jueves, 11 de abril de 2019

LOS HEREDEROS... 3

LOS HEREDEROS                          ... 2
   Sabe a lo que va...
......

   Aunque el este capitalino ya no era lo que había sido, el aire de ordinariez y decadencia que la revolución soplaba a dos carrillos como un mal aliento lo había infectado todo, aún se conservaba un duro corazón de conservacionismo. Hermosas y costosas propiedades adornaban lo alto de La Lagunita Country Club, mismas que no estaban a la venta ni al alcance de las nuevas fortunas hechas del saqueo del Banco Central, aunque sus ocupantes originarios ya no estuvieran allí, marchados unos tiempo atrás cuando notaron hacia dónde se encaminaba todo (muchos extranjeros que en su momento escaparon de conflictos parecidos y sabían su lógica conclusión), y otros que al ver que el aire se enrarecía cada vez más, decidieron picar los cabos no fuera a caerles su “noche de los cristales rotos”. El país se arruinaba y habría que buscar a un culpable frente a las masas engañadas y traicionadas para paliar la miseria con “justicia roja”. No fuera a tocarles a ello la rifa del tigre. Otros se mantenían parapeteados tras sus muros, esperando que todo cambiara, que la cordura regresara. Eran los más ingenuos. Actitud peligrosa, el negarse a vender, la verdad fuera dicha; a muchos de ellos les costaba esconder el asco que sentían de negociar con esos bandidos y parecía enfermarles la idea de permitirles tocar lo que fuera suyo.

   Una de esas propiedades, si no la más vistosa tampoco la menos hermosa (cualquier otra cosa le habría revuelto la bilis), le pertenecía a Oswaldo Simanca. Era vasta, extensa, hermosa. Todo ella. Una casona de tres plantas sin contar los sótanos, un garaje impresionante, la pista de tenis, el campo de golf, la piscina prácticamente olímpica, los extensos jardines, las acacias y apamates dando una falsa impresión de campo, las rosas que parecían una ilusión cuando floreaban prácticamente al salir de la cocina (el camino más directo a la piscina). Todo aquello le pertenecía, y para ser un hombre salido de la nada (de la basura, decían muchos; de la mierda, aclaraban otros), había alcanzado bastante. Mucho. Lamentablemente no lo suficiente.

   -Nunca tendrás bastante, amigo, entiéndelo ya; te vas a morir un día añorando lo que no conseguiste. Y será triste. -había sentenciado una vez uno de sus mejores amigos, Ricardo Amaya, con ese tono agresivo de voz que casi le hacía despiadado, pero preocupado en el fondo.- Si no te para a ver lo que ya tienes nunca disfrutarás el momento, ni lo alcanzado. Coño, ya tienes bastante para ser feliz.

   Pero no podía. Contaba con mucho, sí, pero no con todo. Aunque no era su culpa, ¿cierto? Había cuentas que saldar con el pasado, por ejemplo, con los Garibaldi, esos italianos hijos de puta, luego podría descansar. Tal vez.

   Nada de tal vez, maldito farsante, ¿cuándo serás sincero contigo mismo?, te morirás compitiendo, peleando por más, le aclaraba una vocecita en su cabeza; una que se parecía mucho a la molesta voz de su amigo.

   Como fuera, no era día para la introspección. Este era una mierda, a pesar de lo temprano de la hora, y no se hacía ilusiones con el resto de la jornada, aunque ni iniciaba. Ladea el cuello y le parece que algo trona, y feo, estaba tan tenso...

   Hombre de rutinas despertaba temprano, antes salía a trotar a la calle, cuando no tenía tanto (es decir, cuando no vivía en lo alto de una loma ni tan lejos de las aceras), ahora iba a su propio gimnasio bajo su techo y dedicaba de veinte a treinta minutos a sus ejercicios, incluidos algo de pesas. Debía cuidar la figura. Especialmente a su edad. De cabello negro y ojos de igual tono, oscuros pero brillantes cuando se dejaba arrastrar por la risa, la ira o la pasión, su tono de piel cobrizo claro destacaba por las largas pestañas y labios llenos. Su barbilla cuadrada, que hablaba de obstinación (“de necedad terca”, volvía la voz del amigo), solía cubrirse pronto con una sombra oscura de barba que le prestaba un aire masculino y atractivo. Anchos de hombros luchaba contra toda blandura, flacidez o gordura, y lo lograba. Su cuerpo era atlético aunque no exagerado. Atractivo. De largas piernas, buenas espaldas y brazos. Aunque las mujeres alababan su trasero, le gustaban más los comentarios sobre su tranca, a pesar de que nunca contaría algo como eso. Bueno, si, una vez, ebrio, a Ricardo, quien zanjó el asunto con un:

   -Coño, cuando bebes te pones marico. ¿Cómo no me fijé antes?

   Era un carajo guapo, mucho, en una buena edad y poseedor de una buena fortuna, ¿por qué no era feliz?, se pregunta mientras se quita la bata con la que se cubriera después de sudar y darse una enjuagada, arrojándose a la piscina a bracear un rato.

   No lo era, feliz, por la misma razón que Mafalda, por culpa de los demás, gruñe para sí mientras nada con rapidez, casi con rabia, su nuca, espalda y trasero (enfundado en un ajustado bañador tipo boxer), salen y se sumergen en el agua, llegado de una punta a la otra y regresando.

   Aunque temprano, ya había tenido unas palabras con Gabriela Requena de Simanca, su mujer, por los planes para festejar su cumpleaños, que la mujer se había empeñado en celebrar este fin de semana. No es en sí la idea de la fiesta lo que le irrita, el tener que encontrarse con mucha gente que tal vez se siente obligada a estar allí, sino a tener que ser amable y atentos con otros. Mientras pasan los años y los negocios le volvían más despiadado, menos paciencia tenía para con los demás, aunque odiara la idea de ser grosero con otros. Recuerda bien sus años de pobreza como para saber qué tan duro podía ser el trato desconsiderado. El asunto era que Gabriela quería lanzar la quinta por la ventana, recrear algo parecido a una coronación, invitando a medio país, entre ellos a muchos personero del régimen con los cuales mantenía negocios. Algo que no deseaba se supiera, o se reseñara mucho en la prensa.

   Dueño de fábricas procesadoras de envasados y una de cervezas, en la pelea que el régimen mantenía con el Grupo Polo por el control de los alimentos le salpicaba de comentarios. Muchos, y no de buena fe la mayoría. Le acusaban de conspirar con el gobierno para doblegar a la familia dueña del consorcio para apoderarse de sus fábricas. Lo que no era cierto, no quería robarles nada, aunque si... desplazarles. Que eso coincidiera con los deseos del régimen era algo puntual, algo de lo que el público no hablaba en general (y bien que se encargaba de mantenerlo lejos del ojo de Saurón a través de los medios que controlaba), pero una fiesta sería un enorme reflector sobre su persona que no podría disimular. Menos en un país tan radicalizado. Muchos se le iban a lanzar al cuello.

   Había intentado parar la fiesta, convencer a Gabriela de que prefería algo más privado, pero esta se había mostrado inusitadamente terca en el punto: ella la quería, deseaba que todos le vieran con su familia y sus hijos, los gemelitos... Que cumplían años el mismo día que él.

   -Quiero una fiesta bella para ellos. -había sido parte del chantaje emocional de la mujer.

   Mala pata que Alberto y Victoria nacieran el mismo día que él, no celebrarlo (él, que de niño careció de todo, aún de una piñata), le sentaba mal. Mientras nada, jadeando, no puede evitar sonreír recordando un comentario al respecto que hizo ese amigo de lengua afilada hace tiempo.

   -¿Coincidencia? ¿Crees que Gabriela no sabía lo que hacía? Amigo, seguro que retrasó los dolores de parto dos días, o los adelantó para que coincidieran las fechas natales de todos ustedes.

   -Tu si dices mariqueras, ¿por qué haría eso? -recuerda que se alteró un poco, como siempre que discutían sobre algo. La sonrisa de este fue dura (ellos, Ricardo y Gabriela, nunca se habían llevado bien).

   -Cuando decidió que sería tu mujer imagino que sabía que debía luchar contra el recuerdo de Elena, contra un fantasma tan querido. Y una manera de asegurarse el desplazarla era dándote hijos propios, algo que Elena no pudo. ¿Y qué mayor halago a tu ego simplón que nacieran el mismo día que tú? ¿Qué mejor regalo?

   -Dios, eres retorcido.

   -Tú óyeme a mí y nunca te pelees con ella. Y si lo haces... no le des la espalda. -había terminado diciéndole este, abriendo los brazos y sonriendo como diciendo “ya me lo agradecerás”.

   La verdad era que lo de Gabriela y el doble parto... Como siempre que llegaba a ese punto, lo deja así. No le gusta pensar en ella como una mujer calculadora o taimada, aunque sabía que era lista y sabía sacar sus cuentas. Sin detenerse a tomar aire se gira y patea nuevamente contra el borde de la piscina impulsandose en dirección contraria. Por lo general la mujer desistía cuando sabía que algo le molestaba. Se cuidaba de no irritarle. Pero en este caso....

   ¡Joder!, la fiesta se haría y tendría que darle cara a medio país... con esa gentuza a su lado. Eso por un lado. Lo otro que le altera es la reunión que se vio obligado a transar con esa reportera insufrible que mantenía un espacio importante en el canal de noticias Global. Generalmente no concedía entrevistas, no hablaba de su vida privada, de sus orígenes, algo que cualquiera que lo deseara podía investigar por su cuenta, y menos a una mujer tan dura. Rosalba Marcano, una de las estrellas de su canal de televisión hasta que tuvo que salir de ella por líneas editoriales que afectaban algunos negocios. La mujer nunca se lo perdonó. Detalle que casi le costó la amistad de Ricardo, por cierto, el cual se puso del lado de Rosalba en ese punto. Le molestó que lo hiciera, que no le diera la razón, pero más le asustó entender que el otro, efectivamente, podía alejarse afectivamente de su lado.

   Como fuera, no había podido negarse a la cita cuando ella insistió. ¡La muy ladina!

   -No suelo hablar de mi vidad privada, señorita Marcano, creo que lo sabe. -fue fríamente educado por teléfono al responder a su llamada. Por una vez la buena de Adelaida, su asistente privada, había fallado a la hora de servirle de parachoque.

   -Lo sé, señor Simanca. -casi pudo oirla sonreír con sorna a través del aparato, tenía esa cualidad enervante. Entre muchas otras, lo que tal vez explicaba que siguiera soltera.- Pero su vida es objeto de interés de mi público. Me gustaría preguntarle algunas cosas, sobre su primera esposa, Elena Sotillo. Sobre su... deceso. -el tono fue ominoso y se tensó.

   -No entiendo...

   -Quisiera conocer su opinión sobre algunos comentarios que circulan por allí, sobre las causas de su muerte.

   -Estaba enferma. Cáncer... -conteniendo la rabia, comenzó a replicar pero ella le interrumpió.

   -Entiendo que lo padecía, pero hay quienes sostienen que no fue eso lo que acabó con ella. ¿Es cierto que cuando ella aún luchaba por su salud, su actual esposa, era... su asistente privada?

   ¡Maldita perra! Sabía que la mujer quería provocarle, molestarle (¡y qué éxito!), que nunca se atrevería a usar aquellas sucias insinuaciones por televisión, lo sabe, pero podría hacerlo a través de otros conductos, y justo en esos momentos lo que menos quería era llamar la atención sobre flancos difíciles de cubrir. ¿Quién podía salvarse de un rumor malsano? Y ella podía hacerle ese daño. Sabía que se la tenía jurada. Así que aceptó la cita. El día anterior, para esa mañana, recordó sintiendo que la bilis se le revolvía una y otra vez en la garganta.

   Emerge del agua, casi a la mitad de la alberca y jadea con fuerza, casi con rabia, el cabello hacia atrás, todo él cubierto de gotitas de agua. Una visión realmente atractiva.

   Pero si eso no fuera suficiente para dañarle el ánimo ese día estaba lo de la filtración sobre La Hacienda, el que había mostrado interés en adquirirla. ¿Cómo coño pasó?, la rabia le ahoga nuevamente. Dios, ¡odiaba tanto a los Garibaldi! Quitarles la propiedad de marras esas, derribándola hasta que no quedara sino un montón de escombros que sirviera de criadero a un montón de chivos apestosos, que lo vieran y sufrieran, era uno de sus sueños. Y ahora peligraba por las habladurías. Fuera de su gente de confianza sólo lo discutió con la idiota esa, Sofía Nazario… Quien, la verdad fuera dicha podía serlo todo menos tonta.

   ¿Le habría traicionado? No, no lo creía. No al menos conscientemente. La mujer era inteligente y sabía que su familia, los Garibaldi, la despreciaba, que nunca debía esperar nada de ellos, ni siquiera gratitud perjudicándole a él. Pero trataba a los primos, tal vez con dos copitas de más le había contado algo a Aquiles Garibaldi (arruga la frente, nunca la ha visto perder el control, ¿cómo sería rascada?, ¿reiría mucho, se pondría peleona o le metería manos a algun hombre?). Como fuera, ya le daría lo que merecía. Aunque la damita le había servido bien, no le agradaba. Había algo en ella que siempre le provocaba escalofríos. Tal vez era esa eterna sonrisa de “nada puede afectarme”. Siempre, en presencia de ella, de esa mueca que parecía dibujada en su cara, pensaba lo mismo: si la muerte tiene cara, y sonríe, debe ser algo así. No sabe por qué, pero era lo que sentía frente a Sofía... una de las sobrinas preferidas de Ricardo. Eso también le traería problemas con el gordito ese.

   Y si, habían otras cositas que le molestaban, pero lo de la fiesta, la entrevista y las noticias sobre su interés en La Hacienda le habían arruinado el día. La semana y quién sabe si el mes y el trimestre. A pesar de todo no puede contener una leve sonrisa al ver a la fiel Ramona acercarse con una bandejita donde carga su aperitivo de cada mañana. Un delicioso café negro con algo de cacao, en una mezcla que sólo ella era capaz de lograr, y algún sanguchito para que engañara al estómago hasta la hora del desayuno. La estudia mientras le sonríe leve y sale del agua, notando como se colorean sus mejillas y la entiende. Aunque apenas cercana a los cincuenta años de edad, Ramona Contreras era una mujer que se consideraba a sí misma “vieja y respetable”, y verle a él tan desnudo, cubierto de agua y con el corto bañador que se ajustaba de manera evidente a sus genitales y trasero (con la mano lo despega de su piel), debía mortificarle un poco. Aunque no era eso lo explicaba su mirada distante. Algo fría.

   Romana había sido, y era, una leal servidora de la familia. Había adorado a Elena, y en la misma medida resentía a Gabriela, quien había intentado botarla nada más poner un pie en la quinta, provocándole un problema de marca mayor como seguramente sólo lo tuvo Abraham cuando tenía en la misma carpa a la esclava árabe preñada y se le embaraza justo por esos días también la legítima. Una de los pocos caprichos que no le cumplió a Gabriela, por cierto, cuando esta tomara posesión de la casona, aunque sí salió de muchos otros. Esa pelea entre ambas quedó allí, en tablas. Por ahora.

   No pudo correrla. Ramona era... Ramona. La que sabía preparar el café como le gustaba (y a Ricardo, a quien la mujer mingoneaba bastante), pero esta pareció nunca perdonarle del todo el que trajera a otra mujer a ocupar el lugar de su señora. Y menos tan pronto.

   -Buenos días. -la saluda.

   -Buenos días, señor. -responde amable, pero no sonríe, no le mira mientras deja la bandejita plateada y reluciente en una mesita junto a dos sillas de piscinas. El aroma a café sale de una teterita brillante, sobre un platillo descansa un pan de sánguche, cuadrado pero cortado en dos triángulos, el cual deja escapar un gratísimo olor a mantequilla, queso amarillo y jamón de espalda. El estómago le gruñe inmediatamente. La voz de ella le distrae.- La... señora quiere que le avise que sus hermanos les acompañarán para el desayuno.

   -¿Mis cuñados aquí? ¿Tan temprano? -casi gruñe, ceñudo. La mujer le mira, inmutable.- ¿Qué quieren?

   -¿Y cómo voy a saberlo? No son mis cuñados.

   -Ramona...

   -¿Le sirvo?

   -Deja, yo me ocupo. Y gracias. -baja el tono, en verdad no le gusta molestarse con ella.- ¿Vendrá alguien más? -la mujer de Arturo Requena, el mayor de sus cuñados, siempre lograba incomodarle. No sabía por qué. O sí lo sabía pero prefería olvidarlo. Olivia le culpaba de taparearle un bochinche al marido años atrás, cuando estudiaban juntos, recuerda mientras sirve el negro brebaje en una taza grande.

   -No, sólo ellos dos. -medio asiente la mujer con la cabeza, como doncella de programa de televisión, siempre le hacía gracia eso, y se aleja. A llevar con puño de hierro la dirección de la casa. Si Gabriela la dejaba.

   Cae sobre una de las sillas y por primera vez se relaja, saboreando el amargo brebaje endulzado. Perfecto. Siente el ardiente líquido iniciar una fiesta en su lengua antes de tragarlo. Dos sorbos más y casi lo acaba. No estaba realmente recién hecho, la mujer sabía que le gustaba caliente pero no hirviente. Distraídamente toma uno de los triángulos de pan, tostadito y tibio, apretándolo, el queso amarillo desbordándose un poco, y da un buen mordisco. Eternamente cuidando el peso, a veces sentía que llevaba hambre atrasada. Dios, estaba casi tan bueno como el café, se dice dejándose llevar por la nada, sin desear pensar, ni siquiera en la visita de los cuñados. Seguramente Gabriela les había llamado para que la apoyaran con lo de la fiesta.

   Si tan sólo el hijo de perra de Ricardo estuviera allí para contar con alguien a su lado. Por un segundo siente un molesto vacío en su interior. No por pensar en el amigo, sino porque... este se había ido a pasar unos días a la orilla de un río dizque a pescar, como en la película de los vaqueros maricones aquellos. Acompañado de un hombre. Uno con el cual seguramente se estaba acostando. O, más precisamente, follando.

   Aparta el pedazo de sánguche que queda, botando aire. Era extraño que no tuviera ningún tipo de problemas con el que Ricardo fuera bisexual, más bien le parecía algo gracioso a cierto nivel, pero no le gustaba imaginarle en brazos de otro hombre. En una boca rodeada de barba y bigote acercándose a la suya y cubriendola. Dios, ¿se podía ser tan posesivo que se celara aún a los amigos? Bien, no tenía muchos, no de los buenos. Y le asustaba lo que Ricardo, su mejor amigo, estaba haciendo. No perderse en un río con un tipo (ojalá la policía los agarre, no puede evitar pensar), sino lo otro. Que estuviera pensando en emigrar del país. Venezuela se estaba quedando si lo mejor de sus profesionales, y era algo molesto, pero, esta vez, le pegaba directamente. Y lo odiaba. ¿Cómo podía el enano ese pensar en dejarle? Ah, pero ya se llevaría una sorpresa. No tenía ninguna intención de dejarle partir.
......

   -Por Dios, es muy temprano para eso, ¡dejen dormir! -grita alguien golpeando la pared del cuarto de motel, haciendo sonreír a Eliseo Cabrera.

   O todo lo que puede mientras tiene el rostro enterrado entre las turgentes nalga del muchacho (Eddie, le había recordado este poco antes, cuando se lo preguntara al sacarle el güevo de la boca), chupándole de manera impresionante el agujero. Y una lengua entrándote por el culo, unos labios cerrándose sobre los pliegues anales, era algo que pocos carajos podían resistir si se hacía bien, y menos cuando lo hacía alguien como él, se dice con modestia. Así que era normal que el chico se estremeciera sobre la cama, tensando los músculos de la espalda, nalgas y piernas, de panza, mirándole sobre un hombro con ojos de torturado, mientras le tiene las caderas montadas sobre dos almohadas, alzándole el trasero, la pantaleta por debajo de las bolas, las nalgas separadas con los pulgares y enterrándole la lengua.

   -Ahhh... -el chico gime, estremeciéndose más, meciendo el cuerpo de adelante atrás, necesitado de frotar contra el colchón su propio miembro duro, buscando algo de alivio a la tensa excitación que tiene. Ese hombre le quema con su aliento, esa barba le raspa, esa lengua...

   Era caliente, reptante, y estaba cogiéndole prácticamente con ella. Ese culito temblaba y se abría bajo su acción, demostrando que lo hacía bien y que el otro lo estaba disfrutando. Si, había aflojado tantos culos así... Mira el reflejo en el espejo del viejo mueble en un rincón (imagina que puesto allí como agregado sexual, aunque se veía sucio y polvoriento), y se complace del cuadro que ve.

   Arrodillado e inclinado hacia adelante, entre la piernas del chico, comiéndole el culo abierto y expuesto, que tiembla, se abre y se cierra, del cual mana saliva espesa, él todavía cubierto con el boxer holgado, su largo y grueso tolete colgando tieso como una lanza, goteando sus jugos también, contrasta con el guapo joven que se agita y gime sobre esa cama. Un hombre comiéndole el culo a un chico, un hombre hecho y derecho enloqueciendo sexualmente a uno más joven, uno que creía saber lo que era el sexo pero que no había experimentado la penetrada de una lengua osada, el agarre firme de un hombre que goza del sexo, sí, pero también de controlar sexualmente a cierto nivel.

   Eliseo sonríe al retirar su lengua, ese culito sufriendo espasmos como de necesidad, ese enrojecer tembloroso mientras lentamente mordisquea de una nalga a la otra, raspando la sensible piel con su barba, deteniéndose a dos centímetros de ese horno que era el hoyito titilante y soplar suavemente, para verlo abrirse y cerrarse, y al chico tensarse todavía más en la cama, sobrepasado por la lujuria. Todo eso le encanta.

   No era un tipo malo, cruel o dominante, aunque sabía que le gustaba ser algo controlador; no era un demente abusador. Le gustaba participar, hacer disfrutar a la otra persona, o personas, porque es lo suficientemente corrido para haber experimentado el haber estado con dos jóvenes a quienes pusiera a chillar una vez sobre una cama con un consolador de dos puntas. Si, todo eso lo ha hecho, preocuparse por el goce de otros, pero el suyo era más importante, ¿qué se le iba a hacer? Y enloquecer, obligar a responder de manera perdida, tenerles frenético era algo que le encantaba. Como ahora, cuando vuelve a enterrar la cara ensalivada entre esas nalgas y azota el ojete anal que se abre y le da la bienvenida. Metiéndosela otra vez, con chasquidos de chupadas, bañándole de cálida saliva.

   -Tienes el coñito mojado, bebé. -le dice ronco, riente, tratandole como sabe que el otro quiere, medio mordiéndole otra vez una nalga. Oyéndole gemir, viéndole estremecerse, sabiéndole bien caliente. Listo para que tome todo de él…

CONTINÚA ... 4

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