miércoles, 6 de marzo de 2019

RIO GRANDE


   Bienvenidos al pueblo…
...

   Dijo una vez Albert Einstein, el gran hombre de ciencias, que el mal era la ausencia de Dios en los corazones de los hombres. Los mismos que conciente o inconcientemente, sin ninguna otra intención, le daban la espalda a algo más inmenso y profundo que la simple noción del bien, para luego reclamar a ese algo en las alturas, horrorizados en un momento dado, por lo que ven en el interior de un horno de cremación en un campo de prisioneros, en un salón lleno de niños quemados con agentes químicos o gente literalmente agonizando sentadas en el suelo, cubiertas de moscas, esperando por un alimento que nunca alcanza y nunca llega regularmente. Cuando estos u otros temores, esos que personalmente erizan su piel, golpean a la puerta, amenazando con derribarlas a la caída de las sombras, cuando más solo y vulnerable se siente, entonces y sólo entonces levanta el rostro y reclama o pide. ¿Por qué dejaste que nos pasara esto?, ¿por qué no nos detuviste? ¿A dónde fuiste cuando decidimos que trazaríamos nuestro destino?

   El destino. ¿Pero era este, en efecto, el destino que nos trazamos? ¿Sólo estamos nosotros? ¿Era nuestro mundo, nuestro planeta, el escenario donde plantamos pies y edificamos nuestra casa? Cuando nos advertían de las sombras, ¿acaso intentaban decirnos que esta tierra era y es centro de mil fuerzas cuyos orígenes y naturalezas están más allá del entendimiento de los hombres, de su mirada... más allá de su realidad o de las estrellas? ¿Y si la humanidad misma tan sólo fuera objeto de estudio, pequeños entes vivos con los cuales experimentar? Objetos de viles, sádicos y terribles juegos de voluntades implacables que susurran en el viento, en la noche, en la soledad, encontrando siempre a quienes los escuchen, y antes sus ojos abren una realidad nueva, plagado de horrores, de maldades, de excesos y crueldad que dan sentido a algo que faltaba en sus corazones y mentes. Un vacío que no podían explicar. La ausencia de algo que se perdió hace mucho tiempo. Que cuando estas otras cosas la llenaban comenzaban las pesadillas fabricadas por seres humanos contra otros seres humanos. Una y otra vez. Reconocible por momentos, olvidado pronto porque tales sucesos simplemente no pueden ocurrir, o no deberían. Aunque acontecen.

   El juego comenzaba una y otra vez, en un tiempo no esperado, en un lugar insospechado... o uno con tradición para ello. Donde la macabra danza de dejarse llenar, colmar por deseos inconfesables, era ritualmente regular. Un lugar como Río Grande.

   Los llanos orientales de Venezuela, cercanos a la costa, mostraban una tonalidad amarillenta cubriéndolo todo, causado por el sol, claro como en todas partes, pero más intenso allí, que hacía pensar en viajes a la playa a los habitantes de puntos como Caracas, Barquisimeto o La Victoria, si debían cruzar sus estancias; aunque la ilusión quedará destruida por cada hora tras un volante intentando llegar por una larga y estrecha carretera asfaltada del punto A al B, pareciendole que, parafraseando la canción, el cielo se unía con la tierra en un punto imposible de visualizar, dándole la desagradable impresión de que el viaje puede durar para siempre y que no podrá evitar “extraviarse”. Mórbido, si, pero no pocos conductores, obligados a hacer el viaje en solitario terminaban pensándolo. O temiéndolo. Era increíblemente fácil perderse ante la monótona visión, kilómetros y kilómetros de tierras áridas, arenosas, resecas, planas, con poca vegetación. Esta casi siempre mustia y de colores apagados, pedrosos, bajo un cielo azul que hería la retina casi tanto como el blanco amarillento fulgor del astro rey. Que debía estar justamente sobre el vehículo, más cerca que nunca del planeta. El conocido espejismo del asfalto mojado más adelante, llegaba a un punto cuando ya no divertía y era ignorado. No eran pocos los que, parpadeando de pronto, frente a una taza de café en un puesto del camino, se preguntarán cómo llegaron hasta allí, se detuvieron y ordenaron algo sin poder recordarlo ahora. Lo que tal vez explicaba que en vías tan solitarias, tan rectas, ocurrieran accidentes graves, incluyendo atropellados. Y no sólo las errabundas gallinas o algun perro flaco, por no hablar de las gimientes perezas.

   No era distinta de esas carreteras la que corría paralela a la nueva autopista que llevaba a Maturín, en el estado Monagas y a Cariaco, en Sucre, más arriba, desde Boca de Uchire, en Anzoátegui. Esta es, para no desentonar, estrecha, solitaria y se encontraba en notable buen estado, causando admiración en un momento dado, luego ensoñación, y sí se seguía el tiempo suficiente, una sensación extraña de extravío, de soledad completa. No faltaba el amante del cine de suspenso que recordara alguna historia olvidada en una carretera australiana parecida a aquella, en medio de ninguna parte aparente, donde la gente sufría un percance, quedaba varado, se acercaba una vieja camioneta de la que salía un tío de rostro curtido, rojo, y nunca más se sabía de ellos. Claro, el hombre que se extraviara por allí, acompañado de la esposa, no tendría tiempo sino para escuchar los reclamos y amonestaciones, añorando en ese momento un instante de paz. Y tal vez a ese asesino misterioso de la carretera.

   Como fuera, había algo que distinguía esa carretera secundaria, no su pedregoso arenal donde una que otra iguana se arrastraba de manera cansina, era un cruce que cortaba el camino recto que llevaba a las poblaciones de Aramina y Las Luisas, más adelante. Un cruce que, por alguna extraña razón óptica (otros le atribuían una causa más siniestra, o benévola, según a quién se le preguntara), era difícil de distinguir hasta unos metros antes. En un momento dado parecía no estar, luego, de repente, aparecía a la izquierda de la estrecha carretera, obligando un cruce de neumáticos algo apresurado si no se era un viajero habitual. Y, aún más extraño, no era infrecuente que el viajero accidental, al reparar en el cruce y seguirlo chirriando cauchos, de pronto se encontrara en camino de colisión con una gandola de combustible de la Petrolera Estatal, procedente de la refinería cercana a Maturín. Estas, como el camino mismo, parecían no estar un segundo antes y materializarse luego en un parpadeo, causando muchos problemas. A veces fatales. Y, aún así, a nadie parecía ocurrirsele señalizar el punto de manera más efectiva que colocar un cartelito que con el sol era brillante y en la noche una sombra alzada al cielo.

   Pero, si se sobrevivía al cruce, y en algunos casos el asunto era serio, el viajero ocasional se maravillaba por dos hileras de acacias que se levantaban a los lados de una carreterita todavía más estrecha. Salidos sabía Dios de donde. Árboles nudosos, de troncos deformes que, curiosamente, lanzaban sus ramas unas contra las otras, a los lados y al frente, entretegiéndose, ocultando momentáneamente la vista al cielo. Y no era una ilusión, quien se acercara sudando a mares por el calor, deslumbrado por el sol, de día, de pronto caía en un algo oscuro pasadizo donde la temperatura hasta descendía. Era el llamado Túnel Vegetal. Y mientras lo recorrían, unos doscientos cincuenta o trescientos metros que parecían más, todos aminoraban la marcha subyugados por el espectáculo. El viajero inocente, como lo era todo aquel que pensaba que en algún punto las autoridades locales funcionaban y se ocupaban de sus obligaciones, elogiaba a las de allí por el buen mantenimiento del mismo, por los árboles podados, bien conservados a pesar de la aridez de las tierras cercanas y el verano que secaba hasta las ilusiones en la gente. Para quienes sabían más, el túnel sólo era otro elemento del ambiente, uno en el cual no reparaban, ni en su buen estado. Sabían que no mediaba ningún esfuerzo humano en su conservación. Se veía así porque... quería. El Tunel. O el pueblo.

   Al salir del mismo, el visitante se extrañaba y maravillaba nuevamente. Durante kilómetros ha visto como se seca el llano en esos meses, llegándose al espectáculo de los incendios, las tierras quemadas o casi rocosa de lo reseca y de los perros flacos en medio de matorrales más secos todavía. Pero no allí. Lo primero que encuentra, fuera de la carretera central bien conservada, y otras dos que se abren a derecha e izquierda, de tierra apisonada una, de tierra y muy descuidada la otra, eran los altos, verdes y dorados trigales. Hileras e hileras que parecían cercarlo todo, con sus hojas largas, sus mazorcas, las barbas brillando. Había que sonreír al verlo todo tan vivo, abundante y próspero. Y si se viajaba acompañado mientras se seguía el camino central, se comentaría eso, que a ese pueblo, Río Grande, le iba bien. Si el viaje se hacía solo... Bien, el susurro del viento en las hojas podría llegar a parecer algo inquietante. Intimidante casi. El agitar de las plantas daba la sensación de... algo tras ellas que las desplazaba en su andar. Algo que seguía la marcha del vehículo sin dejarse ver.

   Los lugareños, claro, no le prestan atención, ni al maíz susurrante ni a los alrededores de esa vía que lleva al propio pueblo, la entrada principal con su cruz de cemento, una Cruz de Mayo, seguida de la primera de tres bombas de gasolina en el poblado, con su calle paralela, con panaderías, cafeterías y un buen dispensario médico, que sigue el camino viejo hacia Aramina. Al menos en teoría; nadie en el pueblo la tomaba si tenía algo que hacer en ese poblado, tan sólo lo hacían los turistas que encontraban aquello bonito y pintoresco, recorriendo la zona (perdidos generalmente), llegando luego a otro pueblo increíblemente marchito bajo los rayos del sol y quien sabe si del salitre de un mar no muy lejano, tan distinto al poblado que acababan de dejar atrás.

   Igualmente, la gente de allí, no le presta atención a los alrededores del camino de tierra que parte a la izquierda, que lleva a la vieja laguna de Río Grande, una ancha, larga y profunda extensión de agua que cruza en una doble ele. Unos dicen que excavada hace mucho tiempo por la vieja cantera cerrada, para proveer la arena con la que se edificó el pueblo y parte de los poblados aledaños, otros asegurando que ha estado ahí desde antes, cuando el buen Dios decidió que ya bastaba de lluvia, parando el diluvio, y que cuando el agua se apartó, quedó ese pozo ponzoñoso. Como no reparaban, tampoco, en el destartalado camino que partía a la derecha, que más adelante comenzaba a subir y subir, el monte creciendo en medio, por donde no pasaban las llantas de los ocasionales vehículos que la cruzaban bien sabía Dios que para nada bueno, que llevaba a lo que los chicos llamaban Las Torres del Diablo, el viejo campo donde la Petrolera Estatal, una vez, intentó sacar petróleo, negándose la tierra a darles nada como no fueran dos explosiones de gas, agua y un lodo negro que fuera de ensuciar, dañar equipos y oler muy mal, no tuvo mayor valor.

   Aquel se podría decir que fue el único fracaso económico de Río Grande en toda su historia. Al menos eso pensaban los que venían de lejos, especialmente los que se fueron frustrados con el proyecto. Dentro del poblado muchos dieron gracias al cielo de que así fuera. De haberse extraído petróleo quíen sabe qué habría ocurrido con ellos. Otros, no pocos, los mas viejo (que tendían a vivir de una manera desesperantemente larga, según sus parientes), sonriendo maliciosamente al comentarlo, jamás albergaron tal temor, que algo estorbara o afectara a Río Grande. Ni creían que el buen Dios, precisamente, hubiera tenido algo que ver en aquello. El pueblo se cuidaba a sí mismo.

   Era, por cierto, ese camino un poco más popular dentro de ciertos grupos de la población, más que la laguna donde se podía ir a pescar, navegar e incluso nadar (lo de ponzoñoso le venía de la costumbre de llamarlo así de los viejos, que la creían... peligrosa), el camino a Las Torres del Diablo era conocido por las autoridades locales porque los chicos, y los no tanto, se perdían por allí con sus novias, en el menos malos de los casos. En el peor... No era infrecuente el camionero que deteniéndose frentea un chico le preguntara a dónde iba, qué hacía, y si alguna vez le habían chupado el pito, cosa que era rica y debía probar. Que subiera con él, que iba a chupárselo sabroso. El joven, muchas veces un chamaco de trece o catorce años, todo indeciso, temblando, accedía, subiendo a la cabina mientras se apartaban por esos parajes. El sujeto contándole vaina para distraerle mientras le sobaba el delgado muslo con una mano, palpándole el entrepiernas como señora probando melones, buscando una reacción física en la tranca del muchacho, al que pronto le abriría la bragueta y se la sacaría, pegando esos labios generalmente rodeados de bigote, ronroneando como si necesitara aquello, de saborear la joven carne del machito, subiendo y bajando dándole como ventosa, sorbiendo ruidosamente. Que terminara todo rápido y el chico, abrumado, casi escapara luego, era otro cuento.

   No pocas veces ocurría, la llegada de un sujeto así y que el joven accediera, atolondrado por las hormonas, cansado de darse mano, de que las chicas le dieran calabazas, o tan sólo porque ya se las habían mamado y querían repetir. El placer del sexo era no sólo grande en los más jóvenes, también desesperante. Como fuera, era motivo de preocupación para algunos... Chicos apartándose con un extraño por esos montes. Aunque el detalle consciente aún no lo tuvieran claro. Habría que esperar por la llegada de un extraño al pueblo para reparar en el punto, pero aún faltaba para eso.

   El pueblo, en sí, se abre animadamente una vez traspasada la cruz que daba la bienvenida, con la verdadera calle principal que sube un poco, con sus conocidas cuatro esquina, la de abajo, con los dos terminales de autobuses que salían del pueblo, más panaderías y todo tipo de locales, incluso una tienda grande de trajes de baño, aunque el mar estuviera relativamente lejos, a dos horas de allí, internándose más allá de la laguna, por El Paseo de los Indios. Pero las amplias calles, las buenas casas y quintas modestas, lo sólido de los comercio, los vehículos yendo y viniendo daban una sensación extraña; más que un pueblo de los llanos parecía una floreciente aunque pequeña ciudad del centro, aún más próspera que las que se abrían al llegar a La Guaria en el litoral central del país, o en Higuerote, en el litoral mirandino, tan conocidos en todas partes. No encontraban allí la ruina de los alrededores. Al contrario, vitalidad y abundancia. Y gente que miraba a los recién llegados con implícita curiosidad, ¿hostil?, no se podía decir a primera vista.

   Y dos cosas sucedieron justo ese día marcado en aquella media mañana soleada, clara, hermosa, con los pájaros cantando alegremente en los árboles. Una de ellas sobre todo el pueblo. La noche anterior soñaron con algo, aunque muchos no lo recordarían luego y nadie lo comentaría con otros; con un sentimiento de apremio, de ominosidad, cada uno de ellos se vio a sí mismo diciéndose: “Todo lo hecho puede deshacerse”. Una frase que les erizó de inquietud en medio del sueño, que a unos alegró de manera exaltada, y asustó a no pocos. Como son los sueños, para muchos terminó al despertar. Otros, una cifra increíblemente alta de personas, no. Lo recordaban. Y se preguntaron al respecto...

   Lo otro ocurriría sobre los más inocentes. En medio de los gritos de “avíspate, muchacho gafo”, ocho niños de alrededor de los once años de edad juegan a la pelotica de goma en una calle estrecha no muy lejana a la plaza principal del pueblo, sede del poder municipal, la comandancia de policía, la iglesia con su casa parroquial al frente, y la escuela en otra calle. El llamado Centro Cívico. Esta es estrecha y curiosamente muy poco transitada, con pancartas en paredes y postes que hablan de la visita papal, que emocionó al país dos meses antes, e hizo vestir sus mejores galas a todos, colocándose aún allí salutaciones, aunque el Pontífice no tuviera manera de saber que lo habían hecho, que rezaban: “Venezuela y Río Grande le dan la bienvenida al Papa viajero, el Papa amigo”, con una imagen sonriente del pontífice polaco que todos conocían como Juan Pablo Segundo. Por primera vez, en toda su historia, el Vicario los había visitado. Todo un acontecimiento que aún allí obligó a esos niños, en clases, riéndose por lo bajo, a aprenderse la letra y cantar El Peregrino, la canción de aquel niño Guacarán, que en Caracas, le había dedicado al Papa. Algunos eran precisamente esos niños que jugaban; hermosos y jóvenes, sin camisas la mayoría, sus estrechos torsos brillantes de sudor, jadeantes por el esfuerzo, rojizos como sus caras a pesar del color caramelo y canela oscuro de algunos. La viva imagen de la inmortalidad.

   Por ello corrían, saltaban, gritaban, se empujaban de tal manera que más de uno rodaba por el asfalto, raspándose un pedazo, molestándose, gritando, pero sin preocuparse o herirse en realidad. ¿Podían temer a algo aquellos niños sanos y bellos? Si. Se medían en sus esfuerzos, nadia bateaba, con la mano, muy a la izquierda, no fuera a dar la rebotante bola de goma un mal viraje, cruzar la alta cerca de madera que impedía toda vista al otro lado de aquella propiedad, y caer en el jardín de la casa de la bruja. La que gritaba y los acusaba con sus padres. La que nunca regresaba las pelotas, aunque esa calle era la más apropiada para aquella faena.

   La Bruja.

   Bien, ¿quién era y por qué inspiraba ese temor reverente en chicos tan jóvenes y osados? Había comenzado como el típico prejuicio contra la mujer cincuentona, algo grande y obesa, de pecho prominente (“nunca tocado por un hombre, eso es lo que la jode”, repetían alegres los muchachos más grandes, burlándose de la vieja ex maestra que todavía les amargaba la vida si les veía fumando o besándose con alguna chica en las calles). Zenobia Marcano era eso, una mujer nacida y criada en el pueblo, al que sólo abandonó mientras estudió docencia, ¿por vocación o por hacer algo?, no se sabía, regresando aunque muchos creían que aprovecharía para hacer una vida lejos del padre severo y cruel muchas veces que veía pecado y relajo en todo. En la escuela primaria enseñaba bien, inspiraba disciplina y corrigió a muchos; severa, con su cara algo avinagrada, con una sombra de bigote que fue acentuándose con los años, como su mal genio, igual su regañadera. Jubilada, unos decían que antes de tiempo, se abocó a las causas parroquiales (era de las viejas beatas, aunque no era tan entrada en años), y el cuidado de la biblioteca municipal, el sombrío edificio donado a la ciudad por los Villalba, una de las familias pudientes del pueblo; con una cantera de viejos libros, ricamente encuadernados, que databan algunos, según decían, de antes de la Independencia. Si se debía creer en los cuentos. Como el que había sido ella quien encontrara el Libro de Lilith.

   Pero, claro, eso en sí no bastaba para explicar su carácter o su fama. Era regañona, es cierto, pero también comenzó a hacerse extraña, retraída; fuera de la iglesia o una que otra tarde en la biblioteca, parecía preferir quedarse en la casona de dos plantas que heredara de sus padres, más cuando sus dos hermanos, un hombre y una mujer, se fueron a hacer sus vidas. La mujer casada con un guapo tío a quien ella había conocido en el trabajo en la escuela, quien hacía latir su corazón, que parecía encontrarla interesante, bonita, pero que luego vio a su hermana menor, prefiriéndola. Algo por lo cual le odió, dejando su alma, herida y torturada, abierta a voces crueles en el viento. Pero si, le odió, y no tanto por escoger a su hermana, más sociable y bonita, más presta a la risa, sino porque salvó a esta de su soledad, condenándola a ella. No poca gente había notado su ilusión, no pocos reprimían la sonrisa al saber que su hermana y él partían. Y eso, para una mujer orgullosa y rezandera, había sido terrible.

   ¿Por qué dejó de salir de su casa? Jubilada, cincuentona, los vellos de su cuerpo mostrando hebras grises por todos lado, cansada de la gente, especialmente de la joven, de la que reía mirando con abierta fe el mañana y sus posibilidades, la gente hermosa, prefería la soledad de su vida práctica y ordenada. Donde todo era como le gustaba y ella era la reina de la sensatez. Era una vida plácida... también estática, vacía, sin nada. Pero todavía salía, a señalar conductas, a regañar, a ser molesta, el cambio ocurrió en cuestión de unas semanas apenas. La casa había comenzado a deteriorarse muy visiblemente, entre ventanas de cristales manchados por el sol, otros que reventaban en tela de arañas, las llaves de agua goteantes, las goteras. Pero, lo peor, eran los chicos que jugaban pelota en la calle de al lado, gritando su felicidad por la vida, arrojando las malditas pelotas una y otra vez en su jardín y reclamando a gritos que las devolviera. Dios, cómo los odiaba, se sorprendía pensando a veces. Tenía que resolver eso, tal vez... tal vez elevar la cerca. Y mientras lo pensaba, un día, apareció ante su puerta un tipo joven, un veinteañero de mirada pícara, uno de sus ex alumnos en la escuela, todo agresivamente guapo y vital, provocándole un extraño sofocón en el pecho.

   -Hola, maestra, me dijeron que tal vez tenía trabajo para mí. -le sonrió.- Ando por casarme, embaracé a mi novia y necesito dinero.

   Eso debió molestarle, irritarla y obligarla a echarlo, el que cometieran una y otra vez los mismos errores... pero era tan guapo, se veía tan limpio y agradable que no tuvo fuerzas para decirle que se fuera. Porque no quería, mirarle la estremeció, la hizo anhelar algo que no entendía. Aunque sospechaba que no sería nada bueno en una mujer que, circulando a todo tren los cincuenta (le parecía), estaba sola y... urgida de calor humano. De hablar, de escuchar, de... Le contrató, y desde su ventana en el segundo piso le vio levantar aún más la cerca. Perfecto. Vaya que odiaba que los chicos dejaran que la pelota cayera ahí y luego vivieran llamando para que abriera y se las aventara. Estaba cansada de escucharles gritar “vieja bruja” cuando no lo hacía. Allí, de pie durante bastante tiempo, asomada semi escondida tras la cortina, le vio trabajar bajo el sol, la cabeza descubierta, el negro cabello adherido a su nuca, como la camisa empapada de sudor a la espalda.

   Un día se la desabotonó y quitó, colgandola en la tabla más alta. Y desde su ventana sintió un sofocón intenso, su corazón bombeó con fuerza, sus senos no se irguieron, claro, eran blandos y voluminosos, pero sintipo los pezones sensibles. Y su propio sexo no tan seco ni polvoriento...

   Jadeando, con ganas de gritarle que se pusiera la camisa, le miraba. Inclinarse, levantarse, flexionar la espalda, los músculos tensos mientras cargaba madera. Brillante de sudor. Dios, eso no estaba bien, le miraba con codicia y eso era pecado. Además, y peor, estaba exponiéndose a hacer el ridículo, a quedar en vergüenza. Debía alejarse, reclamarle aquello. Pero no pudo. Y, en un momento dado, este elevó la vista, hacia ella, sorprendiéndola observándole. ¿Se notó algo en su rostro?, ¿sabía un hombre cuando era mirado así?, temblorosa, la solterona no supo decirlo. Hacía tanto que no luchaba contra las ganas de las carnes, unas que nunca le llevaron a nada, que no estaba preparada para aquello. Siempre se preguntó cómo era que una mujer se metía con uno hoy y con otro hombre mañana, tan fácil y alegremente (¡mujeres sucias!), cuando ella no pudo conseguir ni uno.

   Él, desde el patio, le sonrió, como un saludo, pero ella notó en sus ojos que la había calibrado y comprendido. Sabiéndola débil, necesitada. Jugando con ella, desde ese momento, de una manera cruel, malvada. Atormentándola de una forma que la hacía temblar, que la enojaba y excitaba; si, la calentaba, algo de lo que no podía escapar.

   El chico llegaba tarde ahora, pronto se quitaba la camisa, mostrando un pantalón sin cinturón, bajo en sus caderas, y trabajaba muy parsimoniosamente, sin apuros. Flojeando. Maldito muchacho, maldito, maldito, se decía porque notaba lo que hacía. Sabiendola débil ante su presencia, se aprovechaba. Pero no podía ponerle fin. Su saludo, escucharle hablar sobre el clima, o la gente que llegaba o se iba del pueblo, gritándole desde abajo, sin camisa, era lo que la sostenía en el día. Era lo mejor que le pasaba. Avergonzada, casi... humillada al entender que él sabía lo que le ocurría. Pero disfrutándolo de una manera extrañamente perversa. Ella vivía para esos momentos, y mientras él estaba, allí, en ese cuarto, frente a esa ventana se quedaba el tiempo que fuera. Bajo techo, encerrada en casa, sola, mirándole, la cortinilla corrida aunque sabía que era un gesto inútil, que él sabía, pero todavía aferrándose a sus pocas defensas.

   Una mañana, al quitarse la camisa le vio el viejo pantalón jeans muy ajustado, tanto que casi era un pecado, bajando un tanto, dejando al descubierto la liga de su ropa interior. Roja, vistosa, chillona. Pantalón que bajó y bajó hasta que en los costados notó las tiras de uno de esos horribles calzoncillos tipo bikinis, de lycra, que los chicos ahora usaban. Y que el padre Vicente, en un poco afortunado sermón un domingo, criticó abiertamente desde el púlpito, ganándose risas y risitas disimuladas de los menos píos y aún de los más fervientes.

   A ella le parecía una moda horrible, aunque nunca los había visto (escuchaba que ahora, en las playas, ¡los hombres usaban tangas, Dios del cielo!), pero en ese momento ya no podía ni recordar su nombre. El joven bastardo se agachaba y mostraba más y más de la roja y lustrosa tela, por delante y por detrás. Y prácticamente ardía con una lujuria estúpida, errónea, enfermiza. Al dichoso bikini rojo le siguió uno amarillo, otro verde, uno blanco y ella ya no tenía ojos para más nada durante el día, delirando despierta mientras él estaba. Extrañándole rabiosamente cuando partía. Preguntándose, cuando llegaba, de qué color lo estaría usando ese día. Soñando con él cuando no estaba, esperando con febril ansiedad su regreso. Tocándose de noche, sobre su ancha y solitaria cama, avergonzada, casi llorando de culpa, queriendo resistir, ser buena y decente, pero soñando con él.

   Después de una noche especialmente febril, sintiéndose aún más frágil, le escuchó regresar al otro día. Y apenas con fuerzas salió de la cama con una bata ancha, sin sostén, tan sólo llevando una anticuada pantaleta debajo, mirándole como siempre. Le vio alzar el rostro, sonreírle... y guiñarle un ojo. Desapareciendo, tablas al hombro, de su vista por la pared inferior. Fue cuando escuchó el ruido de algo caer y un grito.

   No, no, ¡no!, aterrorizada salió a la carrera de su cuarto, la bata flotando dejando al descubierto los muslos gruesos, algo celulíticos, precipitándose con pánico creciente contra la puerta, abriendola, disponiéndose a llamarle, paralizándose, jadeando confusa, con la mirada turbada. Allí estaba el chico recostado del marco, esbelto, su cuerpo transpirado, el pantalón bajo, buena parte de bikini fuera. Sonriéndole.

   -Calma, no me pasó nada. -le dijo, como si hubiera adivinado su miedo, ¿o provocado?, mientras la recorrió de pies a cabeza, de manera viril, estremeciéndola aún más.- Bonita bata. -sonrió abiertamente, guapo, mirándole el pecho agitado que subía y bajaba, avergonzándola, pero también haciendo correr la sangre por sus venas de manera intensa.- Menos mal que bajó, necesito decirle que me voy temprano... -comenzó a informar, pero en un tono que indicaba que no esperaba ni aceptaría negativas, al tiempo que alzó una de las manos y la hizo casi gritar y temblar al meterla dentro del escote alto de la bata, bajandola, cálida y firme, fuerte, atrapandole el ancho pezón derecho entre los dedos índice y pulgar, apretando un poquito, lo justo para que toda ella se agitara como gelatina, indefensa.- ...Y voy a necesitar un adelanto. O que me regale esa plata si quiere, maestra. -y apretó otro poco, mirándola a los ojos como un halcón, los labios entreabiertos, la joven lengua tanteando un tanto el inferior.

CONTINÚA ... 2

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