Bienvenidos
al pueblo…
…...
Dijo
una vez Albert Einstein, el gran hombre de ciencias, que el mal era
la ausencia de Dios en los corazones de los hombres. Los mismos que
conciente o inconcientemente, sin ninguna otra intención, le daban
la espalda a algo más inmenso y profundo que la simple noción del
bien, para luego reclamar a ese algo en las alturas, horrorizados en
un momento dado, por lo que ven en el interior de un horno de
cremación en un campo de prisioneros, en un salón lleno de niños
quemados con agentes químicos o gente literalmente agonizando
sentadas en el suelo, cubiertas de moscas, esperando por un alimento
que nunca alcanza y nunca llega regularmente. Cuando estos u otros
temores, esos que personalmente erizan su piel, golpean a la puerta,
amenazando con derribarlas a la caída de las sombras, cuando más
solo y vulnerable se siente, entonces y sólo entonces levanta el
rostro y reclama o pide. ¿Por qué dejaste que nos pasara esto?,
¿por qué no nos detuviste? ¿A dónde fuiste cuando decidimos que
trazaríamos nuestro destino?
El
destino. ¿Pero era este, en efecto, el destino que nos trazamos?
¿Sólo estamos nosotros? ¿Era nuestro mundo, nuestro planeta, el
escenario donde plantamos pies y edificamos nuestra casa? Cuando nos
advertían de las sombras, ¿acaso intentaban decirnos que esta
tierra era y es centro de mil fuerzas cuyos orígenes y naturalezas
están más allá del entendimiento de los hombres, de su mirada...
más allá de su realidad o de las estrellas? ¿Y si la humanidad
misma tan sólo fuera objeto de estudio, pequeños entes vivos con
los cuales experimentar? Objetos de viles, sádicos y terribles
juegos de voluntades implacables que susurran en el viento, en la
noche, en la soledad, encontrando siempre a quienes los escuchen, y
antes sus ojos abren una realidad nueva, plagado de horrores, de
maldades, de excesos y crueldad que dan sentido a algo que faltaba en
sus corazones y mentes. Un vacío que no podían explicar. La
ausencia de algo que se perdió hace mucho tiempo. Que cuando estas
otras cosas la llenaban comenzaban las pesadillas fabricadas por
seres humanos contra otros seres humanos. Una y otra vez. Reconocible
por momentos, olvidado pronto porque tales sucesos simplemente no
pueden ocurrir, o no deberían. Aunque acontecen.
El
juego comenzaba una y otra vez, en un tiempo no esperado, en un lugar
insospechado... o uno con tradición para ello. Donde la macabra
danza de dejarse llenar, colmar por deseos inconfesables, era
ritualmente regular. Un lugar como Río Grande.
Los
llanos orientales de Venezuela, cercanos a la costa, mostraban una
tonalidad amarillenta cubriéndolo todo, causado por el sol, claro
como en todas partes, pero más intenso allí, que hacía pensar en
viajes a la playa a los habitantes de puntos como Caracas,
Barquisimeto o La Victoria, si debían cruzar sus estancias; aunque
la ilusión quedará destruida por cada hora tras un volante
intentando llegar por una larga y estrecha carretera asfaltada del
punto A al B, pareciendole que, parafraseando la canción, el cielo
se unía con la tierra en un punto imposible de visualizar, dándole
la desagradable impresión de que el viaje puede durar para siempre y
que no podrá evitar “extraviarse”. Mórbido, si, pero no pocos
conductores, obligados a hacer el viaje en solitario terminaban
pensándolo. O temiéndolo. Era increíblemente fácil perderse ante
la monótona visión, kilómetros y kilómetros de tierras áridas,
arenosas, resecas, planas, con poca vegetación. Esta casi siempre
mustia y de colores apagados, pedrosos, bajo un cielo azul que hería
la retina casi tanto como el blanco amarillento fulgor del astro rey.
Que debía estar justamente sobre el vehículo, más cerca que nunca
del planeta. El conocido espejismo del asfalto mojado más adelante,
llegaba a un punto cuando ya no divertía y era ignorado. No eran
pocos los que, parpadeando de pronto, frente a una taza de café en
un puesto del camino, se preguntarán cómo llegaron hasta allí, se
detuvieron y ordenaron algo sin poder recordarlo ahora. Lo que tal
vez explicaba que en vías tan solitarias, tan rectas, ocurrieran
accidentes graves, incluyendo atropellados. Y no sólo las errabundas
gallinas o algun perro flaco, por no hablar de las gimientes perezas.
No
era distinta de esas carreteras la que corría paralela a la nueva
autopista que llevaba a Maturín, en el estado Monagas y a Cariaco,
en Sucre, más arriba, desde Boca de Uchire, en Anzoátegui. Esta es,
para no desentonar, estrecha, solitaria y se encontraba en notable
buen estado, causando admiración en un momento dado, luego
ensoñación, y sí se seguía el tiempo suficiente, una sensación
extraña de extravío, de soledad completa. No faltaba el amante del
cine de suspenso que recordara alguna historia olvidada en una
carretera australiana parecida a aquella, en medio de ninguna parte
aparente, donde la gente sufría un percance, quedaba varado, se
acercaba una vieja camioneta de la que salía un tío de rostro
curtido, rojo, y nunca más se sabía de ellos. Claro, el hombre que
se extraviara por allí, acompañado de la esposa, no tendría tiempo
sino para escuchar los reclamos y amonestaciones, añorando en ese
momento un instante de paz. Y tal vez a ese asesino misterioso de la
carretera.
Como
fuera, había algo que distinguía esa carretera secundaria, no su
pedregoso arenal donde una que otra iguana se arrastraba de manera
cansina, era un cruce que cortaba el camino recto que llevaba a las
poblaciones de Aramina y Las Luisas, más adelante. Un cruce que, por
alguna extraña razón óptica (otros le atribuían una causa más
siniestra, o benévola, según a quién se le preguntara), era
difícil de distinguir hasta unos metros antes. En un momento dado
parecía no estar, luego, de repente, aparecía a la izquierda de la
estrecha carretera, obligando un cruce de neumáticos algo apresurado
si no se era un viajero habitual. Y, aún más extraño, no era
infrecuente que el viajero accidental, al reparar en el cruce y
seguirlo chirriando cauchos, de pronto se encontrara en camino de
colisión con una gandola de combustible de la Petrolera Estatal,
procedente de la refinería cercana a Maturín. Estas, como el camino
mismo, parecían no estar un segundo antes y materializarse luego en
un parpadeo, causando muchos problemas. A veces fatales. Y, aún así,
a nadie parecía ocurrirsele señalizar el punto de manera más
efectiva que colocar un cartelito que con el sol era brillante y en
la noche una sombra alzada al cielo.
Pero,
si se sobrevivía al cruce, y en algunos casos el asunto era serio,
el viajero ocasional se maravillaba por dos hileras de acacias que se
levantaban a los lados de una carreterita todavía más estrecha.
Salidos sabía Dios de donde. Árboles nudosos, de troncos deformes
que, curiosamente, lanzaban sus ramas unas contra las otras, a los
lados y al frente, entretegiéndose, ocultando momentáneamente la
vista al cielo. Y no era una ilusión, quien se acercara sudando a
mares por el calor, deslumbrado por el sol, de día, de pronto caía
en un algo oscuro pasadizo donde la temperatura hasta descendía. Era
el llamado Túnel Vegetal. Y mientras lo recorrían, unos doscientos
cincuenta o trescientos metros que parecían más, todos aminoraban
la marcha subyugados por el espectáculo. El viajero inocente, como
lo era todo aquel que pensaba que en algún punto las autoridades
locales funcionaban y se ocupaban de sus obligaciones, elogiaba a las
de allí por el buen mantenimiento del mismo, por los árboles
podados, bien conservados a pesar de la aridez de las tierras
cercanas y el verano que secaba hasta las ilusiones en la gente. Para
quienes sabían más, el túnel sólo era otro elemento del ambiente,
uno en el cual no reparaban, ni en su buen estado. Sabían que no
mediaba ningún esfuerzo humano en su conservación. Se veía así
porque... quería. El Tunel. O el pueblo.
Al
salir del mismo, el visitante se extrañaba y maravillaba nuevamente.
Durante kilómetros ha visto como se seca el llano en esos meses,
llegándose al espectáculo de los incendios, las tierras quemadas o
casi rocosa de lo reseca y de los perros flacos en medio de
matorrales más secos todavía. Pero no allí. Lo primero que
encuentra, fuera de la carretera central bien conservada, y otras dos
que se abren a derecha e izquierda, de tierra apisonada una, de
tierra y muy descuidada la otra, eran los altos, verdes y dorados
trigales. Hileras e hileras que parecían cercarlo todo, con sus
hojas largas, sus mazorcas, las barbas brillando. Había que sonreír
al verlo todo tan vivo, abundante y próspero. Y si se viajaba
acompañado mientras se seguía el camino central, se comentaría
eso, que a ese pueblo, Río Grande, le iba bien. Si el viaje se hacía
solo... Bien, el susurro del viento en las hojas podría llegar a
parecer algo inquietante. Intimidante casi. El agitar de las plantas
daba la sensación de... algo tras ellas que las desplazaba en su
andar. Algo que seguía la marcha del vehículo sin dejarse ver.
Los
lugareños, claro, no le prestan atención, ni al maíz susurrante ni
a los alrededores de esa vía que lleva al propio pueblo, la entrada
principal con su cruz de cemento, una Cruz de Mayo, seguida de la
primera de tres bombas de gasolina en el poblado, con su calle
paralela, con panaderías, cafeterías y un buen dispensario médico,
que sigue el camino viejo hacia Aramina. Al menos en teoría; nadie
en el pueblo la tomaba si tenía algo que hacer en ese poblado, tan
sólo lo hacían los turistas que encontraban aquello bonito y
pintoresco, recorriendo la zona (perdidos generalmente), llegando
luego a otro pueblo increíblemente marchito bajo los rayos del sol y
quien sabe si del salitre de un mar no muy lejano, tan distinto al
poblado que acababan de dejar atrás.
Igualmente,
la gente de allí, no le presta atención a los alrededores del
camino de tierra que parte a la izquierda, que lleva a la vieja
laguna de Río Grande, una ancha, larga y profunda extensión de agua
que cruza en una doble ele. Unos dicen que excavada hace mucho tiempo
por la vieja cantera cerrada, para proveer la arena con la que se
edificó el pueblo y parte de los poblados aledaños, otros
asegurando que ha estado ahí desde antes, cuando el buen Dios
decidió que ya bastaba de lluvia, parando el diluvio, y que cuando
el agua se apartó, quedó ese pozo ponzoñoso. Como no reparaban,
tampoco, en el destartalado camino que partía a la derecha, que más
adelante comenzaba a subir y subir, el monte creciendo en medio, por
donde no pasaban las llantas de los ocasionales vehículos que la
cruzaban bien sabía Dios que para nada bueno, que llevaba a lo que
los chicos llamaban Las Torres del Diablo, el viejo campo donde la
Petrolera Estatal, una vez, intentó sacar petróleo, negándose la
tierra a darles nada como no fueran dos explosiones de gas, agua y un
lodo negro que fuera de ensuciar, dañar equipos y oler muy mal, no
tuvo mayor valor.
Aquel
se podría decir que fue el único fracaso económico de Río Grande
en toda su historia. Al menos eso pensaban los que venían de lejos,
especialmente los que se fueron frustrados con el proyecto. Dentro
del poblado muchos dieron gracias al cielo de que así fuera. De
haberse extraído petróleo quíen sabe qué habría ocurrido con
ellos. Otros, no pocos, los mas viejo (que tendían a vivir de una
manera desesperantemente larga, según sus parientes), sonriendo
maliciosamente al comentarlo, jamás albergaron tal temor, que algo
estorbara o afectara a Río Grande. Ni creían que el buen Dios,
precisamente, hubiera tenido algo que ver en aquello. El pueblo se
cuidaba a sí mismo.
Era,
por cierto, ese camino un poco más popular dentro de ciertos grupos
de la población, más que la laguna donde se podía ir a pescar,
navegar e incluso nadar (lo de ponzoñoso le venía de la costumbre
de llamarlo así de los viejos, que la creían... peligrosa), el
camino a Las Torres del Diablo era conocido por las autoridades
locales porque los chicos, y los no tanto, se perdían por allí con
sus novias, en el menos malos de los casos. En el peor... No era
infrecuente el camionero que deteniéndose frentea un chico le
preguntara a dónde iba, qué hacía, y si alguna vez le habían
chupado el pito, cosa que era rica y debía probar. Que subiera con
él, que iba a chupárselo sabroso. El joven, muchas veces un chamaco
de trece o catorce años, todo indeciso, temblando, accedía,
subiendo a la cabina mientras se apartaban por esos parajes. El
sujeto contándole vaina para distraerle mientras le sobaba el
delgado muslo con una mano, palpándole el entrepiernas como señora
probando melones, buscando una reacción física en la tranca del
muchacho, al que pronto le abriría la bragueta y se la sacaría,
pegando esos labios generalmente rodeados de bigote, ronroneando como
si necesitara aquello, de saborear la joven carne del machito,
subiendo y bajando dándole como ventosa, sorbiendo ruidosamente. Que
terminara todo rápido y el chico, abrumado, casi escapara luego, era
otro cuento.
No
pocas veces ocurría, la llegada de un sujeto así y que el joven
accediera, atolondrado por las hormonas, cansado de darse mano, de
que las chicas le dieran calabazas, o tan sólo porque ya se las
habían mamado y querían repetir. El placer del sexo era no sólo
grande en los más jóvenes, también desesperante. Como fuera, era
motivo de preocupación para algunos... Chicos apartándose con un
extraño por esos montes. Aunque el detalle consciente aún no lo
tuvieran claro. Habría que esperar por la llegada de un extraño al
pueblo para reparar en el punto, pero aún faltaba para eso.
El
pueblo, en sí, se abre animadamente una vez traspasada la cruz que
daba la bienvenida, con la verdadera calle principal que sube un
poco, con sus conocidas cuatro esquina, la de abajo, con los dos
terminales de autobuses que salían del pueblo, más panaderías y
todo tipo de locales, incluso una tienda grande de trajes de baño,
aunque el mar estuviera relativamente lejos, a dos horas de allí,
internándose más allá de la laguna, por El Paseo de los Indios.
Pero las amplias calles, las buenas casas y quintas modestas, lo
sólido de los comercio, los vehículos yendo y viniendo daban una
sensación extraña; más que un pueblo de los llanos parecía una
floreciente aunque pequeña ciudad del centro, aún más próspera
que las que se abrían al llegar a La Guaria en el litoral central
del país, o en Higuerote, en el litoral mirandino, tan conocidos en
todas partes. No encontraban allí la ruina de los alrededores. Al
contrario, vitalidad y abundancia. Y gente que miraba a los recién
llegados con implícita curiosidad, ¿hostil?, no se podía decir a
primera vista.
Y
dos cosas sucedieron justo ese día marcado en aquella media mañana
soleada, clara, hermosa, con los pájaros cantando alegremente en los
árboles. Una de ellas sobre todo el pueblo. La noche anterior
soñaron con algo, aunque muchos no lo recordarían luego y nadie lo
comentaría con otros; con un sentimiento de apremio, de ominosidad,
cada uno de ellos se vio a sí mismo diciéndose: “Todo lo hecho
puede deshacerse”. Una frase que les erizó de inquietud en medio
del sueño, que a unos alegró de manera exaltada, y asustó a no
pocos. Como son los sueños, para muchos terminó al despertar.
Otros, una cifra increíblemente alta de personas, no. Lo recordaban.
Y se preguntaron al respecto...
Lo
otro ocurriría sobre los más inocentes. En medio de los gritos de
“avíspate, muchacho gafo”, ocho niños de alrededor de los once
años de edad juegan a la pelotica de goma en una calle estrecha no
muy lejana a la plaza principal del pueblo, sede del poder municipal,
la comandancia de policía, la iglesia con su casa parroquial al
frente, y la escuela en otra calle. El llamado Centro Cívico. Esta
es estrecha y curiosamente muy poco transitada, con pancartas en
paredes y postes que hablan de la visita papal, que emocionó al país
dos meses antes, e hizo vestir sus mejores galas a todos, colocándose
aún allí salutaciones, aunque el Pontífice no tuviera manera de
saber que lo habían hecho, que rezaban: “Venezuela y Río Grande
le dan la bienvenida al Papa viajero, el Papa amigo”, con una
imagen sonriente del pontífice polaco que todos conocían como Juan
Pablo Segundo. Por primera vez, en toda su historia, el Vicario los
había visitado. Todo un acontecimiento que aún allí obligó a esos
niños, en clases, riéndose por lo bajo, a aprenderse la letra y
cantar El Peregrino, la canción de aquel niño Guacarán, que en
Caracas, le había dedicado al Papa. Algunos eran precisamente esos
niños que jugaban; hermosos y jóvenes, sin camisas la mayoría, sus
estrechos torsos brillantes de sudor, jadeantes por el esfuerzo,
rojizos como sus caras a pesar del color caramelo y canela oscuro de
algunos. La viva imagen de la inmortalidad.
Por
ello corrían, saltaban, gritaban, se empujaban de tal manera que más
de uno rodaba por el asfalto, raspándose un pedazo, molestándose,
gritando, pero sin preocuparse o herirse en realidad. ¿Podían temer
a algo aquellos niños sanos y bellos? Si. Se medían en sus
esfuerzos, nadia bateaba, con la mano, muy a la izquierda, no fuera a
dar la rebotante bola de goma un mal viraje, cruzar la alta cerca de
madera que impedía toda vista al otro lado de aquella propiedad, y
caer en el jardín de la casa de la bruja. La que gritaba y los
acusaba con sus padres. La que nunca regresaba las pelotas, aunque
esa calle era la más apropiada para aquella faena.
La
Bruja.
Bien,
¿quién era y por qué inspiraba ese temor reverente en chicos tan
jóvenes y osados? Había comenzado como el típico prejuicio contra
la mujer cincuentona, algo grande y obesa, de pecho prominente
(“nunca tocado por un hombre, eso es lo que la jode”, repetían
alegres los muchachos más grandes, burlándose de la vieja ex
maestra que todavía les amargaba la vida si les veía fumando o
besándose con alguna chica en las calles). Zenobia Marcano era eso,
una mujer nacida y criada en el pueblo, al que sólo abandonó
mientras estudió docencia, ¿por vocación o por hacer algo?, no se
sabía, regresando aunque muchos creían que aprovecharía para hacer
una vida lejos del padre severo y cruel muchas veces que veía pecado
y relajo en todo. En la escuela primaria enseñaba bien, inspiraba
disciplina y corrigió a muchos; severa, con su cara algo avinagrada,
con una sombra de bigote que fue acentuándose con los años, como su
mal genio, igual su regañadera. Jubilada, unos decían que antes de
tiempo, se abocó a las causas parroquiales (era de las viejas
beatas, aunque no era tan entrada en años), y el cuidado de la
biblioteca municipal, el sombrío edificio donado a la ciudad por los
Villalba, una de las familias pudientes del pueblo; con una cantera
de viejos libros, ricamente encuadernados, que databan algunos, según
decían, de antes de la Independencia. Si se debía creer en los
cuentos. Como el que había sido ella quien encontrara el Libro de Lilith.
Pero,
claro, eso en sí no bastaba para explicar su carácter o su fama.
Era regañona, es cierto, pero también comenzó a hacerse extraña,
retraída; fuera de la iglesia o una que otra tarde en la biblioteca,
parecía preferir quedarse en la casona de dos plantas que heredara
de sus padres, más cuando sus dos hermanos, un hombre y una mujer,
se fueron a hacer sus vidas. La mujer casada con un guapo tío a
quien ella había conocido en el trabajo en la escuela, quien hacía
latir su corazón, que parecía encontrarla interesante, bonita, pero
que luego vio a su hermana menor, prefiriéndola. Algo por lo cual le
odió, dejando su alma, herida y torturada, abierta a voces crueles
en el viento. Pero si, le odió, y no tanto por escoger a su hermana,
más sociable y bonita, más presta a la risa, sino porque salvó a
esta de su soledad, condenándola a ella. No poca gente había notado
su ilusión, no pocos reprimían la sonrisa al saber que su hermana y
él partían. Y eso, para una mujer orgullosa y rezandera, había
sido terrible.
¿Por
qué dejó de salir de su casa? Jubilada, cincuentona, los vellos de
su cuerpo mostrando hebras grises por todos lado, cansada de la
gente, especialmente de la joven, de la que reía mirando con abierta
fe el mañana y sus posibilidades, la gente hermosa, prefería la
soledad de su vida práctica y ordenada. Donde todo era como le
gustaba y ella era la reina de la sensatez. Era una vida plácida...
también estática, vacía, sin nada. Pero todavía salía, a señalar
conductas, a regañar, a ser molesta, el cambio ocurrió en cuestión
de unas semanas apenas. La casa había comenzado a deteriorarse muy
visiblemente, entre ventanas de cristales manchados por el sol, otros
que reventaban en tela de arañas, las llaves de agua goteantes, las
goteras. Pero, lo peor, eran los chicos que jugaban pelota en la
calle de al lado, gritando su felicidad por la vida, arrojando las
malditas pelotas una y otra vez en su jardín y reclamando a gritos
que las devolviera. Dios, cómo los odiaba, se sorprendía pensando a
veces. Tenía que resolver eso, tal vez... tal vez elevar la cerca. Y
mientras lo pensaba, un día, apareció ante su puerta un tipo joven,
un veinteañero de mirada pícara, uno de sus ex alumnos en la
escuela, todo agresivamente guapo y vital, provocándole un extraño
sofocón en el pecho.
-Hola,
maestra, me dijeron que tal vez tenía trabajo para mí. -le sonrió.-
Ando por casarme, embaracé a mi novia y necesito dinero.
Eso
debió molestarle, irritarla y obligarla a echarlo, el que cometieran
una y otra vez los mismos errores... pero era tan guapo, se veía tan
limpio y agradable que no tuvo fuerzas para decirle que se fuera.
Porque no quería, mirarle la estremeció, la hizo anhelar algo que
no entendía. Aunque sospechaba que no sería nada bueno en una mujer
que, circulando a todo tren los cincuenta (le parecía), estaba sola
y... urgida de calor humano. De hablar, de escuchar, de... Le
contrató, y desde su ventana en el segundo piso le vio levantar aún
más la cerca. Perfecto. Vaya que odiaba que los chicos dejaran que
la pelota cayera ahí y luego vivieran llamando para que abriera y se
las aventara. Estaba cansada de escucharles gritar “vieja bruja”
cuando no lo hacía. Allí, de pie durante bastante tiempo, asomada
semi escondida tras la cortina, le vio trabajar bajo el sol, la
cabeza descubierta, el negro cabello adherido a su nuca, como la
camisa empapada de sudor a la espalda.
Un
día se la desabotonó y quitó, colgandola en la tabla más alta. Y
desde su ventana sintió un sofocón intenso, su corazón bombeó con
fuerza, sus senos no se irguieron, claro, eran blandos y voluminosos,
pero sintipo los pezones sensibles. Y su propio sexo no tan seco ni
polvoriento...
Jadeando,
con ganas de gritarle que se pusiera la camisa, le miraba.
Inclinarse, levantarse, flexionar la espalda, los músculos tensos
mientras cargaba madera. Brillante de sudor. Dios, eso no estaba
bien, le miraba con codicia y eso era pecado. Además, y peor, estaba
exponiéndose a hacer el ridículo, a quedar en vergüenza. Debía
alejarse, reclamarle aquello. Pero no pudo. Y, en un momento dado,
este elevó la vista, hacia ella, sorprendiéndola observándole. ¿Se
notó algo en su rostro?, ¿sabía un hombre cuando era mirado así?,
temblorosa, la solterona no supo decirlo. Hacía tanto que no luchaba
contra las ganas de las carnes, unas que nunca le llevaron a nada,
que no estaba preparada para aquello. Siempre se preguntó cómo era
que una mujer se metía con uno hoy y con otro hombre mañana, tan
fácil y alegremente (¡mujeres sucias!), cuando ella no pudo
conseguir ni uno.
Él,
desde el patio, le sonrió, como un saludo, pero ella notó en sus
ojos que la había calibrado y comprendido. Sabiéndola débil,
necesitada. Jugando con ella, desde ese momento, de una manera cruel,
malvada. Atormentándola de una forma que la hacía temblar, que la
enojaba y excitaba; si, la calentaba, algo de lo que no podía
escapar.
El
chico llegaba tarde ahora, pronto se quitaba la camisa, mostrando un
pantalón sin cinturón, bajo en sus caderas, y trabajaba muy
parsimoniosamente, sin apuros. Flojeando. Maldito muchacho, maldito,
maldito, se decía porque notaba lo que hacía. Sabiendola débil
ante su presencia, se aprovechaba. Pero no podía ponerle fin. Su
saludo, escucharle hablar sobre el clima, o la gente que llegaba o se
iba del pueblo, gritándole desde abajo, sin camisa, era lo que la
sostenía en el día. Era lo mejor que le pasaba. Avergonzada,
casi... humillada al entender que él sabía lo que le ocurría. Pero
disfrutándolo de una manera extrañamente perversa. Ella vivía para
esos momentos, y mientras él estaba, allí, en ese cuarto, frente a
esa ventana se quedaba el tiempo que fuera. Bajo techo, encerrada en
casa, sola, mirándole, la cortinilla corrida aunque sabía que era
un gesto inútil, que él sabía, pero todavía aferrándose a sus
pocas defensas.
Una
mañana, al quitarse la camisa le vio el viejo pantalón jeans muy
ajustado, tanto que casi era un pecado, bajando un tanto, dejando al
descubierto la liga de su ropa interior. Roja, vistosa, chillona.
Pantalón que bajó y bajó hasta que en los costados notó las tiras
de uno de esos horribles calzoncillos tipo bikinis, de lycra, que los
chicos ahora usaban. Y que el padre Vicente, en un poco afortunado
sermón un domingo, criticó abiertamente desde el púlpito,
ganándose risas y risitas disimuladas de los menos píos y aún de
los más fervientes.
A
ella le parecía una moda horrible, aunque nunca los había visto
(escuchaba que ahora, en las playas, ¡los hombres usaban tangas,
Dios del cielo!), pero en ese momento ya no podía ni recordar su
nombre. El joven bastardo se agachaba y mostraba más y más de la
roja y lustrosa tela, por delante y por detrás. Y prácticamente
ardía con una lujuria estúpida, errónea, enfermiza. Al dichoso
bikini rojo le siguió uno amarillo, otro verde, uno blanco y ella ya
no tenía ojos para más nada durante el día, delirando despierta
mientras él estaba. Extrañándole rabiosamente cuando partía.
Preguntándose, cuando llegaba, de qué color lo estaría usando ese
día. Soñando con él cuando no estaba, esperando con febril
ansiedad su regreso. Tocándose de noche, sobre su ancha y solitaria
cama, avergonzada, casi llorando de culpa, queriendo resistir, ser
buena y decente, pero soñando con él.
Después
de una noche especialmente febril, sintiéndose aún más frágil, le
escuchó regresar al otro día. Y apenas con fuerzas salió de la
cama con una bata ancha, sin sostén, tan sólo llevando una
anticuada pantaleta debajo, mirándole como siempre. Le vio alzar el
rostro, sonreírle... y guiñarle un ojo. Desapareciendo, tablas al
hombro, de su vista por la pared inferior. Fue cuando escuchó el
ruido de algo caer y un grito.
No,
no, ¡no!, aterrorizada salió a la carrera de su cuarto, la bata
flotando dejando al descubierto los muslos gruesos, algo celulíticos,
precipitándose con pánico creciente contra la puerta, abriendola,
disponiéndose a llamarle, paralizándose, jadeando confusa, con la
mirada turbada. Allí estaba el chico recostado del marco, esbelto,
su cuerpo transpirado, el pantalón bajo, buena parte de bikini
fuera. Sonriéndole.
-Calma,
no me pasó nada. -le dijo, como si hubiera adivinado su miedo, ¿o
provocado?, mientras la recorrió de pies a cabeza, de manera viril,
estremeciéndola aún más.- Bonita bata. -sonrió abiertamente,
guapo, mirándole el pecho agitado que subía y bajaba,
avergonzándola, pero también haciendo correr la sangre por sus
venas de manera intensa.- Menos mal que bajó, necesito decirle que
me voy temprano... -comenzó a informar, pero en un tono que indicaba
que no esperaba ni aceptaría negativas, al tiempo que alzó una de
las manos y la hizo casi gritar y temblar al meterla dentro del
escote alto de la bata, bajandola, cálida y firme, fuerte,
atrapandole el ancho pezón derecho entre los dedos índice y pulgar,
apretando un poquito, lo justo para que toda ella se agitara como
gelatina, indefensa.- ...Y voy a necesitar un adelanto. O que me
regale esa plata si quiere, maestra. -y apretó otro poco, mirándola
a los ojos como un halcón, los labios entreabiertos, la joven lengua
tanteando un tanto el inferior.
CONTINÚA ... 2
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