miércoles, 6 de noviembre de 2019

ESPERANDO ESAS FESTIVIDADES

DE FINES Y MEDIOS

   Y el fin de año, claro...
 
   ¿Se imaginan que fuera cierto lo que sostienen esos dementes en la red, que el planeta gira más rápido y el día dura menos, y, por lo tanto el año también? A veces uno casi se siente tentado a creerlo, lo que explica el por qué el éxito de tendencias tan extrañas. Y disparatadas, lo siento. Puede parecerme que el tiempo va más rápido pero eso de que el día dura menos de veinticuatro horas como marca un reloj viejo, me parece imposible. Como sea, el año 2019 avanza rápidamente hacia su conclusión. ¡Yihaaa!, gritarán algunos. Nosotros no tanto. Obviamente lo considero desde un punto de vista totalmente materialista, con el cochino dinero apareciendo como personaje principal en la trama de la diversión y de las cosas buenas, maravillosas y sabrosas que podemos procurarnos con él. Lo sé, me faltan valores sociales y espirituales.
 
   Acercándose diciembre, lo primero que se debería considerar es el significado simbólico de la fecha, que la tiene así a muchos les dé dentera. Hablo de una mirada de fe, aunque los acomodos de fechas en tiempos pasados oscurecen el panorama, como el lapso transcurrido entre la Inmaculada Concepción y el día de la Natividad. Dura demasiado. Es más fácil, humano y simple pensar en el tinte parrandero de la época. Eso sí lo entendemos mejor la mayoría (no niego que hay quienes un 24 de diciembre, a medianoche, detienen todo y rezan un rosario; pero, personalmente y a esas horas, en los buenos tiempos, apenas me sostenía en pie), las fiestas, pues.
 
   Y no siempre las familiares, esas donde llegamos a abrazar a la vieja con todos esos aspavientos y besos que deberíamos brindarle cada día del año, todos con suéteres porque aún en Venezuela hace frío, con gorros y guantes que uno no sabe bien dónde los guardan el resto del año, con regalos para los hermanos y parejas, para los muchachos. Riendo todos, posando en fotos con la parentela, padres, tíos, hermanos, cuñados y sobrinos, escuchando la vieja y la nueva música, haciendo estallar cohetones (eso me fascina, digan lo que digan, el truco es tener cuidado), con todos esos dulces como las tortas negras, los panetones, los turrones, botellones y botellones de refrescos; las mesas llenas de hallacas, el pernil picado, una olla grande hasta el borde de ensalada de gallina... y las cervecitas. Muchas, muchas cervezas. Riendo y bailando, repartiendo afectuosos abrazos. 
 
   No, hablo de otro tipo de fiestas...
 
   Esas con amigos y conocidos, a veces con vecinos, donde vas con la sana intención de divertirte portándote como un loco, como si el mundo fuera a acabarse y no desearas por nada del mundo perderte esa oportunidad. Riéndote de quienes cantan, uniéndote a ellos luego, aunque lo haces horribles. Intercambiando chistes crueles de presentes y ausentes, también chismes, todo haciéndote gracia. Y si hay suerte, coronar, como me pasara a mí un 31, o ya primero de enero en la madrugada, que borracho sentado a una mesa entre varios me metieron mano bajo la mesa, sorprendiéndome, luego planeando con miradas un encuentro más discreto. Esas reuniones en las cuales terminamos, o esperamos terminar, con historias felices para recordar (y conmigo es peligroso, tengo memoria de rencoroso, casi nada se me olvida), sonriendo aunque tal vez un poco avergonzado (¿cómo pude con...?). Cosas que pasan. Vivencias. O con la boca seca como que se tragó arena y un hueco del tamaño de la Luna en la memoria, si se bebió bastante. Pero valiendo la pena, una u otra cosa.
 
   ¿Imaginan llegar a una reunión en el apartamento de un amigo, y que te diga que la mujer está fuera y te presenta a otros amigos y estos se ponen traviesillos, y extraños, después de las doce con unos cuantos tragos encima? Lo dicho, fiesta. Y la cercana temporada se presta para ello.

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