Así
se comenzaba... y no se sabía en qué acababa.
Le
grita que se detenga, que sabe que es él. Aprieta los dientes
mientras esas manos recorren sus tetillas, estimulándole, o bajan y
unos dedos frotan y rascan suavemente sus bolas mientras otros suben
y bajan, por encima del calzoncillo, sobre la dura tranca que le
babea y se estremece. Lleva horas en eso. ¡Horas! Llegó a su cuarto
en la universidad, a cambiarse para visitar a una de sus novias, y
tomándose un agua sintió sueño, despertando así, sobre una cama,
atado y semidesnudo, sus ojos cubiertos, siendo estimulado. Una firme
mano de hombre le ha aferrado la tranca una y otra vez, bombeándole,
masajeándole, teniéndole al borde del clímax por horas.
Negándoselo en el último momento. Frustrándole, haciéndole
gritar, que le soltara o le dejara correrse. Le estaba enloqueciendo.
Al miedo inicial, que aún no se le pasa, estaba la rabia de sentirse
tocado, ¡por un hombre!, pero ahora lo necesitaba. Acabar en un
retrasado e intenso orgasmo. Vaciar su bolas. Lo necesita o estalla.
Y esa persona, que sabe es el papá de Marga, aunque nada diga (el
hombre le había sorprendido con ella en la cama antes de que saliera
huyendo, riendo, por una ventana), sencillamente le torturaba.
Necesita correrse, tanto que llora y suplica, estremeciéndose cuando
la respuesta es siempre la misma: “Abre la boca y chupa”.
Repetido una y otra vez, afrentándolo, enfureciéndole,
desesperándole, frustrándole más. Está nuevamente a punto, tensa
los muslos, respira agitado y lloriquea cuando este, nuevamente, se
detiene. “Por favor, por favor, señor”, gime. “Abre la boca y
chupa”, vuelve la contesta. Tragando en seco separa los labios, se
los humedece con la lengua, confuso. Tal vez si lo hacía rapidito...
El otro lo entiende y sonríe, el chico estaba por dar el primer paso
hacia la sumisión.
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