domingo, 3 de noviembre de 2019

RIO GRANDE... 10

RIO GRANDE                        RIO GRANDE... 9
   Acecho...
......

   El cuerpo se mecía suavemente por la brisa, como lo que era, un fardo sin vida. O eso quería creer, erizado de pies a cabeza, todo el cuerpo temblándole de horror ante el espectáculo que le tocara contemplar. Un horror que casi competía con el que se dibujaba en las desfiguradas facciones de aquel hombre colgado. Muerto. Estaba muerto y...
 
   -¡Cuidado! -ruge este alzando repentinamente un tanto el rostro lívido, enfocándole con unos ojos nublados, ciegos, haciéndole pegar un bote de miedo.- Ahora irá por ti. Necesita matarte para que todo continúe. -esa figura enfoca los ojos más allá de él, escrutando el camino a sus espaldas de manera ardiente, atormentado.- Me mató por un trono que nada vale, que es de mierda, que es sangre. Nuestro trono es ilusión, muchacho. Y por esa vana ilusión moriremos todos en pecado mortal, más allá de toda salvación. -jadea costándole hablar, ahogándose cuando una sangre negra brota a borbotones de sus labios azules pálidos.
 
   Entrada ya la mañana, el sol brilla sobre el cristal de una manera inclemente para quien le duela la cabeza o está enratonado por el alcohol, concentrado luz y algo de calor que impacta contra su rostro caído en una posición totalmente extraña e incómoda. O debería resultar extraña si no le ocurriera más frecuentemente de lo que aconsejaría su bienestar, o contara a los amigos que ya no lo encontraban gracioso. Chasqueando la lengua, sintiéndola seca, pastosa y agria, Leandro Ceijas abre los ojos, maldiciéndose por no correr la maldita cortina antes de caer inconsciente en su cama. Jadea congelándose en el acto. Enfriándose y olvidando así los dolores de su cuerpo al haber dormido sentado tras el volante de su camioneta. No, no estaba en su casa y menos en su cama. Y el viejo sueño...

   Pero, ¿qué coño...? Iba rumbo a su casa anoche. Lo sabe, cruzó por el centro del pueblo y... Los recuerdos de la noche anterior quieren regresar a la cabeza del joven agente policial, con la extraña mujer sin ojos en la avenida, la botella de mierda que... Pero es demasiado trabajo. Mucho qué procesar cuando apenas podía respirar, y parpadear ante los rayos del sol. Especialmente ahora cuando su mente está completamente ocupada por un miedo y una rabia casi ancestral. A los lados de la camioneta se alzan los altos matorrales que rodean la angosta carretera de tierra que lleva al apartado y viejo trapiche cerrado más de una década atrás. Con su construcción alta, ancha, de techos en caída, con las chimeneas ennegrecidas. Una edificación que le aterroriza, aunque no tanto como la vieja ceiba que crecía casi en la fachada de la propiedad. Un árbol que nunca han quitado aunque estorbaba antes y resultaba amenazante ahora.

   Aquella propiedad le pertenecía a su familia, proveyéndoles de dinero y prestigio social. Hubo un tiempo cuando los Ceijas eran alguien dentro del pueblo, parte de “las familias de bien”. Eran los dueños del trapiche, los señores del azúcar refinada, la morena, la melaza y el papelón; esos a quienes todos iban a venderles el producto de sus cosechas de caña. Los tiempos cuando se codeaban con los otros. Ahora... Las manos le tiemblan violentamente cuando las alza y las lleva a su rostro, cubriéndose la cara como para no continuar mirando el árbol... El mismo donde encontrara, años atrás, el cadáver de su padre balanceándose al viento.
 
   Ese maldito borracho que les dio tanta mala vida, cruel, el mismo que los apartó de su madre; quien les gritaba cuando lloraban preguntando por ella, tachándoles de mariquitas, cuando no dándoles un tortazo que les dejaba sordos por un rato. Y allí terminó. Colgado, con el rostro descompuesto de... miedo. Era una mueca de espanto la que encontró en sus facciones esa maldita mañana. No una expresión de alivio al tomar una salida, o de dolorosa resignación. Era una mueca fea. Verle le asustó por tantas y tantas razones que nunca se permitía pensar mucho en ello (el hijo que encontró ahorcado a su padre). Ese gesto, saberle muerto, haber sido él quien le hallara cuando le avisaron que llevaba dos días sin aparecer por su casa... Encontrarle así le había hecho llorar. Lloró desde que frenara violentamente esa misma camioneta y saliera a la carrera dejando la puerta abierta, olvidándolo todo, gimiendo un “¡papá!, ¡papá!”, llegando junto a él, llamándole todavía más como si esperara que le escuchara en alguna parte y decidiera responderle, regresando. Sin pensar le rodeó las piernas, alzándole, intentando aflojar la presión sobre el lazo, aunque como joven agente de policía ya sabía que estaba muerto. Lo sabía. Y aún así continuó llamándole, pidiéndole a Dios que le ayudara. Que lo regresara.

   La Ceiba de los Ceijas colgantes. Así le decían en Río Grande, entre risas, como si fuera un detalle gracioso dado las repeticiones. El mismo árbol donde su abuelo se ahorcó, y el hermano de éste, y su tío Benjamín hace años, así como su padre. El último de los ahorcados. Cuatro de ellos... “Hasta ahora”, eso lo agregaba siempre alguien cuando se hablaba de aquel asunto, como si fuera un detalle ameno y pintoresco del pueblo. Y él regresaba. Algo le empujaba a ese lugar. De noche, entre borracheras, sin recordar cómo, volvía y despertaba allí. Lo primero que veía al abrir los ojos era...
 
   -Como no sea el Diablo que te lleva allí, por borracho. -le gruñó una vez el padre Vicente, la única vez que en sus confesiones, habló del asunto. Nunca más lo hizo. Resentido con el cura.
 
   Se iba a su casa, caía en su cama... Abría los ojos y allí estaba. Respira con angustia, abriendo los ojos tras los dedos, el sol filtrándose, la imagen del trapiche también, y la del árbol... Así como un trozo de cuerda, gruesa y oscura, colgando de la rama donde su padre...

   Con un jadeo aparta las manos, ojos dolorosamente abiertos por el martillar dentro de su cabeza y toda la tensión del momento. No, no hay nada. Abrumado lucha por abrir la portezuela, lográndolo a duras pena a tiempo de lanzar un buche caliente y ácido de bilis y ron a medio digerir sobre la tierra. Una mezcla espantosa, pero familiar. Tan sólo un buche mientras tiembla violentamente. Dios, iba para su casa, ¿cómo es qué...?

   El miedo se filtra nuevamente en su mente, en su ánimo, en su corazón, con la vieja certeza: Un día regresaría allí, sacaría un trozo de la cuerda que llevaba en la maleta y también él sería encontrado. Lo haría sin saber cómo, como ocurría en sus paseos nocturnos al lugar. Imagina que no despertará hasta que el aire comience a fallarle y el horror, al entender lo que hizo, pinte una mueca espantosa en su rostro, cuando patalee y se arañe el cuello intentando apartar la soga. Con mórbida fascinación se imagina la cuerda mordiendo su piel, sus manos intentando aflojar el nudo, tomando la cuerda e intentando alzarse, las manos resbalando, cansándoseles y... Quedaría como su padre, que muerto, tenía un rictus crispado de miedo en su semblante. ¿Qué viste cuando te ibas, viejo?

   El crepitar de la radio policial le hace pegar un bote y lanzar un gemido. Se pasa el dorso de la mano por los labios, escuchando la voz de mujer.

   -Ceijas, Ceijas, ¿estás en tu camioneta? Llamé a tu casa y nada. Responde, caramba, es importante.

   -Si, Mabel, aqui estoy. Aunque necesito un tiempo para...

   -No tienes mucho. El jefe quiere vernos a todos. Parece que hay un niño desapareció en el pueblo. Un chico de la primaria. -anuncia la mujer y los hombros del hombre caen.
 
   -Entiendo. ¿Creen que...?
 
   -Aún no se sabe nada. Pero a veces estas cosas, como pueden ser una tontería, un malentendido, una travesura... también pueden ser malas. Ya sabes. -el silencio que sigue es ominoso y el hombre siente que el dolor de cabeza se intensifica todavía más, como si algo se clavara en el centro de su frente, sobre el ojo derecho, taladrándole.
 
   -¿Lo presientes? -pregunta con un nudo en el estómago.
 
   -Si. -es la lacónica respuesta de la mujer.

   Si, ese sería un día de mierda, se dice el hombre de rostro marcado, arrugado, las mejillas algo velludas, avejentado a pesar de la edad, mirando hacia el viejo y retorcido árbol, que con todo, se alzaba hacia el cielo, alto, grueso.
 
   Un día acabaré contigo, desgraciado; te talaré y será el final. Un día...
......
 
   El rústico pero bien mantenido vehículo cruza bordeando el pueblo a la distancia; era posible ver a la derecha del camino de tierra por donde entran, los techos y los pisos de las construcciones más altas, con su carretera de asfalto que lleva hasta allá. Del lado izquierdo pareciera que brillara un gran espejo algo lejano. El chico, con los ojos cerrándoseles, imagina que es un río. Tal vez el que daba nombre a ese lugar. Ignora que es una laguna enorme. Bosteza y agita el rostro intentando alejar ese sopor extraño que le domnina. No ha pegado los ojos desde que saliera de su casa, pero...
 
   La cantimplora cae de sus manos sin fuerzas, y la ve caer en el piso de la camioneta como en cámara lenta. Botándose un poco su contenido.
 
   -Recógela y ciérrala. -oye la fría orden que parece llegarle de muy lejos.
 
   -Lo siento. -farfulla y se inclina, costándole no irse hacia adelante, tomándola y cerrándola. Esa agua...
 
   Eleva la mirada. El hombre que le recogiera en la carretera, el que le ofreciera algo de comer y beber, un lugar donde reposar un momento antes de decidir qué hacer, le observa tras los anteojos oscuros, antes de volver la mirada al frente. Las recias manos sobre el volante. Una leve sonrisa en la comisura de sus labios que...
 
   -Quiero bajar. -jadea erizado, con el corazón latiéndole rápido aunque parece costarle.
 
   -Estamos por llegar.
 
   -¡Quiero bajar! -gime asustado de repente, parpadeando salvajemente, luchando contra el sueño.- ¡Pare de una vez! -ruge al no ser satisfecha su demanda. El hombre le mira nuevamente.
 
   -Pronto llegaremos y me ocuparé de ti.
 
   El frío que siente le eriza aún más, casi alejando el sopor. Pero lucha contra ese creciente sentimiento de miedo.
 
   -No lo entiendo, don, yo... -se yergue en el asiento y toma la manija de la portezuela, con movimientos muy lentos.
 
   -¿Nunca te dijeron que no subieras a los carros de los extraños? Hay una razón para esa advertencia. -le mira sonriendo. Burlándose.
 
   ¡A la mierda!, piensa el chico e intenta abrirla, pero una mano de dedos extendidos cae sobre su nuca, atrapando su cabello en el puño, halándole. Grita. El dolor le despeja la mente.
 
   -¡Suélteme, ¿qué hace, don? -ruge y le atrapa la muñeca luchando contra el agarre.
 
   -Eres un luchador, ¿eh? Eso me gusta. -dice con una sonrisa y con un tono oscuro de gozo.- Así será más divertido. -le oye más que verle, pero siente la sonrisa en esas palabras ominosas.- Nos vamos a divertir tanto, muchacho, tú y yo, que apenas puedo esperar a llegar. Verás mi lugar. Mi lugar especial. Las cositas que tengo allí. Para ti y para mí. Sólo aguarda y verás.
 
   Esa mano le suelta pero regresa como un puño cerrado que impacta contra su mandibula, del lado izquierdo. El estallido de dolor, amortiguado por el sedante, todavía es suficiente para que grite y salga disparado hacia la derecha, impactando el cristal de la ventanilla, fuerte. Mareándose más.
 
   La camioneta se interna en un serpenteante camino más estrecho, más solitario, que sube una leve cuesta entre cujíes, acacias y olivos, cruzando a la izquierda y entrando en una propiedad sobria, de apariencia espartana. Hay una casa de dos pisos, estrecha, alta, pintada de gris y techo de tejas verdes en caída. Más atrás se veía una edificación estrecha pero larga, baja, tipo corral para gallinas y cochinos; de una parte techada y más alta surgen algunos relinchos. También llegan los amortiguados gruñidos y ladridos de perros lejanos que no se dejan ver.
 
   En todo eso repara el chico, mareado, cuando con un traqueteo y frenazo el vehículo se detiene frente a la vivienda principal. Se tensa, gime y contiene la respiración cuando ese tipo se vuelve hacia él, arropándole con su cuerpo, que exhala un calor extraño, enfermizo (le parece asustado como está desde hace rato), que huele fuerte, como a caballos y madera talada. Este abre la portezuela y le empuja, arrojándole. Grita de sorpresa cuando cae. Con los sentidos embotados no llega a tender las manos e impacta de lado sobre el suelo reseco donde una grama magra no amortigua un carajo. Mareado, desconcertado (¿toda esa mierda estaba pasándole realmente?), mira en todas direcciones. Fuera de la vivienda que ve por debajo de la camioneta, el camino por el cual llegaron, no hay nada más. Sólo ese lugar, rodeado de altos árboles que casi parecían cubrir la propiedad. En cuanto a ese sujeto... Oye la portezuela del otro lado de la camioneta abriéndose. ¡Estaba saliendo! ¡Iba por él! Lucha por ponerse de pie, quedando de rodillas, agarrándose de la portezuela abierta. Oye como se cierra la otra y quiere correr, alejarse a toda mecha. Temblando, luchando contra el mareo logra ponerse de pie y dar un paso.
 
   -¡Ahhh! -chilla y se lleva las manos a la nuca cuando nuevamente un puño se cierra sobre su cabello, halándole salvajemente hacia atrás.
 
   -¿A dónde vas, bebé? Vamos a tu nueva casa. Con papi. Tengo todo un cuarto para que juguemos. Espero que te guste, estarás en él mucho, mucho tiempo.
 
   Nota el tono burlón y siente rabia, se debate y lucha, porque siente un verdadero horror hacia ese sujeto. Grita que no, que lo suelte, pero este sigue halándole por el cabello. En un momento dado se vuelve y recibe otro puñetazo en la mandíbula. Menos fuerte, pero en su estado se le doblan las rodillas y cae de espaldas cuan largo es, cuando el sujeto le suelta. El cielo se ve inmenso, tan claro, tan azul y puro que casi lastima la retina.
 
   -¿Qué...? -brama cuando una mano se cierra alrededor de su tobillo izquierdo y hala de él. Con facilidad, lastimandole un tanto sobre el reseco suelo al rodarle como a un saco.
 
   Intenta frenarse, lanzarle una patada, pero el sedante y los golpes le tienen mal, apenas puede coordinar sus movimientos. Pero se tensa. Más allá de la casa, más allá de los gallineros y pocilga hay otro edificio, más alejado. Viejo. Alto, estrecho, brillante al parecer de latón. Podría tomarse por un depósito para guardar granos, o herramientas. Pero las ventanas cerradas, metálicas, como la puerta, con un enorme candado, le daban un aire siniestro. Parecía una... prisión. ¿Su lugar especial?
 
   Nuevamente lucha por escapar, se debate y gira en esa mano quedando de panza sobre la tierra. La franela se le sube mientras es inexorablemente arrastrado hacia el edificio. Intenta atrapar algo de lo cual asirse. Nada. Lentamente, y sabe que disfrutándolo, haciéndolo así para angustiarle más, ese sujeto le lleva hacia ese lugar.
 
   -¡Ayúdenme! ¡Auxilio! -grita finalmente.
 
   -Si, eso es, bebé, lucha. -le oye reír bajito, sonido que se confunde con el ladrar histérico de perros que no puede ver.- Así será más divertido.
 
   No quiere complacerle, pero cierra los ojos, rojo de cara, y grita y grita pidiendo ayuda, clavando los dedos en la tierra intentado detenerse. No nota que se orina encima. De miedo y desesperación.
 
   Lo que le valdría la primera tunda a manos de ese sujeto... Notando lo erecto que estaba bajo sus ropas al hacerlo. Disfrutando de su miedo.
......
 
   El hombre boquea sin emitir sonidos (¿realmente dijo lo que cree que escuchó?), los ojos van abriéndoseles en la misma medida que una vena va llenándose alarmantemente en su sien derecha, tomando la forma de un relámpago, mientras su mujer, a su lado, parece una estatua de cera por el shock.

   -¿De qué carajo estás hablando? -ruge por fin,alzando la voz porque tiene que hacerlo, y le parece que el cristal de la ventana a sus espaldas retumba.

   -Cariño... -jadea Elsa Torcatt de Lezama, y el hombre reconoce el tono, es la voz llamando a la razón, a la mesura, a pensar antes de embestir con los dos cuernos a la vez, pero...

   -¿Acaso te volviste loca? ¿O estás drogada? Es eso, ¿verdad? Porque tienes que estar intoxicada para decirnos algo como eso. ¿A eso te dedicas ahora en esa camioneta acompañada de esos chicos? -brama Elías Lezama mirando a su única hija.

   Mayra, pensando en lo muy poco que pareció durarles a sus padres la alegría por su regreso, alza obstinadamente la fina barbilla, cruzando los brazos sobre su cuerpo, destacando un busto que el hombre no quiere ni mirar (y que le angustia como padre), decidida a enfrentarles. Elsa, al lado de su marido, si conoce esa postura.

   -No estoy loca ni drogada, papá. Dejé la universidad. No me gusta la Medicina. Lo intenté pero eso era horrible. Ver sangre me enferma y vomito viendo a otros hacerlo, y la idea de ayudarlos o limpiarles las barbillas en tales momento casi hace que me desmaye. Odio verme entre gente enferma. -habla con claridad, ligeramente agresiva.- Quiero ser actriz, eso es lo que me gusta. Actriz de teatro. Y esos chicos son mis compañeros y socios. Si vine fue... a buscar la herencia que me dejó el abuelo. Tengo la edad y quiero gastarla. -repite, remarcando las frases, toda pancha.
 
CONTINÚA...

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