Bienvenidos
al pueblo…
…...
Dios
mío, ¿qué era aquello? ¿Toda esa desvergüenza? ¿Todo ese
bandidismo?... ¿Ese pecado? La mente de la mujer era un caos
mientras se estremecía bajo la acción de la joven y osada mano
masculina, sintiendo frío y calor bajo aquellos dedos que apretaban
de manera firme pero suave su ancho pezón derecho, de un lado a
otro, que endureció estimulado.
-¡Suéltame!
-graznó, asustada como una niña de sus propias respuestas físicas
y emocionales, apartándose.
-No
ocurre nada, maestra. -el joven sonrió pícaro, ojos chispeantes de
alegre malevolencia, le pareció. Y tuvo que contener un jadeo,
llevándose una mano al ancho pecho cuando posó los ojos en ese
entrepiernas que mostraba un levantamiento largo, visible. Una
masculinidad exhibicionista.- Entonces... ¿puedo atender mis
asuntos?
-Si,
si, yo... -no podía pensar ni reaccionar teniéndole tan cerca, casi
oliendole.
-¿Y
el dinero?
Le
avergonzó salir corriendo a buscarlo, su cuerpo bamboleándose bajo
la fea bata de cama, sabiendo que el muchacho tenía los ojos
clavados en su trasero. ¿Burlándose de ella, de su figura?, se
preguntó por un momento, para estallar en calor y ansiedad de sus
propios anhelos. No, seguramente como todo joven gañan soñaba
con... con... con tocar traseros de mujeres, con refregar su
entrepiernas de ellos. Con... Con... No, no podía permitirse ni
pensarlo. No debía “imaginar” a una mujer con un trasero como el
de ella, cubierto por una bata, siendo obligada a caer de rodillas,
la bata siendo alzada, la pantaleta grade bajada y el culo toqueteado
por la punta de un miembro masculino, caliente y duro, que se
forzaría contra su cerrada y peluda entrada hasta que...
Temblando
como gelatina tomó todo el dinero que encontró en una gaveta, sin
contarlo, y bajó como alucinada las escaleras dejándolo en sus
manos, temblando cuando él cubrió las suyas con esos dedos largos,
sonriéndole. Feliz de chulearla.
-Gracias,
maestra... -su agradecimiento le sonó sucio, insinuante.
Fue
un dia de tortura. De recriminaciones, de llanto, de pedirle perdón
a Dios, rosario en manos, intentando perderse, arrodillada en un
rincón de su cuarto, en la dulce letanía de las repeticiones, en
aquellas palabras que siempre la hicieron sentir mejor. Sin poder
apartar la imagen del chico, su voz, su toque caliente (esas
manos...), su casi desnudez. Gritando frustrada al no poder escapar a
su debilidad (su vicio, su pecado, así lo sentía), se desplomó en
el piso, llorosa. Debía... Piensa en llamar al jefe policial, para
denunciarle por conducta indecorosa. Sentía rabia, dolor,
arrepentimiento, pero también... Ardiendo, con la sangre revuelta,
el cuerpo estremecido como si sufriera fiebres revivió una y otra
vez toda la mañana. Con los pezones doliéndole de lo sensibles que
los tenía.
Pasó
una noche dura, soñando el enorme trasero de una mujer que era
descubiertos de una falda larga, arrodillada ésta en el reclinatorio
de la iglesia, una mano joven bajándole la pantaleta y
posicionándose tras ella mientras el padre Vicente daba un sermón
sobre las pecadoras ciudades de Sodoma y Gomorra, y de cómo sus
habitantes fueron arrojados al tártaro eterno por sus pecados y
concupiscencias. Y mientras escuchaba, la mujer de ese trasero enorme
luchaba, con una mano trémula, contra un miembro viril erecto que se
frotaba de la piel femenina, cuyo glande buscaba su entrada. La mano,
temblorosa y emocionada, y horrorizada, lo tocaba, cerraba los dedos
sobre él, tan caliente y duro, pulsante, alejándolo pero dándole
leves sobos. El padre alzaba el tono censurador y condenatorio, la
gente volvía las miradas pero era tarde. Ese glande se frotaba
contra el arrugado agujero, separándole los pliegues, penetrando,
metiéndosele mientras ella, porque claro, era ella, chillaba de
pecaminosa lujuria en la casa de Dios...
Toda
la noche la jubilada maestra estuvo presa de sueños similares,
viéndose gritando mientras su caídos senos grandes eran tocados por
manos jóvenes, y una boca cubría uno de sus pezones, succionando
como un ávido y entusiasmado lactante... algo que nunca había
experimentado despierta en su vida real. Al otro día, agotada, con
un fuerte dolor de cabeza, más abatida de lo que se había sentido
en toda su vida, le vio llegar. Y le evitó tanto como pudo, notando
que este lanzaba frecuentes miradas al segundo piso, buscándola,
esperando que bajara. Pero no podía, los sueños, las pesadillas, o
lo que fuera habían sido mayores a sus fuerzas. Se pasó el día
encerrada, alejada de la ventana, oyéndole clavar algo, canturrear y
silbar. Llamándola. Lo sabía. Tentandola como Betsabé, la mujer de
Urías (esa zorra pecadora, así lo había pensado siempre), hizo con
David.
Oró
con ojos cerrados, inclinada nuevamente en ese rincón de su cuarto
recargado de todas sus cosas queridas y viejas, la mecedora de madera
pesada, las viejas fotografías de sus padres (había cubierto una,
cercana a la ventana), la ancha cama que fuera de ellos. Cerró los
ojos con más fuerza y quiso perderse en la oración, sentir la paz
que alcanzaba en la iglesia a las tres y media de la tarde cuando
rezaba el rosario junto a otras mujeres. Una paz que ahora no
alcanzaba... desde hacía rato. Menos en esos momentos cuando le
escuchaba silbar y reír como si algo le hiciera cosquillas.
Una
risa franca, descarada. Retadora. Tanto que logró intrigarla y se
asomó a la ventana. No encontrándole a la vista. No trabajando,
cosa que no era rara. Reía al otro lado del patio. Y la curiosidad
fue mayor a ella. Bajó con cuidado, como si flotara algo mareada y
temiera caer. Salir fuera de casa casi le pegó físicamente, el sol,
la luz y el calor le abrumaron por un segundo. Aunque era el calor de
siempre a esas horas del mediodía. Las chancletas hacían ruido al
encaminarse al otro lado de la casona... paralizándose al cubrir la
esquina.
Junto
a los pipotes donde guardaba agua de reserva, y para regar el
jardincito y los árboles frutales, y darles un respiro en tiempos
secos (en Río Grande rara vez se secaba algo), estaba el joven ex
estudiante, el niño al que conociera en la escuela antes de
convertirse en un mozo guapillo. Se estaba bañando con una totuma,
mojando su cabeza, ojos cerrados, todo sonreído sintiendo la fresca
agua recorrerle... prácticamente desnudo. Y si lo hubiera estado no
le habría parecido tan... pecador, pensó con el pecho trancado,
incapaz de inspirar aire.
Descalzo
sobre la grama, junto a los envases metálicos con agua, el joven se
mojaba y reía como si eso le divirtiera, vistiendo tan sólo uno de
esos horribles calzoncillos bikinis que no podía dejar de mirar. Sus
ojos parecieron quedar atrapados en la breve y chillona tela de licra
amarilla, que transparentaba con el agua, aferrándose y dibujando
claramente la silueta del tolete del muchacho, uno que iba
endureciéndose por segundos. Este abrió los ojos y la miró
sonriendo, mojándose con la totuma en una mano y metiendo la otra
dentro del pequeño calzoncillo, frotándose como si se lavara, pero
viéndose terriblemente excitante, sucio y pecaminoso.
Mareada,
alcanzada por un calor que ya la sancochaba, la mujer logró
despegarse de allí, gritándole que debía irse, marcharse y no
volver. Y escapó a la carrera, dando tumbos, gimiendo; huyendo de sí
misma, de la oleada de lujuria que la envolvía y la hacía sentirse
sucia, ridícula, estúpida; una vieja necia que...
No
quiso verle, bajar a hablar con él, aunque la llamó, todo
seriecito, voz educada, como un buen niño que de pronto parecía
desconcertado y dolido por el regaño de su maestra. No quiso
escuchar sus explicaciones. Encerrada en su habitación, casi
recluida (sin almorzar ni cenar), se arrodilló y rezó mucho, con el
cabello suelto y el rostro manchado de lágrimas. Parecía una Sayona
más vieja mientras buscaba la ayuda de Dios, su fortaleza y
consuelo, pero sabiendo que fallaba. Mordiéndose los labios hasta
hacerlos sangrar tan sólo podía revivir en su atormentada mente la
figura del chico mojado, prácticamente desnudo, o cuando le
tocara... Lloró sintiéndose mal, derrotada. Perdida. Le parecía
que bordeaba un abismo negro, profundo, horrible, un pozo tan grande
como la laguna. Uno que ocultaba en sus sombras algo que la amenazaba
horriblemente. Algo vivo y real que reía silente de su angustia, de
su dolor y tormento, de su debilidad. Algo que la miraba en esos
momentos, aún allí, en su alcoba, sabiendo que estaba fallando.
Disfrutándolo. Esperando verla condenarse.
Esa
noche, afiebrada y débil por el ayuno y los tormentos, sintió que
la cama subía y bajaba. En un momento dado, dando cabezadas se
preguntó en qué momento apagó las luces, justo cuando más miedo
tenía de la oscuridad, esa que habitaba en el pozo negro de su
desesperación. No lo recordaba. No sabía qué le pasaba. La ventana
estaba abierta, nunca la dejaba así, pero ahora lo estaba. Una brisa
cálida y perfumada a flores penetraba y bañaba su cuerpo
transpirado haciéndola temblar. Y le vio subir, trepando a su
ventana como un joven y secreto amante, sonriendo pícaro al
mirarla...
-Hola,
maestra, ¿se siente mejor? -y entró, decidido, con movimientos
gráciles, hermosos.
Ella
quiso alejarle, exigirle que se fuera, pero era tan guapo, se veía
tan lindo sonriéndole, llegando a los ies de la ancha cama que sólo
había visto sexo en tiempo de sus padres, algo en lo que nunca quiso
pensar (ni en lo seguramente insatisfactorio que debió ser el acto
con un hombre como su papá). Sintió las manos calientes del chico
subiéndole la bata, acariciandole los obesos y flojos muslos,
dejándola paralizada, rígida, expectante. Quiso gritar para
detenerle, en serio, cuando este tomó los bordes superiores de su
ancha y vieja pantaleta, halándola, sacándosela lentamente,
haciéndola temblar por la sonrisa que le lanzaba mientras sus ojos
jóvenes brillaban de lujuria. No, no, buen Dios, esto era una
locura. Ese muchacho...
Toda
idea murió cuando este le empujó las piernas hacia arriba, por los
tobillos, obligándola a flexionar las rodillas y apoyar los talones
sobre el colchón, la brisa impactando como etérea caricia sobre su
sexo expuesto, velludo, con algunas canas. Casi lloró sintiéndose
estúpida, enferma, mirándole suplicante para que no le hiciera
aquello, robarle su decencia, su virtud; pero este tan sólo le guiñó
un ojo, tendiendose sobre la cama, todavía de pie en el piso,
bajando el rostro, bañándola con su aliento, uno más caliente que
cualquier brisa. Y quiso gritar, tensarse, cerrar las piernas, pero
no pudo.
-¡Ahhh!
-escapó de sus labios cuando algo baboso y caliente hizo contacto
con su vagina temblorosa de miedo y pasión. Eso, todo reptante,
penetró sus labios y aleteó arriba y abajo sobre su punto mágico,
que viejo y todo (así se imaginaba a sí misma), respondió con
avidez cuando esos labios se cerraron sobre él (su clítoris, lo
sabía pero aún se negaba a pensar en él por ese nombre), chupando,
y gritó nuevamente, perdida en sus nuevas sensaciones. Cerró los
ojos para no continuar viendo aquella realidad donde era una mujer
sucia y debil de carne, donde sus padres le devolvían las severas
miradas desde los viejos retratos... cayendo en esa oscuridad que la
aterraba momentos antes y que en ese instante era su aliada; las
sombras que danzaban alrededor, que parecían siluetas de humo que se
distorcionaban y semejaban rostros desfigurados, horribles, con
muecas de diversión y odio, ya no le inquietaban aunque la rodeaban
toda, haciéndose más consistentes, más definidos. Rostros de una
fealdad y crueldad terribles, que aumentaban en tamaño, cuyas
cuencas, espirales de humo o vapor girando, parecieron lanzar guiños
de complicidad obscenas. Ese joven le quemó con su aliento,
resollándole allí, entre sus enmarañados pelos púbicos y era lo
único importante. Esos labios atrapaban y sorbían como si el chico
comiera guacucos. Esa lengua que iba y venía...
Y
así, con ese chico entrando a su cuarto cuando deseaba, haciéndole
aquello, obligándola otras a mover una mano y a tocarlo, duro y
punzante, no era extraño que no saliera de su casa, de su cuarto,
que nadie la viera en el mundo exterior...
-¡Cuidado,
coño! -grita Ítalo, el niño guapillo de trece años, uno de los
mayores y jefe del grupo cuando otro, casi tan alto como él, pero
con apenas nueve años de edad, batea la pelotica de goma que sale
con fuerza, pega del bordillo de la acera, da un bote feo y vuelta
sobre la alta valla de la casa de la bruja.- ¡Mira lo que hiciste,
muchacho gafo!
-Lo
siento. -el chico, Antonio Linares, casi parece a punto de llorar. Es
el menor del grupo, y le invitaban a jugar con ellos sólo por el
tamaño y la habilidad que tenía en el juego, algo natural y que
hacía soñar a su madre con verle jugar con Los Navegantes del
Magallanes algún día; rico, exitoso y famoso... Bien lejos de Río
Grande.
-¡Lo
siento! -le chulea con disgusto Ítalo, realmente cabreado. La pelota
era suya, coño... Tomada del cuarto de su hermano, prestada. Aunque
este no lo sabía. Y pelota que caía en ese patio nunca era
recuperada. La vieja bruja, con el tiempo, se había ido poniendo más
y más amargada. Se vuelve hacia un chico negro de eterna sonrisa en
los labios.- ¡Es tu culpa, tú trajiste a este carajito, Cruz!
-No
te molestó lo carajito que era cuando lo elegiste para tu equipo.
-sentencia este, indiferente, sudando y respirando afanosamente como
los demás.- ¿Qué hacemos ahora?
-Nada,
ya se acabó. Sin pelota no hay juego. -tercía Demetrio, amargado y
pesimista, un joven de cabellos enmarañados, de un feo tono rojizo
naranja, Cerro Prendido, como todos le decían. Lo exacto de la
descripción molesta aún más a Ítalo.
-¡Ve
por ella! -le ordena a Antonio.
-¿Yo?
-jadea este tragando en seco, siendo el más chico de todos es quien
le teme más a la bruja, a la cual si cree, efectivamente, eso, una
bruja.
-Tú
la botaste, tú la buscas. -acusa, luego inicia otra táctica, cruel
como lo es siempre entre niños.- ¿O acaso tienes miedo, bebé?
-Si
la bru... Si la señorita Zenobia me ve...
-No
te verá. Hace rato que nadie sabe de ella. -le corta este, mirando
hacia la valla y la silueta de la segunda planta de la encerrada
casona, fea y con aire de abandono. Era cierto, a la mujer se le veía
poco últimamente en la calle, la plaza, la biblioteca o la iglesia.
Menos aún desde hacía como dos semanas, cuando había contratado a
ese tipo joven para que levantara aquella vaya, buscando aislarse del
mundo, que nadie mirara hacia su casa. De ellos, que pararon el juego
de pelotica para ver al tipo trabajar. Este lo hizo en tan sólo un
día, marchándose dos días después del pueblo, con la novia que
todos decían estaba preñada (lo decía su mamá, que conocía la
vida de todo el mundo, algo que siempre le molestaba cuando lo
escuchaba), y, fuera de un vistazo de la mujer en una ventana, de
pie, quieta, lejana, difícil de distinguir sus rasgos, esta había
desaparecido. Hace una semana. Ahora ni eso.
Nadie
en Ríos Grande había vuelto a ver a la vieja maestra jubilada
Zenobia Morales. Y a nadie parecía inquietarle o preocuparle. O
importarle.
CONTINÚA ... 3
No hay comentarios.:
Publicar un comentario