lunes, 1 de abril de 2019

RIO GRANDE... 2

RIO GRANDE
   Bienvenidos al pueblo…
...

   Dios mío, ¿qué era aquello? ¿Toda esa desvergüenza? ¿Todo ese bandidismo?... ¿Ese pecado? La mente de la mujer era un caos mientras se estremecía bajo la acción de la joven y osada mano masculina, sintiendo frío y calor bajo aquellos dedos que apretaban de manera firme pero suave su ancho pezón derecho, de un lado a otro, que endureció estimulado.

   -¡Suéltame! -graznó, asustada como una niña de sus propias respuestas físicas y emocionales, apartándose.

   -No ocurre nada, maestra. -el joven sonrió pícaro, ojos chispeantes de alegre malevolencia, le pareció. Y tuvo que contener un jadeo, llevándose una mano al ancho pecho cuando posó los ojos en ese entrepiernas que mostraba un levantamiento largo, visible. Una masculinidad exhibicionista.- Entonces... ¿puedo atender mis asuntos?

   -Si, si, yo... -no podía pensar ni reaccionar teniéndole tan cerca, casi oliendole.

   -¿Y el dinero?

   Le avergonzó salir corriendo a buscarlo, su cuerpo bamboleándose bajo la fea bata de cama, sabiendo que el muchacho tenía los ojos clavados en su trasero. ¿Burlándose de ella, de su figura?, se preguntó por un momento, para estallar en calor y ansiedad de sus propios anhelos. No, seguramente como todo joven gañan soñaba con... con... con tocar traseros de mujeres, con refregar su entrepiernas de ellos. Con... Con... No, no podía permitirse ni pensarlo. No debía “imaginar” a una mujer con un trasero como el de ella, cubierto por una bata, siendo obligada a caer de rodillas, la bata siendo alzada, la pantaleta grade bajada y el culo toqueteado por la punta de un miembro masculino, caliente y duro, que se forzaría contra su cerrada y peluda entrada hasta que...

   Temblando como gelatina tomó todo el dinero que encontró en una gaveta, sin contarlo, y bajó como alucinada las escaleras dejándolo en sus manos, temblando cuando él cubrió las suyas con esos dedos largos, sonriéndole. Feliz de chulearla.

   -Gracias, maestra... -su agradecimiento le sonó sucio, insinuante.

   Fue un dia de tortura. De recriminaciones, de llanto, de pedirle perdón a Dios, rosario en manos, intentando perderse, arrodillada en un rincón de su cuarto, en la dulce letanía de las repeticiones, en aquellas palabras que siempre la hicieron sentir mejor. Sin poder apartar la imagen del chico, su voz, su toque caliente (esas manos...), su casi desnudez. Gritando frustrada al no poder escapar a su debilidad (su vicio, su pecado, así lo sentía), se desplomó en el piso, llorosa. Debía... Piensa en llamar al jefe policial, para denunciarle por conducta indecorosa. Sentía rabia, dolor, arrepentimiento, pero también... Ardiendo, con la sangre revuelta, el cuerpo estremecido como si sufriera fiebres revivió una y otra vez toda la mañana. Con los pezones doliéndole de lo sensibles que los tenía.

   Pasó una noche dura, soñando el enorme trasero de una mujer que era descubiertos de una falda larga, arrodillada ésta en el reclinatorio de la iglesia, una mano joven bajándole la pantaleta y posicionándose tras ella mientras el padre Vicente daba un sermón sobre las pecadoras ciudades de Sodoma y Gomorra, y de cómo sus habitantes fueron arrojados al tártaro eterno por sus pecados y concupiscencias. Y mientras escuchaba, la mujer de ese trasero enorme luchaba, con una mano trémula, contra un miembro viril erecto que se frotaba de la piel femenina, cuyo glande buscaba su entrada. La mano, temblorosa y emocionada, y horrorizada, lo tocaba, cerraba los dedos sobre él, tan caliente y duro, pulsante, alejándolo pero dándole leves sobos. El padre alzaba el tono censurador y condenatorio, la gente volvía las miradas pero era tarde. Ese glande se frotaba contra el arrugado agujero, separándole los pliegues, penetrando, metiéndosele mientras ella, porque claro, era ella, chillaba de pecaminosa lujuria en la casa de Dios...

   Toda la noche la jubilada maestra estuvo presa de sueños similares, viéndose gritando mientras su caídos senos grandes eran tocados por manos jóvenes, y una boca cubría uno de sus pezones, succionando como un ávido y entusiasmado lactante... algo que nunca había experimentado despierta en su vida real. Al otro día, agotada, con un fuerte dolor de cabeza, más abatida de lo que se había sentido en toda su vida, le vio llegar. Y le evitó tanto como pudo, notando que este lanzaba frecuentes miradas al segundo piso, buscándola, esperando que bajara. Pero no podía, los sueños, las pesadillas, o lo que fuera habían sido mayores a sus fuerzas. Se pasó el día encerrada, alejada de la ventana, oyéndole clavar algo, canturrear y silbar. Llamándola. Lo sabía. Tentandola como Betsabé, la mujer de Urías (esa zorra pecadora, así lo había pensado siempre), hizo con David.

   Oró con ojos cerrados, inclinada nuevamente en ese rincón de su cuarto recargado de todas sus cosas queridas y viejas, la mecedora de madera pesada, las viejas fotografías de sus padres (había cubierto una, cercana a la ventana), la ancha cama que fuera de ellos. Cerró los ojos con más fuerza y quiso perderse en la oración, sentir la paz que alcanzaba en la iglesia a las tres y media de la tarde cuando rezaba el rosario junto a otras mujeres. Una paz que ahora no alcanzaba... desde hacía rato. Menos en esos momentos cuando le escuchaba silbar y reír como si algo le hiciera cosquillas.

   Una risa franca, descarada. Retadora. Tanto que logró intrigarla y se asomó a la ventana. No encontrándole a la vista. No trabajando, cosa que no era rara. Reía al otro lado del patio. Y la curiosidad fue mayor a ella. Bajó con cuidado, como si flotara algo mareada y temiera caer. Salir fuera de casa casi le pegó físicamente, el sol, la luz y el calor le abrumaron por un segundo. Aunque era el calor de siempre a esas horas del mediodía. Las chancletas hacían ruido al encaminarse al otro lado de la casona... paralizándose al cubrir la esquina.

   Junto a los pipotes donde guardaba agua de reserva, y para regar el jardincito y los árboles frutales, y darles un respiro en tiempos secos (en Río Grande rara vez se secaba algo), estaba el joven ex estudiante, el niño al que conociera en la escuela antes de convertirse en un mozo guapillo. Se estaba bañando con una totuma, mojando su cabeza, ojos cerrados, todo sonreído sintiendo la fresca agua recorrerle... prácticamente desnudo. Y si lo hubiera estado no le habría parecido tan... pecador, pensó con el pecho trancado, incapaz de inspirar aire.

   Descalzo sobre la grama, junto a los envases metálicos con agua, el joven se mojaba y reía como si eso le divirtiera, vistiendo tan sólo uno de esos horribles calzoncillos bikinis que no podía dejar de mirar. Sus ojos parecieron quedar atrapados en la breve y chillona tela de licra amarilla, que transparentaba con el agua, aferrándose y dibujando claramente la silueta del tolete del muchacho, uno que iba endureciéndose por segundos. Este abrió los ojos y la miró sonriendo, mojándose con la totuma en una mano y metiendo la otra dentro del pequeño calzoncillo, frotándose como si se lavara, pero viéndose terriblemente excitante, sucio y pecaminoso.

   Mareada, alcanzada por un calor que ya la sancochaba, la mujer logró despegarse de allí, gritándole que debía irse, marcharse y no volver. Y escapó a la carrera, dando tumbos, gimiendo; huyendo de sí misma, de la oleada de lujuria que la envolvía y la hacía sentirse sucia, ridícula, estúpida; una vieja necia que...

   No quiso verle, bajar a hablar con él, aunque la llamó, todo seriecito, voz educada, como un buen niño que de pronto parecía desconcertado y dolido por el regaño de su maestra. No quiso escuchar sus explicaciones. Encerrada en su habitación, casi recluida (sin almorzar ni cenar), se arrodilló y rezó mucho, con el cabello suelto y el rostro manchado de lágrimas. Parecía una Sayona más vieja mientras buscaba la ayuda de Dios, su fortaleza y consuelo, pero sabiendo que fallaba. Mordiéndose los labios hasta hacerlos sangrar tan sólo podía revivir en su atormentada mente la figura del chico mojado, prácticamente desnudo, o cuando le tocara... Lloró sintiéndose mal, derrotada. Perdida. Le parecía que bordeaba un abismo negro, profundo, horrible, un pozo tan grande como la laguna. Uno que ocultaba en sus sombras algo que la amenazaba horriblemente. Algo vivo y real que reía silente de su angustia, de su dolor y tormento, de su debilidad. Algo que la miraba en esos momentos, aún allí, en su alcoba, sabiendo que estaba fallando. Disfrutándolo. Esperando verla condenarse.

   Esa noche, afiebrada y débil por el ayuno y los tormentos, sintió que la cama subía y bajaba. En un momento dado, dando cabezadas se preguntó en qué momento apagó las luces, justo cuando más miedo tenía de la oscuridad, esa que habitaba en el pozo negro de su desesperación. No lo recordaba. No sabía qué le pasaba. La ventana estaba abierta, nunca la dejaba así, pero ahora lo estaba. Una brisa cálida y perfumada a flores penetraba y bañaba su cuerpo transpirado haciéndola temblar. Y le vio subir, trepando a su ventana como un joven y secreto amante, sonriendo pícaro al mirarla...

   -Hola, maestra, ¿se siente mejor? -y entró, decidido, con movimientos gráciles, hermosos.

   Ella quiso alejarle, exigirle que se fuera, pero era tan guapo, se veía tan lindo sonriéndole, llegando a los ies de la ancha cama que sólo había visto sexo en tiempo de sus padres, algo en lo que nunca quiso pensar (ni en lo seguramente insatisfactorio que debió ser el acto con un hombre como su papá). Sintió las manos calientes del chico subiéndole la bata, acariciandole los obesos y flojos muslos, dejándola paralizada, rígida, expectante. Quiso gritar para detenerle, en serio, cuando este tomó los bordes superiores de su ancha y vieja pantaleta, halándola, sacándosela lentamente, haciéndola temblar por la sonrisa que le lanzaba mientras sus ojos jóvenes brillaban de lujuria. No, no, buen Dios, esto era una locura. Ese muchacho...

   Toda idea murió cuando este le empujó las piernas hacia arriba, por los tobillos, obligándola a flexionar las rodillas y apoyar los talones sobre el colchón, la brisa impactando como etérea caricia sobre su sexo expuesto, velludo, con algunas canas. Casi lloró sintiéndose estúpida, enferma, mirándole suplicante para que no le hiciera aquello, robarle su decencia, su virtud; pero este tan sólo le guiñó un ojo, tendiendose sobre la cama, todavía de pie en el piso, bajando el rostro, bañándola con su aliento, uno más caliente que cualquier brisa. Y quiso gritar, tensarse, cerrar las piernas, pero no pudo.

   -¡Ahhh! -escapó de sus labios cuando algo baboso y caliente hizo contacto con su vagina temblorosa de miedo y pasión. Eso, todo reptante, penetró sus labios y aleteó arriba y abajo sobre su punto mágico, que viejo y todo (así se imaginaba a sí misma), respondió con avidez cuando esos labios se cerraron sobre él (su clítoris, lo sabía pero aún se negaba a pensar en él por ese nombre), chupando, y gritó nuevamente, perdida en sus nuevas sensaciones. Cerró los ojos para no continuar viendo aquella realidad donde era una mujer sucia y debil de carne, donde sus padres le devolvían las severas miradas desde los viejos retratos... cayendo en esa oscuridad que la aterraba momentos antes y que en ese instante era su aliada; las sombras que danzaban alrededor, que parecían siluetas de humo que se distorcionaban y semejaban rostros desfigurados, horribles, con muecas de diversión y odio, ya no le inquietaban aunque la rodeaban toda, haciéndose más consistentes, más definidos. Rostros de una fealdad y crueldad terribles, que aumentaban en tamaño, cuyas cuencas, espirales de humo o vapor girando, parecieron lanzar guiños de complicidad obscenas. Ese joven le quemó con su aliento, resollándole allí, entre sus enmarañados pelos púbicos y era lo único importante. Esos labios atrapaban y sorbían como si el chico comiera guacucos. Esa lengua que iba y venía...

   Y así, con ese chico entrando a su cuarto cuando deseaba, haciéndole aquello, obligándola otras a mover una mano y a tocarlo, duro y punzante, no era extraño que no saliera de su casa, de su cuarto, que nadie la viera en el mundo exterior...

   -¡Cuidado, coño! -grita Ítalo, el niño guapillo de trece años, uno de los mayores y jefe del grupo cuando otro, casi tan alto como él, pero con apenas nueve años de edad, batea la pelotica de goma que sale con fuerza, pega del bordillo de la acera, da un bote feo y vuelta sobre la alta valla de la casa de la bruja.- ¡Mira lo que hiciste, muchacho gafo!

   -Lo siento. -el chico, Antonio Linares, casi parece a punto de llorar. Es el menor del grupo, y le invitaban a jugar con ellos sólo por el tamaño y la habilidad que tenía en el juego, algo natural y que hacía soñar a su madre con verle jugar con Los Navegantes del Magallanes algún día; rico, exitoso y famoso... Bien lejos de Río Grande.

   -¡Lo siento! -le chulea con disgusto Ítalo, realmente cabreado. La pelota era suya, coño... Tomada del cuarto de su hermano, prestada. Aunque este no lo sabía. Y pelota que caía en ese patio nunca era recuperada. La vieja bruja, con el tiempo, se había ido poniendo más y más amargada. Se vuelve hacia un chico negro de eterna sonrisa en los labios.- ¡Es tu culpa, tú trajiste a este carajito, Cruz!

   -No te molestó lo carajito que era cuando lo elegiste para tu equipo. -sentencia este, indiferente, sudando y respirando afanosamente como los demás.- ¿Qué hacemos ahora?

   -Nada, ya se acabó. Sin pelota no hay juego. -tercía Demetrio, amargado y pesimista, un joven de cabellos enmarañados, de un feo tono rojizo naranja, Cerro Prendido, como todos le decían. Lo exacto de la descripción molesta aún más a Ítalo.

   -¡Ve por ella! -le ordena a Antonio.

   -¿Yo? -jadea este tragando en seco, siendo el más chico de todos es quien le teme más a la bruja, a la cual si cree, efectivamente, eso, una bruja.

   -Tú la botaste, tú la buscas. -acusa, luego inicia otra táctica, cruel como lo es siempre entre niños.- ¿O acaso tienes miedo, bebé?

   -Si la bru... Si la señorita Zenobia me ve...

   -No te verá. Hace rato que nadie sabe de ella. -le corta este, mirando hacia la valla y la silueta de la segunda planta de la encerrada casona, fea y con aire de abandono. Era cierto, a la mujer se le veía poco últimamente en la calle, la plaza, la biblioteca o la iglesia. Menos aún desde hacía como dos semanas, cuando había contratado a ese tipo joven para que levantara aquella vaya, buscando aislarse del mundo, que nadie mirara hacia su casa. De ellos, que pararon el juego de pelotica para ver al tipo trabajar. Este lo hizo en tan sólo un día, marchándose dos días después del pueblo, con la novia que todos decían estaba preñada (lo decía su mamá, que conocía la vida de todo el mundo, algo que siempre le molestaba cuando lo escuchaba), y, fuera de un vistazo de la mujer en una ventana, de pie, quieta, lejana, difícil de distinguir sus rasgos, esta había desaparecido. Hace una semana. Ahora ni eso.

   Nadie en Ríos Grande había vuelto a ver a la vieja maestra jubilada Zenobia Morales. Y a nadie parecía inquietarle o preocuparle. O importarle.

CONTINÚA ... 3

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