...
-Pero,
¿qué coño les pasa? ¡Dejen la manoseadera! –reacciona al fin,
de mal talante… no logrando nada. Esas manos siguen tocándole,
acariciando con las palmas abiertas las tersas mejillas de su
trasero, los dedos flexionándose un tanto sobre ellas.
-Se
sienten tan… -Bravo, mitad broma, mitad confuso, sonríe y toca,
mirando al socio del otro lado de Jacinto, el cual tiene una
expresión parecida.
-Si,
se siente tan bien, Contreras…
-¡Basta!
–repite el joven, rojo de cara, molesto, dándole manotazos a
ambos, alejándoles. Estos ríen.
-No
te molestes, pana, ¿no haces todo ese ejercicio para que te miren el
corpachón?: misión cumplida. –arguye el hombre negro, sonriendo,
la lengua asomándose un poco entre los gruesos labios, metiendo esa
mano de canto, ahora hacia la zona de la raja interglútea, bajando,
palpando allí donde la suave tela se hunde un poco, y rastrilla con
la punta de sus dedos. Ríe ronco, burlón, ¿o no es sólo eso?-
Esto se la pondría dura a cualquiera. Es como acariciarle el coño,
sobre la pantaletica, a una linda chica metiéndole la mano dentro
del vestido en medio de una fiesta, y hacerla mojarse. –confiesa,
quizás demasiado. Y Bravo ríe.
-Ay,
maricón, ¿cómo que quieres darle a Contreras?
-¡Suficiente,
carajo! –grita colérico el joven, la voz algo alterada por toda
aquella tocadera. Esos dedos cepillándole ahí se habían sentido
distinto a la ocasional broma de sobar el culo del que pasaba
distraído, algo que él mismo había hecho. Esto parecía diferente.
Y le estremeció porque se vio claramente, otra vez en aquel espejo,
metiéndose dos dedos por el culo, el cual los apretaba y aceptaba,
abriéndose para ellos. Claro que los de Linares parecían más
largos y gruesos…
-¿Ocurre
algo? –la voz femenina les sobresalta, y mientras Jacinto se
vuelve, dándole el culo al gabinete, cubriéndolo, los otros dos
guardaespaldas parecen despertar y entender lo que hacían, sus caras
azoradas lo indican.- ¿No estaban tocándole el culo a Contreras, o
si? –hay burla.
-No,
señorita. –le responde Bravo a la “niña” de la casa, la cual
parece trasnochada, desarreglada y algo pálida, tal vez por el
cabello teñido de verde o la cara tan cubierta de polvos. O porque
realmente estuviera trasnochada. La acompaña el novio de turno, un
joven gorila que había sido guardaespaldas de una amiga, que la
chuleaba y la vivía de lo lindo.
-Me
pareció. –todavía se burla.- Bueno, necesito que nos lleven a
Naiguatá. –anuncia, frunciendo el ceño al mirar a Jacinto.-
Aunque entendería, todos esos ejercicios están resultándote. Te
ves lindo. –le sonríe, hasta que el novio le clava los dedos en el
delgado brazo y casi la arrastra a una de las camionetas.- ¡Hey!
-Hora
de irnos. –le gruñe, mientras mira feo al joven fortachón.
Este,
todavía en estado de shock, procesa todo mientras los dos
compañeros, acomodando sus trajes, suben con la pareja. La señorita
Fabiola nunca le miraba o hablaba, sus gustos eran extraños, drogas,
hombres violentos, aros por todo el cuerpo. Mantener sujetos. A
Jacinto eso no le molestaría, pero la damita parecía no encontrar
nada atractivo en él. Hasta ahora. Eso le gusta, pero deja de
sonreír al recordar el manoseo a su culo. Recordar las palabras de
los dos socios, le divertía… y halagaba de cierta manera oscura en
su vanidad, pero lo otro… No quiere pensar más en ello. Sin
embargo, quitándose el saco, para terminar de aspirar el auto dejado
por Linares, siente como la bonita camisa color lila se tensa sobre
sus hombros y antebrazos, llena. Eso le encanta, la sensación de su
cuerpo fornido. Y estando allí, revisando su moto, le pareció que
todas las chicas de la quinta pasaban a saludarlo, a mirarle el
trasero y el torso, y reír. Eso le gustó mucho. Tal vez invitara a
alguna a…
Tan
sólo tuvo que dejar la quinta una vez, la señora se reunía con sus
amigas para “conversar”, es decir, jugar cartas y beber caña
hasta quedar medio inconsciente como a las diez de la noche, por lo
que dispone de tiempo libre una vez la dejan, a las tres.
Arreglándoselas con el Indio, el compañero que le toca, un retaco
pero ancho y fuerte sujeto casi cuarentón, le deja de guardia en el
carro mientras se llega a su gimnasio. Siente unas energías intensas
y necesita quemarlas ahora que el hombro no le molestaba. Entra y es
seguido por muchas miradas de chicas, también de uno que otro tío;
después de todo era guapo, y quienes no sentían interés en él por
eso, lo hacían por su cuerpo, especialmente ahora. Se cambia en los
solitarios vestuarios, le cuesta subir el pantalón de látex,
blanco, bueno para transpirar alguna grasita por allí depositada.
Salta y lucha un poco, halándolo, la tela abrazándole con fuerza,
destacando sus muslos musculosos, su pelvis y su trasero de una
manera nueva, casi sensual. De pasada se mira al espejo, su trasero
se veía redondo, alzado, altanero. No puede evitar una sonrisa.
-Bonito
culo. Provoca morderlo. –la masculina voz amanerada le sobresalta,
haciéndole volverse con rapidez, enrojeciendo al mismo tiempo,
encontrando a un catire delgado, bajito, de ademanes increíblemente
afectados, que toma agua de un chupón de manera extraña mientras le
mira.- ¿Se vale tocar?
Por
un segundo la mente de Jacinto queda en blanco, ¿pero qué coño le
pasaba a todo el mundo ese día? Su pecho sube y baja agitado, de
incomodidad y algo de ira. Rápidamente toma su camiseta de látex,
maldiciendo en todo momento las oscuras miradas que el chico
amanerado le lanza detallando cada centímetro de su cuerpo, el
expuesto y el cubierto.
-¡No,
no puedes tocar! –casi ladra, dando un paso atrás, algo
desacostumbrado. En un día cualquiera le diría cuatro cosas bien
desagradables después de mandarle a lavarse ese culo, pero no quiere
pensar en culos en esos momentos.
-¡Oh!
–el joven parece genuinamente abatido.- Dios, te veo y quiero…
-Basta,
¿okay?, no quiero escuchar nada. –estalla al fin su genio vivo. Le
agrada saber que gusta, le producía cierto placer el que otros
carajos se compararan, y perdieran, con su físico, pero esto era
demasiado.- Sólo déjame en paz, ¿si? –entra con dificultad
dentro de la camiseta, la cual se ajusta como un guante a su
llamativa anatomía. Era insólito que ese marica pensara que podía
interesarse en… en esas vainas.
Va
a pasar a su lado para poner distancia, bastante, pero todavía le ve
llevarse el chupón de la botella de agua a los labios, succionando
desagradablemente (o eso le parece). Y le sigue.
-No
te molestes, por favor. ¿Sabes?, me gusta chupar culos. –dice con
morbo.- Mi lengua provoca sensaciones que… -comienza a enumerar
virtudes pero se detiene y congela cuando el fornido joven se vuelve
con la boca abierta, los cachetes rojos, la ira brillando en sus
pupilas y las manos en puños.
-¡Déjame
en paz! –por un instante quiso gritar, empujarle, pero lo deja así.
No quiere atraer las miradas, no hacía él junto al amanerado chico.
Alejándose
cruza el salón hacia las máquinas, consciente de las miradas que
recibe, especialmente sus nalgas y espalda. Lo nota, la del chico,
como dardos en sus glúteos, y las de otros. Y siente un ligero
estremecimiento de inquietud, caminaba con cierto tumbado que…
Dios, ¿estaría meciendo el culo bajo la ajustada tela blanca al
caminar? Llega a una de las bicicletas fijas, se monta, acomoda sus
audífonos y comienza a pedalear “en subida”. Es fácil, se
dosifica, bota aire, aspira y resuella. Se siente bien, el esfuerzo
físico le aleja de otros pensamientos. Su corazón comienza a
bombear, la sangre a correr caliente por sus venas, transpira. Su
trasero se amolda a la silla, pero… Subir y bajar, forzarse por
mover los pedales, provoca que frote como más de la cuenta su culo
contra el asiento, siendo muy consciente de ello, de una manera
incómoda. La piel se le eriza, la siente sensible, el sudor le
hormiguea de manera grata al correr sobre ella.
-Bonito…
estilo. –el chico amanerado dice de pronto a su lado,
sorprendiéndole al no verle llegar.
-Amigo…
-jadea por el esfuerzo, pero inquieto por otras cosas.
-Sólo
miro. –se defiende con una mueca de súplica, llevando el chupón
de la botella a los delgados labios, cubriéndolo y succionando del
mismo.
Molesto,
aunque curiosamente halagado, va a gruñirle que se vaya para el
carajo, pero ocurre algo inesperado, lo siente. De alguna manera sus
nalgas parecen separarse un poco y queda con la raja directamente
sobre el asiento, sintiéndolo, firme y duro contra su cuerpo a pesar
de las ropas. Por un segundo no sabe qué es esa oleada cálida de
sensualidad que le envuelve y marea, que le obliga a tensar los dedos
de los pies dentro de los zapatos y a continuar su pedaleo. No puede
detenerse. Va y viene… y su culo se frota completamente contra la
barra.
El
frote contra la entrada de su culo es obsesionante. Cada caída o
roce despierta ecos en sus entrañas. Sube un poco y baja, y cada
desplome era eléctrico. Se eriza, su piel arde. Cada frote o golpe
contra el asiento, sobre la entrada de su agujero, envía vibraciones
extrañas, intensas y que parecen intensificarse. Aumentan, aumentan
y le excita, era como cuando aquella vainita parecida a un dedal se
le fue por el culo, subiendo, quemando, latiendo, pegándosele de la
próstata. Ahora era igual, pedalea, subiendo, y al bajar le parecía
que un largo, flexible e invisible dedo le llegaba a la próstata,
acariciándole, rozándole, estimulándosela. Traga y jadea
consciente de su enorme erección contra la elástica y reveladora
tela, una que el chico amanerado mira con ojos brillantes y
sorprendidos. Quiere detenerse pero…
Sube
y baja, arriba y abajo, perfectamente consciente ahora de lo que
hace. No pedalear como ejercicio sino para experimentar aquello, esos
golpes, esas vibraciones, ese sentir ese algo que frota y excita su
próstata. Va y viene, y tiene que halar la franela que, aunque muy
ajustada, era algo larga, intentando esconder la carpa de su verga
erecta, pulsante, caliente, sintiéndola sabrosa contra su muslo
derecho, frotándole al ir y venir pedaleando. Quiere detenerse, lo
juraría por Dios, pero no puede. Cierra los ojos, y sigue. Suda,
exhala bocanadas de calor, y quién sabe qué más.
Lo
próximo que sabe, sin que abra los ojos, es que una mano delgada cae
sobre su pelvis, tanteándole la erecta verga, allí en el gimnasio,
y aprieta y aprieta de una manera que…
-Ahhh…
-se le escapa un jadeo agónico, todo girando a su alrededor.
Fuera
lo que fuera que le provocaba todos esos estallidos de lujuria cuando
su abierto trasero caía en el acanalado asiento de la bicicleta
fija, al golpearle la entrada del culo (ese que notó como más
protuberante esa misma mañana), se le sumaba la presión de aquella
delgada mano sobre sus ropas, apretándole el tolete… en medio de
gente no muy apartada, en el gimnasio.
Sabe
que debería apartar a ese marica, no dejar que le tocara, no así,
pero…
-¡Oh,
Dios! –casi grita, sin abrir los ojos. Lo siente, ese tipo le alza
un poco la camiseta, aparta el borde del pantalón de látex, y el
bóxer, y mete la mano delgada, atrapándole en vivo y en directo el
erecto, pulsante y caliente güevo. ¡En medio de aquella sala!
El
joven y amanerado catire tampoco entiende lo que ocurre, o cómo
puede atreverse a tanto, pero ese hermoso hombre joven, fornido y
fuerte le había excitado con tan sólo verlo, haciéndole soñar con
enterrar la cara entre sus nalgas, esas nalgas redondas y magníficas.
Y ahora estaba allí, excitado, transpirado, jadeando, intentando
controlarse para no gemir de manera sexual en medio del local. Por
eso, mirando en todas direcciones, rojo de cara, casi frenético,
despejó las ropas y le metió la mano, el güevo del muchacho estaba
duro, pulsante. Si nada más al tocarlo sobre el pantalón supo que
no podía dejar pasar la oportunidad, ahora teniéndolo quemándole
contra la palma y los dedos entendía que no podría soltarlo ni
aunque la vida le fuera en ello.
Sudando
copiosamente, boca muy abierta y jadeante, la cabeza algo echada
hacia atrás, Jacinto continúa pedaleando mientras es manoseado por
aquel muchacho raro. La bicicleta, más específicamente su asiento,
le marea. La frenética mano del joven le había enderezado el tolete
y le masturbaba arriba y abajo, mientras él seguía “ejercitando”.
No podía detenerle, no encontraba fuerzas para pararse a sí mismo.
Una
idea, una imagen aterradora llena su mente, casi obligándole a abrir
los ojos con alarma, temeroso de que otros la perciban, lo juzguen y
lo condenen por ella. Pero allí está el joven, masturbándole,
teniéndole el güevo bien agarrado, apretándolo al ir y venir al
pedalear, mojándole con sus líquidos los dedos. Nota como este
tensa el cuerpo, colocado de tal manera que cubre buena parte de la
vista de lo que allí ocurre a quienes pasan hablando no muy lejos.
Eso le impone el silencio, pero le cuesta, porque esa maldita imagen…
Tiembla
al evocarla, porque si, mientras más intenta alejarla con más
fuerza le ataca, llenando su cerebro poderosamente. Pedalea, y
mientras lo hace su culo sube y baja sobre aquel asiento, frotándose,
rozándose, estimulándose. Pero lo que imagina es que de alguna
manera su pantalón de látex, y su bóxer, se rompen en la raja
entre sus nalgas, por el roce de las telas contra el sintético
material del equipo, y que la punta del acanalado asiento, con su
forma de banana, pega, empuja y abre su esfínter, enterrándose un
buen pedazo en su culo. Sin dolor ni problemas, tan sólo haciéndole
arder de ganas. Se muerde con fuerza los labios porque esa idea le
hace temblar todo, caliente como nunca en su vida. Se imagina, o se
sueña, o no sabe qué es, pero puede verse subiendo y bajando,
siempre pedaleando, sobre el maldito asiento, su punta, bien metida
en su esfínter, abriéndole, separándole los hinchados labios que
viera esa misma mañana. Iba y venía sobre esa punta, que entraba y
salía cogiéndole como un inanimado amante bien dotado.
-Oh,
Dios. –casi grita, rojo de cara, congestionado, oyendo a lo lejos
el siseo del chico que le masturba, para que no llame la atención.
Puede
verse, pedaleando y pedaleando, sin el chico masturbándole, su culo
abriéndose y cerrándose sobre la punta del asiento; llevándolo de
adelante atrás, cada vez más atrás, forzando su entrada con ese
asiento que se ensanchaba al alejarse de la punta. Piensa, imagina o
sueña que se lo mete, que puede con eso, que sube y baja sobre eso,
llenándole, frotándole y estimulándole, pegándole de la próstata.
Ya no puede contenerse y casi grita, pero una mano delgada cubre su
boca. Los ojos, turbios, enfocan al muchacho, al caer, sintiendo el
puño sobre su güevo que sigue haciéndole la paja. Tenía un hueco
en sus ropas, ¿verdad? El asiento lo tenía clavado, era consciente,
podía experimentarlo al apretar y soltar sus entrañas, ¿no es así?
-Huffff…
-ruge contra esa mano, siendo lanzando a la gloria, corriéndose en
medio del gimnasio. Es un orgasmo poderoso, intenso, que casi le hace
levantarse aunque sabe que no tendría fuerzas para sostenerse. Se
corre copiosamente, lo siente, bañando sus ropas de ejercicios, con
lo incómodo y molesto que era, pero sin que le importara, no en ese
momento de intensa magia.
Pero
ahora, al terminar, jadeando contra esa mano, bañado en sudor,
pareciéndole que todo olía a semen a varios metros a su alrededor,
le llega el ratón moral. Aparta la mano del chico. Este le sonríe.
-Amigo,
estás loco de verdad.
-Yo…
yo no…
-¡Vamos
a las regaderas! –le pide vehemente.- Sé cosas que… -promete con
lujuria, caliente por la escena vivida.
Y,
horrorizado, Jacinto le ve mostrar la mano llena de blanca y espesa
esperma, una que lleva a sus labios delgados, y lame, allí, en pleno
gimnasio.
-Por
Dios, ¡deja de hacer eso! –grazna con cara de angustia y asco
cuando le ve hundir la lengua en la gelatinosa y olorosa mancha.-
¡Eres un cerdo!
-Es
rico. Si vamos a…
-¡Vete
a la mierda! –comienza a gritar pero mirando aterrorizado en todas
direcciones, se controla, cubriéndose con la camiseta, que no tapa
un carajo, y arrancándole la toalla que el otro lleva a un hombro se
medio tapa y escapa… No sin antes, después de bajar del maldito
asiento de la bicicleta, de llevarse una mano al trasero y asegurarse
de que no tiene ningún hueco en las ropas. Nada. Perfecto. Y escapa
a la carrera.
-Pero…
pero… -oye al otro, pero eso no le detendría nunca.
Mientras
cruza el salón, bañado en transpiración, recibiendo las usuales
miradas dado su hermoso y trabajado cuerpo, a Jacinto le parece que
todos saben lo que acaba de ocurrir. Y aquello le preocupaba más que
el por qué había ocurrido o cómo lo permitió. No era un chico muy
profundo la verdad sea dicha. Le es difícil cubrirse, su miembro
todavía abulta demasiado contra aquellas prendas. ¡Y el olor, Dios!
En
los solitarios vestuarios va a un lavamanos y refriega su cara, y
después de asegurarse de que nadie le mira, se medio lava las bolas.
No, no iba tomar una cucha, no allí, con ese mariconcito dando
vueltas. Por primera vez en su vida se siente inseguro. Llamaría al
Indio y… Cierra los ojos, respirando agitadamente. ¿Qué había
hecho? ¿Cómo dejó…? Los abre y se mira al espejo, el cabello
húmedo pegado a su cráneo, un mechón en su frente. No, la cuestión
era, ¿qué le pasó? El recuerdo sobre aquella bicicleta…
Rato
más tarde, eludiendo cuidadosamente al catire que saboreó su
esperma (algo que, de por sí, debía hacerlos como conocidos al
menos), sale del gimnasio. Llama al Indio y le dice que está
enfermo. A este le irrita, lo saben cuentero y flojo, pero ante la
duda de un malestar real le deja ir. Pero no va Jacinto a su
apartamento a practicar el autoanálisis, a una introspección
esclarecedora. No, llama a una de sus amigas, sonriente su voz
melosa, y casi la obliga a invitarle a su casa. Pasará sus
exasperados ratos intentando una charla cuando únicamente quería
pasar a la cama y quemar las ganas. También… probarse. Cuando esta
entiende, finalmente, que lo que busca es un polvo, le deja entrar a
su cama, aunque un tanto molesta. A la larga, habría sido mejor si
le hubiera mandado al coño… Jacinto, abrumado y avergonzado,
escapa poco después.
-Tranquilo,
dicen que eso les pasa a muchos hombres al menos una vez. –todavía
le consuela ella, en la puerta de su casa.- Bueno, nunca conmigo,
pero imagino que estás muy presionado y…
Con
el rugir de la moto ahoga cualquier otra nota y se aleja. Furioso…
y asustado.
Así
de alterado regresa a su edificio, encontrando el ascensor dañado,
otra vez (si estuviera al día con el condominio se habría molestado
todavía más); sube a paso rápido por las escaleras cargando con su
bolsa de gimnasio. Va distraído, una pesada pisada le sobresalta,
vuelve la mirada y encuentra que tras él viene subiendo otro vecino,
un tipo de mala cara que jamás hablaba con nadie, quien en ese
momento le sonríe… Y que le tenía la mirada clavada en el culo,
donde algo de la tela del jeans, que lleva desde el gimnasio, se mete
entre sus nalgas. Eso le azora, igual el guiño que el otro le lanza.
-Vecino.
–este se detiene en su piso y desaparece.
¡Jo-der!,
piensa y sigue su rumbo. Entra al apartamento arrojando la bolsa, y
por la fuerza de la costumbre se despoja de la franela algo ancha, el
jeans, los zapatos y medias, quedándose en bóxer, otro, no el
manchado de esperma, aunque ese también apestaba por no haberse
bañado. Va a la nevera, su rostro nublado de preocupación. Bebe
directamente del cartón de jugo, y se encamina hacia la laptop. Se
deja caer en la silla con abandono.
-Ahhh…
-se le escapa con sorpresa. Ha hecho eso un millón de veces, ese
año, sin esos resultados. Al caer sobre el asiento su culo pareció
enviar una oleada a todas sus entrañas. No era desagradable, pero sí
inquietante.
Resistiendo
el impulso de refregar el trasero del mueble, intenta encontrar la
página de Fuckuyama. Nada. Busca sobre problemas de supositorios y
próstata y entra, invariablemente, en páginas de sexo gay.
Frustrado se dice que tendrá que hablar con alguien. La cara le arde
de vergüenza, ¿buscar un médico? El marido de su hermana, el
urólogo… ¡Dios! La llama y se auto invita a cenar. Metiéndose en
el baño, el agua templada recorriendo su atractivo cuerpo, piensa en
cómo plantear el asunto del supositorio, lo sentido y lo ocurrido en
el gimnasio… ocultando muchos de los datos. Intenta buscar un giro
que le favorezca, que no le deje quedar tan mal pero que el problema
sea evidente. No iba a contarle un poco de vainas al coñe’e madre
ese para no recibir respuesta acertada.
Cavilando,
la mano llena de espuma y gel, la mete entre sus nalgas, frotándose
vigorosamente la peluda raja del culo como hace siempre. No es
consciente, no cabalmente, del temblor de su capullo, la manera que
pulsa y titila.
Parece
abrírsele como una boquita y el dedo, todo él, se hunde con suma
facilidad…
CONTINÚA...
Hola Julio es primera vez que comento, este relato esta muy interesante, percibo que pasaran cosas grandes....
ResponderBorrarBienvenido, Rodrigo, si, esta historia tiene sus seguidores. La de cosas que le pasan al pobre Jacinto...
ResponderBorrarQue cosas le pasan?
BorrarNo debería adelantarte nada para que sea sorpresa, pero la verdad es que la historia podría resumirse como Blancanieves y sus siete enanos.
BorrarHola, amigo. Te he enviado un correo. Tiene que ver con este capítulo.
ResponderBorrarHola, ¿cómo estás? Ya pasé, me hizo gracia la inquietud, jejeje
BorrarHola, amigo, estoy bien y ya te respondí con otro nuevo correo. Je, je
BorrarEste comentario ha sido eliminado por el autor.
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