SI EL NORTE FUERA EL SUR
Lo
grande y lo pequeño...
La carrera espacial fue, no caben dudas, el mayor paso y logro tecnológico dado por la raza humana, lo que nos convirtió (en su conjunto, me refiero) en una especia espacial, que podía (y podría si lo deseara) salir más allá de la circunferencia de su mundo (no, la Tierra no es plana), y echar una mirada al vecindario. Quién quitaba y encontrábamos algo notable, ¿verdad?, viejas ruinas, rastros de tecnología en el lado oscuro de la Luna, vida de alguna clase o recursos que valieran la pena el riesgo y el costo; pero, por encima de todo, fue algo que se quiso hacer, que no era fácil, que era riesgoso, que costó muchas vidas, y se hizo. Antes, el otro gran avance había sido la aviación, algo más pesado que el aire que se elevaba (y no cuesta imaginar lo difícil que debió ser asimilarlo para tantos), y luego el estallido del átomo, con todo y lo dramático que fue. Y en medio, la carrera espacial, el envío de sondas y satélites artificiales, la llegada a la Luna.
Recuerdo
(por la película Cielo de Octubre, claro), una frase del ingeniero
de la NASA, Homer Hickam, quien contaba que cuando muchacho en su
pueblo minero, recibió con un estremecimiento la noticia: los rusos
habían puesto en órbita un satélite artificial, el Sputnik. La
Tierra contaba con un cuerpo que sobrevolaba su circunferencia, como
la Luna, pero fabricado por los hombres. Por los soviéticos en aquel
mundo dividido en este y oeste, capitalismo y comunismo. Es fácil
imaginar que a la maravilla de unos ante la pequeña mota de luz
cruzando el espacio al anochecer se sumara el temor reverentes de
otros, que veían esa estela en su espacio como la marcha
triunfal de sus “enemigos” al otro lado del mundo... Desesperando
a Norteamérica que se había dejado meter un gol por los soviéticos.
Quienes, no lo decían así pero así se sentía y era la intensión,
estaban muy por delante tecnológicamente en ese momento. Debió ser
impresionante ser un joven curioso y escuchar la noticia, asomarse
cada noche al patio y pasar horas y horas esperando que aquella
mancha de luz pasara por ahí; pero hay que aclarar que no fue el
deseo de investigar, no fue el deseo científico de saber qué había
allá afuera lo que lo hizo posible. Como dijera en su momento la
historiadora Diana Uribe, no fue el secreto deseo del hombre de
elevarse de la tierra, cumplir el sueño de Ícaro y volar hacia el
sol lo que movía a los regímenes. Era la propaganda. La carrera
espacial fue, como todo durante la Guerra Fría, una lucha de
publicidad y política. “Somos mejores”, “no, somos nosotros”,
“no, nosotros”. Pero, en ese momento, Moscú podía
vanagloriarse, la primera sonda fue de ellos, el citado Sputnik, al
primer ser vivo en órbita lo enviaron ellos, la famosa perrita
Laika, el primer cosmonauta, el primer hombre en el espacio orbitando
la Tierra fue de ellos, Yuri Gagarin, incluso la primera mujer,
Valentina Tereshkova. Les habían ganado en todo a los capitalistas.
Por
lo tanto, llegar a la Luna, posar una nave fabricada por hombres,
caminar sobre su superficie, si se podía, era un pulso que el
capitalismo no estaba considerando perder de ninguna manera. Era ver
quién podía pegar antes, y desde el Sputnik, los soviéticos
llevaban a los norteamericanos a la zaga, obligándoles a innovar,
invertir y arriesgar más. Es por ello que cuando la Guerra Fría
termina el espacio pierde interés. Primero porque no aportaba nada
concreto para el momento, la vida era imposible en el espacio, no
había oro ni petróleo por allá, y para colmo el rancho estaba
ardiendo aquí en la Tierra. Durante los sesenta, con la
contracultura haciendo estallar la sociedad norteamericana con lo de
Vietnam, la pelea por los derechos de las minorías en lo tocante a
raza y sexo, las luchas de los trabajadores y las sombras todavía
presente de macartismo muchos creían que esos lanzamientos eran
aburridos y que esa plata debía quedarse aquí. Tal y como muchos
sostienen hoy en día. Tan sólo el plan de llevar hombres a la Luna
lograba despertar interés real, coincidiendo con que el mismo
sistema lo necesitaba para distraer al país de tantos problemas en
lo que llegó a llamarse “el frente interno”, que comenzara como
un frente anti guerra y se volvió antisistema, especialmente cuando
los reformadores comenzaron a ser asesinados, John y Bobby Kennedy,
Martin Luther King, Malcolm X.
Como
el pulso político continuaba se persistió, soviéticos y
norteamericanos continuaron con la carrera, la Luna era la meta; pero
un cambio de régimen en la Unión Soviética y la muerte del
principal científico espacial los retrasó y Estados Unidos sacó la
delantera (también pesó mucho en el campo soviético lo del
estatismo, que sistemas políticos así tienden a montar alrededor de
sus culturas: la gente debe pensar lo que se le dice que es útil, lo
demás debe considerarse en un comité y ya les avisaremos), así los
gringos lograron armar una nave que no estallara, que lograra salir
de la gravedad terrestre a pesar del tamaño, se acercara a la Luna,
la circunvalara y un módulo pudiera despegar, alunizar y salir
nuevamente. Y mayor logro tecnológico que ese sólo puede verse en
películas, pero la ciencia ficción es todavía eso, por muy bien
basada que esté; aquello fue real. Y con el Apolo 11, su módulo
lunar y las caminatas de Neil Armstrong, primero, y Edwin “Buzz”
Aldrin después, ese 20 de julio de 1969, también llegaron los
cuentos. Mientras montaban su punto de llegada, dejaban la huella en
la superficie, la bandera y todo eso, los norteamericanos también
colocaron una placa con los nombres de dos cosmonautas rusos, ambos
muertos en accidentes mientras se preparaban para la misma operación,
siendo uno de ellos el ya citado Gagarin, el primer hombre en órbita.
Aparentemente en la NASA consideraron que ellos merecían también
estar allí, así fuera en nombres. Personalmente me pareció un gran
detalle, como aquel de antes de que comenzara la Segunda Guerra
Mundial, cuando un avión con dos pilotos alemanes se estrelló en un
punto galés y la población les dio un funeral de héroes de guerra.
Fueron
aquellos días intensos, también un poco mezquinos. Cuando el Apolo
11 aún se acercaba a la Luna, la Unión Soviética lanzó un módulo
no tripulado, que pretendían alunizara, tomara muestras y las
llevara a la Tierra antes de que llegaran los gringos, pero esta se
estrelló contra nuestro satélite natural. Una maniobra desesperada
de aquellos que habían llevado la delantera durante mucho tiempo y
veían que el enemigo les dejaba atrás. Sobre eso el régimen
soviético nada dijo, como no le mostraron a la Europa del este las
transmisiones del alunizaje (necedad, querer tapar el sol con un
dedo). Y, sin embargo, esa muestra de pequeñez me parece que se
queda corta si el cuento de otro detalle es cierto. La única imagen
que hay de Neil Armstrong en la Luna es su reflejo de este en el
casco de Buzz Aldrin, cuando él mismo la tomó. Casi un
autorretrato. Supuestamente no hay fotos suyas porque Aldrin, molesto
por no haber sido el primero en pisar la Luna, no le tomó ninguna
fotografía. Si es cierto, aunque un gran hombre, Buzz Aldrin se
comportó de manera bastante ruin. Pero hay que ponerse en su lugar,
tal vez le fue muy duro ser el segundo. Tal vez, a lo largo de su
vida, aquello le pesara, haberse mostrado tan pequeño. Porque si él
no estaba contento, ¿pueden imaginar qué sintió Michael Collins,
el tercer astronauta, que ni dejó el Apolo 11 ni caminó en la Luna
después de hacer semejante viaje?
Cuando
era un muchacho, contaba siete u ocho años, mi señor padre,
mientras arreglaba un motor, me contó que cuando él mismo era un
adolescente, trabajando en el patio de la casa de los abuelos,
escuchó el extra radial con una gran fanfarria: ¡El hombre había
llegado a la Luna! Que él dejó de hacer lo que hacía, todo
erizado, y miró hacia el cielo azul de esta tierra tropical,
intentando hacerse a la idea. Esa imagen siempre quedó conmigo. Por
eso amé nombres como Layka, ignorando su agonía solitaria, Gagarin,
Valentina, Sputnikz. Cómo muchacho en esa época creía en el
ejército del proletariado, en la grandeza de los desfiles
soviéticos, en el gobierno de los pueblos. No sabía de los gulags,
ni de la receta fascista del libro 1984, lo que no impidió, a la
larga que el régimen cayera socavado por su propia inoperabilidad.
Pero la carrera espacial, la llegada a la Luna, siempre fue un hecho
icónico para tantos y tantos de nosotros. Convertirse en astronauta
y embarcarse hacia “la última frontera”, como decían en “Viaje
a la Estrellas”, cuando comenzaba cada domingo por la tarde. Ese
era el gran sueño.
Y si debemos terminar comentando alguna otra pequeñez, está el asunto: ¿Se llegó a la Luna o no? Me parece que en esto hay mucho del complejo del bodeguero: si no tengo tal queso en mi negocio es porque no existe. La realidad queda reducida a lo que podemos hacer nosotros. Si no podemos, ni vemos cómo, es porque no existe, no es real, no ocurrió. Es como con el Holocausto, si tengo apenas veinte dedos es imposible que existan cifras como seis millones de muertos. Ese sería un modo de pensar, la incapacidad para imaginar realidades más allá de la propia imaginación (y los propios límites); sin embargo el otro es más molesto, ese complejo de inferioridad de tantos que suponen que los gringos son superhombres (seguro que Nietzsche se daría en la frente si escuchara esto), muy por encima del resto, capaces de escribir y reescribir la Historia Universal y en este caso de haber engañado como a tontos a los soviéticos en ese momento, a los europeos que vigilaban el curso del Apolo 11, y que engañan aún hoy en día a los chinos, ya que en esos países no hay científicos o técnicos capaces de desmontar tal engaño. “Porque los gringos son demasiado inteligentes”. Siempre me molesta esto, cuando se plantea de esta forma en esta parte del mundo, ¿en verdad alguien cree que en toda latinoamérica no hay gente capaz y preparada, científicos, historiadores, físicos varios y astrónomos, tan sólo gente que escucha y repite? Creer que sólo somos monte, culebra e indiecitos a quienes todos engañan es insultante, primero porque no es cierto, hay gente muy preparada en estas latitudes que realiza sus propias investigaciones (la Academia de Ciencias ya cumplió cien años aquí), y segundo, no es cierto que los norteamericanos son superhombres (repito, maldito complejo de inferioridad), estos pueden ser tan imbéciles como cualquiera, sólo que cuando se trazan metas se ponen a trabajar en ello por difíciles o costosas que sean. Y allí sí puede que resida la diferencia entre culturas.
¿Volveremos
a la Luna? ¿Llegaremos a Marte? Seguramente cuando seamos tantos que
se nos haga difícil mantener a toda la población en el planeta
tendremos que partir buscando más espacio, entonces veremos. Como
sea, no estaría de más que continuaran esas investigaciones
espaciales. Los que investigan, claro, los que un día pueden salir y
reclamar todo mientras al resto tal vez sólo nos quede quejarnos.
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