parece estancarse, distanciarse de la realidad. Si,
son muy bonitos y maravillosos los nuevos teléfonos, las redes
sociales, el cibermundo de los negocios... una intercomunicación que
es tan falsa como soñar que se es popular y que se tiene muchos
amiguitos pero a los cuales no se puede tocar. Que no son tales.
O,
peor, vamos en franco retroceso en muchas partes, hacia etapas de
atraso con los que comenzaba el mundo el siglo pasado, como lo es en
Venezuela el Socialismo del Siglo XXI, donde brilla el culto al
caudillismo, algo que viene de la Colonia. Una jefatura que rehace la
realidad, las leyes y la convivencia según le parece, como se viera
en Ecuador, Argentina y Bolivia cuando los tribunales decretaban que
si, que hablar sobre las riquezas presidenciales era delito y se
debía castigar. Que en este siglo, que en lo que va del siglo, en
Caracas aún se discuta sobre la conveniencia o no de los gallineros
verticales en los apartamentos, o los conucos en parques, como
“remedio” para que un país no se muera completamente de hambre,
la aparición de vales en lugar de dinero para que se use
obligatoriamente en esto o aquello el fruto del trabajo, la limosna
clientelar para mantener a la población quieta so miedo de perder lo
poco que tiene, o el aún más indignante trueque es evidencia del
fracaso social. No sólo de un país, sino de una región toda que no
supo valorar, medir ni prevenir el peligro al que se sometían por
coimas, ceguera o necedad. Que debieron pensar mejor antes de tolerar
estos signos de descomposición lo gritan ahora con rabia cada vez
que oleadas de migrantes venezolanos llegan a sus fronteras. Pero
ahora, no cuando había dinero para repartir.
En
su conjunto la raza humana no termina de evolucionar de manera, y
temo tener que usar un término polémico para tantos,
espiritualmente. O moral. Que moral, su fallas en tales cuestiones,
si puede medirse como insensatez negligente o hasta criminal. Si
realmente hay una relación entre el calentamiento global y los
problemas climáticos con una política de mano suelta con las
industrias porque ricos y consorcios manejan a políticos y
legislaciones o son ellos mismos los políticos y legisladores, como
el señor Putin en Rusia, entonces ¿de qué hablamos? ¿Del suicidio
consensuado de la especie? ¿Pasa o no pasa? ¿Nos afecta o no?
¿Quién le pone el cascabel al gato si es que este realmente lo
necesita, no por él o ellos, sino por el resto?
Claro, no es justo meter a todos en el mismo saco sobre desarrollo, pero entonces llega el otro punto, ¿es lícito o prudente consumir todos los recursos del planeta para el uso o disfrute de una sola generación olvidando al resto o desentendiéndonos de los residuos de ese “desarrollo”? ¿Se puede hablar de desarrollo si estamos matando el planeta donde, obligatoriamente, tenemos que vivir? ¿Hay desarrollo, avance o evolución cuando buscamos mejores maneras de matar o someter a otros? Y si ni siquiera los habitantes de lugares así están de acuerdo con tal proceder, ¿qué ocurre entonces? ¿Por qué ese sentimiento desvalido, de frustración, impotencia o parálisis? ¿Por qué sentimos que nuestras voces no cuentan y que todo ocurrirá aún a pesar de nosotros? ¿Es real? Existe en América Latina, no sé en otros lugares, la tendencia a creer que “el presidente” que habla mucho, grita, amenaza o abusa en cierta medida de su poder es más “hombre”; evidentemente en claro sometimiento a la mentalidad machista: si vergajea o golpea, ese es quien debe gobernar y el resto debemos calárnola sin quejarnos si hace lo que le da la gana.
Lo
curioso es que tal mentalidad no puede atribuirse únicamente a las
mujeres. Es toda la población. Se acepta como una realidad
irremediable. Bien, ya lo había dicho Mussolini, las masas son como
hembras esperando la conducción del hombre, y él sabía de lo que
hablaba; puede que no mucho más, viéndose cómo terminó, pero de
eso si. En nuestras latitudes está muy arraigada la costumbre,
creencia o maña de pensar que un presidente manda más que un rey,
que puede hacer y deshacer, con lo suyo y lo ajeno, incluso cambiar
leyes o inventárselas para sostenerse o “castigar” a quien ose
mirarle feo, no digamos ya oponérsele o llamarle a la moderación
(desde ordenar encarcelamientos por televisión a buscarse tribunales
que condenen a tal o cual periódico porque osaron hablar de la
familia presidencial). No es extraño, sino lógico, que tal manera
de afrontar el mundo, no como pueblos llenos de ciudadanos sino de
habitantes, termine produciendo un sentimiento de minusvalía, de
indefensión. Las personas terminan pensando y sintiendo, y a lo
mejor es hasta verdad, que no controlan sus destinos.
Fenómeno
que se observa también en una potencia del Primer Mundo con muchos
de sus problemas resueltos (tanto que se inventan otros para tener
algo qué hacer), Estados Unidos. Cómo cuando se descubre que los
gobiernos mienten descaradamente a sus ciudadanos, inventando
problemas para obligarlos a actuar de tal o cual manera, y que
permitan acciones que en otros momentos no tolerarían y que ahora
hasta los justifican. Para eso les alzan el tono a alarmas que no
son tales; buscan saber qué piensa, qué dicen los ciudadanos,
espiándoles; y que cuando eso es denunciado por un valiente, a este
se le persigue sin que tal gobierno o sistema caiga derribado por su
propio pueblo. Siempre hay una excusa, y una muy manida, aún en
estas latitudes donde el presidente se siente caudillo conquistador,
es el bien general. La Seguridad del Estado. Y el Estado son ellos y
la seguridad es la de ellos, y ellos deciden qué es legítimo y qué
no. El resultado es el mismo, sentir que no se controla la vida. Ni
en un país como este, o uno como aquel. Ingeniería social. Bien
aplicada según el lado donde se esté.
Sin
embargo, y caemos en otra maña, el escapismo como respuesta muchas
veces. Como el problema es nuestro, nos lo inventamos nosotros, o
dejamos que ocurriera (desde ser vigilados a terminar en un estado
parapolicial donde quejarte de los apagones te convierte en
desestabilizador), entonces la explicación debe ser sensacional,
algo que está más allá de tal simpleza como el “lo permitimos”.
Y lo achacan a fuerzas externas, desde iluminatis a reptiles, del
Nuevo Orden a los capitalistas, o los socialistas, o la iglesia, o
los sionistas o el mercado. Todo aquello que coloque la
responsabilidad de nuestro estado bien lejos de nosotros. ¿Qué se
trata, a final de cuentas, de un elaborado plan para someter a las
poblaciones? No, puede que haya desinformación, pero lo cierto es
que la gente deja que las cosas pasen, que es muy distinto. Si
contrato a un grupo de personas para un trabajo y un sujeto habla con
ellos para alentarles a exigir que cobren el doble de lo pactado,
porque les toca y los estaba esquilmando, y yo les digo que ese
sujeto es un sádico que anda buscando a quien dañar, y me creen sin
investigar, quedándose dónde están en las mismas condiciones no se
me puede acusar de nada, como no sea de mala fe. Que no es un delito
(bueno, la difamación sí, ¿pero quién juzga a los estados?). Es
el deber de todo aquel que no está contento con su condición saber
por qué está así y buscar el cómo cambiarlo. No hay de otra.
El poder reside, y esto sonará sorprendente, revelador, seguramente no lo creerán: en el pueblo. La gente tiene el poder de colocar y quitar, de decidir (si así se lo propusiera) qué mundo, qué realidad quiere. Gobiernos, empresarios, militares, escuelas, televisoras, medios de comunicación tan sólo están ahí para ser utilizados. Se les coloca, se les elige, o se les permite operar mientras cumplan una función. No son dueños inalienables del poder, tienen el que se les permite. Pero ese concepto es difícil de asimilar, por una parte porque en verdad se siente como que “los poderes” no nos dejan, que nada somos o valemos (e individualmente algo de cierto hay, una persona difícilmente hace una diferencia, aunque se han dado casos; pero eso lo dejo para otro momento), y por el otro se necesita de dos condiciones para cambiar esa realidad: hablar y entenderse con otros, y tomar la responsabilidad de la propia vida, la de la familia y el colectivo. Y hay quienes harán lo que sea para no sentirse responsables de nada. Para no trabajar, como decían los mayores.
Pero, visto lo visto, hay que ponerse en la tarea, no sea y sea cierto que estamos destruyendo el planeta, que estamos fabricándonos los cataclismos que luego nos barrerán y las condiciones para nuevos y terribles conflictos por cuestiones como alimentos, libertad o simplemente el derecho a vivir en paz en el lugar que nos tocó bajo el sol.
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