Sabe
a lo que va...
......
Aunque
el este capitalino ya no era lo que había sido, el aire de
ordinariez y decadencia que la revolución soplaba a dos carrillos
como un mal aliento lo había infectado todo, aún se conservaba un
duro corazón de conservacionismo. Hermosas y costosas propiedades
adornaban lo alto de La Lagunita Country Club, mismas que no estaban
a la venta ni al alcance de las nuevas fortunas hechas del saqueo del
Banco Central, aunque sus ocupantes originarios ya no estuvieran
allí, marchados unos tiempo atrás cuando notaron hacia dónde se
encaminaba todo (muchos extranjeros que en su momento escaparon de
conflictos parecidos y sabían su lógica conclusión), y otros que
al ver que el aire se enrarecía cada vez más, decidieron picar los
cabos no fuera a caerles su “noche de los cristales rotos”. El
país se arruinaba y habría que buscar a un culpable frente a las
masas engañadas y traicionadas para paliar la miseria con “justicia
roja”. No fuera a tocarles a ello la rifa del tigre. Otros se
mantenían parapeteados tras sus muros, esperando que todo cambiara,
que la cordura regresara. Eran los más ingenuos. Actitud peligrosa,
el negarse a vender, la verdad fuera dicha; a muchos de ellos les
costaba esconder el asco que sentían de negociar con esos bandidos y
parecía enfermarles la idea de permitirles tocar lo que fuera suyo.
Una
de esas propiedades, si no la más vistosa tampoco la menos hermosa
(cualquier otra cosa le habría revuelto la bilis), le pertenecía a
Oswaldo Simanca. Era vasta, extensa, hermosa. Todo ella. Una casona
de tres plantas sin contar los sótanos, un garaje impresionante, la
pista de tenis, el campo de golf, la piscina prácticamente olímpica,
los extensos jardines, las acacias y apamates dando una falsa
impresión de campo, las rosas que parecían una ilusión cuando
floreaban prácticamente al salir de la cocina (el camino más
directo a la piscina). Todo aquello le pertenecía, y para ser un
hombre salido de la nada (de la basura, decían muchos; de la mierda,
aclaraban otros), había alcanzado bastante. Mucho. Lamentablemente
no lo suficiente.
-Nunca
tendrás bastante, amigo, entiéndelo ya; te vas a morir un día
añorando lo que no conseguiste. Y será triste. -había sentenciado
una vez uno de sus mejores amigos, Ricardo Amaya, con ese tono
agresivo de voz que casi le hacía despiadado, pero preocupado en el
fondo.- Si no te para a ver lo que ya tienes nunca disfrutarás el
momento, ni lo alcanzado. Coño, ya tienes bastante para ser feliz.
Pero
no podía. Contaba con mucho, sí, pero no con todo. Aunque no era su
culpa, ¿cierto? Había cuentas que saldar con el pasado, por
ejemplo, con los Garibaldi, esos italianos hijos de puta, luego
podría descansar. Tal vez.
Nada
de tal vez, maldito farsante, ¿cuándo serás sincero contigo
mismo?, te morirás compitiendo, peleando por más, le aclaraba una
vocecita en su cabeza; una que se parecía mucho a la molesta voz de
su amigo.
Como
fuera, no era día para la introspección. Este era una mierda, a
pesar de lo temprano de la hora, y no se hacía ilusiones con el
resto de la jornada, aunque ni iniciaba. Ladea el cuello y le parece
que algo trona, y feo, estaba tan tenso...
Hombre
de rutinas despertaba temprano, antes salía a trotar a la calle,
cuando no tenía tanto (es decir, cuando no vivía en lo alto de una
loma ni tan lejos de las aceras), ahora iba a su propio gimnasio bajo
su techo y dedicaba de veinte a treinta minutos a sus ejercicios,
incluidos algo de pesas. Debía cuidar la figura. Especialmente a su
edad. De cabello negro y ojos de igual tono, oscuros pero brillantes
cuando se dejaba arrastrar por la risa, la ira o la pasión, su tono
de piel cobrizo claro destacaba por las largas pestañas y labios
llenos. Su barbilla cuadrada, que hablaba de obstinación (“de
necedad terca”, volvía la voz del amigo), solía cubrirse pronto
con una sombra oscura de barba que le prestaba un aire masculino y
atractivo. Anchos de hombros luchaba contra toda blandura, flacidez o
gordura, y lo lograba. Su cuerpo era atlético aunque no exagerado.
Atractivo. De largas piernas, buenas espaldas y brazos. Aunque las
mujeres alababan su trasero, le gustaban más los comentarios sobre
su tranca, a pesar de que nunca contaría algo como eso. Bueno, si,
una vez, ebrio, a Ricardo, quien zanjó el asunto con un:
-Coño,
cuando bebes te pones marico. ¿Cómo no me fijé antes?
Era
un carajo guapo, mucho, en una buena edad y poseedor de una buena
fortuna, ¿por qué no era feliz?, se pregunta mientras se quita la
bata con la que se cubriera después de sudar y darse una enjuagada,
arrojándose a la piscina a bracear un rato.
No
lo era, feliz, por la misma razón que Mafalda, por culpa de los
demás, gruñe para sí mientras nada con rapidez, casi con rabia, su
nuca, espalda y trasero (enfundado en un ajustado bañador tipo
boxer), salen y se sumergen en el agua, llegado de una punta a la
otra y regresando.
Aunque
temprano, ya había tenido unas palabras con Gabriela Requena de
Simanca, su mujer, por los planes para festejar su cumpleaños, que
la mujer se había empeñado en celebrar este fin de semana. No es en
sí la idea de la fiesta lo que le irrita, el tener que encontrarse
con mucha gente que tal vez se siente obligada a estar allí, sino a
tener que ser amable y atentos con otros. Mientras pasan los años y
los negocios le volvían más despiadado, menos paciencia tenía para
con los demás, aunque odiara la idea de ser grosero con otros.
Recuerda bien sus años de pobreza como para saber qué tan duro
podía ser el trato desconsiderado. El asunto era que Gabriela quería
lanzar la quinta por la ventana, recrear algo parecido a una
coronación, invitando a medio país, entre ellos a muchos personero
del régimen con los cuales mantenía negocios. Algo que no deseaba
se supiera, o se reseñara mucho en la prensa.
Dueño
de fábricas procesadoras de envasados y una de cervezas, en la pelea
que el régimen mantenía con el Grupo Polo por el control de los
alimentos le salpicaba de comentarios. Muchos, y no de buena fe la
mayoría. Le acusaban de conspirar con el gobierno para doblegar a la
familia dueña del consorcio para apoderarse de sus fábricas. Lo que
no era cierto, no quería robarles nada, aunque si... desplazarles.
Que eso coincidiera con los deseos del régimen era algo puntual,
algo de lo que el público no hablaba en general (y bien que se
encargaba de mantenerlo lejos del ojo de Saurón a través de los
medios que controlaba), pero una fiesta sería un enorme reflector
sobre su persona que no podría disimular. Menos en un país tan
radicalizado. Muchos se le iban a lanzar al cuello.
Había
intentado parar la fiesta, convencer a Gabriela de que prefería algo
más privado, pero esta se había mostrado inusitadamente terca en el
punto: ella la quería, deseaba que todos le vieran con su familia y
sus hijos, los gemelitos... Que cumplían años el mismo día que él.
-Quiero
una fiesta bella para ellos. -había sido parte del chantaje
emocional de la mujer.
Mala
pata que Alberto y Victoria nacieran el mismo día que él, no
celebrarlo (él, que de niño careció de todo, aún de una piñata),
le sentaba mal. Mientras nada, jadeando, no puede evitar sonreír
recordando un comentario al respecto que hizo ese amigo de lengua
afilada hace tiempo.
-¿Coincidencia?
¿Crees que Gabriela no sabía lo que hacía? Amigo, seguro que
retrasó los dolores de parto dos días, o los adelantó para que
coincidieran las fechas natales de todos ustedes.
-Tu
si dices mariqueras, ¿por qué haría eso? -recuerda que se alteró
un poco, como siempre que discutían sobre algo. La sonrisa de este
fue dura (ellos, Ricardo y Gabriela, nunca se habían llevado bien).
-Cuando
decidió que sería tu mujer imagino que sabía que debía luchar
contra el recuerdo de Elena, contra un fantasma tan querido. Y una
manera de asegurarse el desplazarla era dándote hijos propios, algo
que Elena no pudo. ¿Y qué mayor halago a tu ego simplón que
nacieran el mismo día que tú? ¿Qué mejor regalo?
-Dios,
eres retorcido.
-Tú
óyeme a mí y nunca te pelees con ella. Y si lo haces... no le des
la espalda. -había terminado diciéndole este, abriendo los brazos y
sonriendo como diciendo “ya me lo agradecerás”.
La
verdad era que lo de Gabriela y el doble parto... Como siempre que
llegaba a ese punto, lo deja así. No le gusta pensar en ella como
una mujer calculadora o taimada, aunque sabía que era lista y sabía
sacar sus cuentas. Sin detenerse a tomar aire se gira y patea
nuevamente contra el borde de la piscina impulsandose en dirección
contraria. Por lo general la mujer desistía cuando sabía que algo
le molestaba. Se cuidaba de no irritarle. Pero en este caso....
¡Joder!,
la fiesta se haría y tendría que darle cara a medio país... con
esa gentuza a su lado. Eso por un lado. Lo otro que le altera es la
reunión que se vio obligado a transar con esa reportera insufrible
que mantenía un espacio importante en el canal de noticias Global.
Generalmente no concedía entrevistas, no hablaba de su vida privada,
de sus orígenes, algo que cualquiera que lo deseara podía
investigar por su cuenta, y menos a una mujer tan dura. Rosalba
Marcano, una de las estrellas de su canal de televisión hasta que
tuvo que salir de ella por líneas editoriales que afectaban algunos
negocios. La mujer nunca se lo perdonó. Detalle que casi le costó
la amistad de Ricardo, por cierto, el cual se puso del lado de
Rosalba en ese punto. Le molestó que lo hiciera, que no le diera la
razón, pero más le asustó entender que el otro, efectivamente,
podía alejarse afectivamente de su lado.
Como
fuera, no había podido negarse a la cita cuando ella insistió. ¡La
muy ladina!
-No
suelo hablar de mi vidad privada, señorita Marcano, creo que lo
sabe. -fue fríamente educado por teléfono al responder a su
llamada. Por una vez la buena de Adelaida, su asistente privada,
había fallado a la hora de servirle de parachoque.
-Lo
sé, señor Simanca. -casi pudo oirla sonreír con sorna a través
del aparato, tenía esa cualidad enervante. Entre muchas otras, lo
que tal vez explicaba que siguiera soltera.- Pero su vida es objeto
de interés de mi público. Me gustaría preguntarle algunas cosas,
sobre su primera esposa, Elena Sotillo. Sobre su... deceso. -el tono
fue ominoso y se tensó.
-No
entiendo...
-Quisiera
conocer su opinión sobre algunos comentarios que circulan por allí,
sobre las causas de su muerte.
-Estaba
enferma. Cáncer... -conteniendo la rabia, comenzó a replicar pero
ella le interrumpió.
-Entiendo
que lo padecía, pero hay quienes sostienen que no fue eso lo que
acabó con ella. ¿Es cierto que cuando ella aún luchaba por su
salud, su actual esposa, era... su asistente privada?
¡Maldita
perra! Sabía que la mujer quería provocarle, molestarle (¡y qué
éxito!), que nunca se atrevería a usar aquellas sucias
insinuaciones por televisión, lo sabe, pero podría hacerlo a través
de otros conductos, y justo en esos momentos lo que menos quería era
llamar la atención sobre flancos difíciles de cubrir. ¿Quién
podía salvarse de un rumor malsano? Y ella podía hacerle ese daño.
Sabía que se la tenía jurada. Así que aceptó la cita. El día
anterior, para esa mañana, recordó sintiendo que la bilis se le
revolvía una y otra vez en la garganta.
Emerge
del agua, casi a la mitad de la alberca y jadea con fuerza, casi con
rabia, el cabello hacia atrás, todo él cubierto de gotitas de agua.
Una visión realmente atractiva.
Pero
si eso no fuera suficiente para dañarle el ánimo ese día estaba lo
de la filtración sobre La Hacienda, el que había mostrado interés
en adquirirla. ¿Cómo coño pasó?, la rabia le ahoga nuevamente.
Dios, ¡odiaba tanto a los Garibaldi! Quitarles la propiedad de
marras esas, derribándola hasta que no quedara sino un montón de
escombros que sirviera de criadero a un montón de chivos apestosos,
que lo vieran y sufrieran, era uno de sus sueños. Y ahora peligraba
por las habladurías. Fuera de su gente de confianza sólo lo
discutió con la idiota esa, Sofía Nazario… Quien, la verdad fuera
dicha podía serlo todo menos tonta.
¿Le
habría traicionado? No, no lo creía. No al menos conscientemente.
La mujer era inteligente y sabía que su familia, los Garibaldi, la
despreciaba, que nunca debía esperar nada de ellos, ni siquiera
gratitud perjudicándole a él. Pero trataba a los primos, tal vez
con dos copitas de más le había contado algo a Aquiles Garibaldi
(arruga la frente, nunca la ha visto perder el control, ¿cómo sería
rascada?, ¿reiría mucho, se pondría peleona o le metería manos a
algun hombre?). Como fuera, ya le daría lo que merecía. Aunque la
damita le había servido bien, no le agradaba. Había algo en ella
que siempre le provocaba escalofríos. Tal vez era esa eterna sonrisa
de “nada puede afectarme”. Siempre, en presencia de ella, de esa
mueca que parecía dibujada en su cara, pensaba lo mismo: si la
muerte tiene cara, y sonríe, debe ser algo así. No sabe por qué,
pero era lo que sentía frente a Sofía... una de las sobrinas
preferidas de Ricardo. Eso también le traería problemas con el
gordito ese.
Y
si, habían otras cositas que le molestaban, pero lo de la fiesta, la
entrevista y las noticias sobre su interés en La Hacienda le habían
arruinado el día. La semana y quién sabe si el mes y el trimestre.
A pesar de todo no puede contener una leve sonrisa al ver a la fiel
Ramona acercarse con una bandejita donde carga su aperitivo de cada
mañana. Un delicioso café negro con algo de cacao, en una mezcla
que sólo ella era capaz de lograr, y algún sanguchito para que
engañara al estómago hasta la hora del desayuno. La estudia
mientras le sonríe leve y sale del agua, notando como se colorean
sus mejillas y la entiende. Aunque apenas cercana a los cincuenta
años de edad, Ramona Contreras era una mujer que se consideraba a sí
misma “vieja y respetable”, y verle a él tan desnudo, cubierto
de agua y con el corto bañador que se ajustaba de manera evidente a
sus genitales y trasero (con la mano lo despega de su piel), debía
mortificarle un poco. Aunque no era eso lo explicaba su mirada
distante. Algo fría.
Romana
había sido, y era, una leal servidora de la familia. Había adorado
a Elena, y en la misma medida resentía a Gabriela, quien había
intentado botarla nada más poner un pie en la quinta, provocándole
un problema de marca mayor como seguramente sólo lo tuvo Abraham
cuando tenía en la misma carpa a la esclava árabe preñada y se le
embaraza justo por esos días también la legítima. Una de los pocos
caprichos que no le cumplió a Gabriela, por cierto, cuando esta
tomara posesión de la casona, aunque sí salió de muchos otros. Esa
pelea entre ambas quedó allí, en tablas. Por ahora.
No
pudo correrla. Ramona era... Ramona. La que sabía preparar el café
como le gustaba (y a Ricardo, a quien la mujer mingoneaba bastante),
pero esta pareció nunca perdonarle del todo el que trajera a otra
mujer a ocupar el lugar de su señora. Y menos tan pronto.
-Buenos
días. -la saluda.
-Buenos
días, señor. -responde amable, pero no sonríe, no le mira mientras
deja la bandejita plateada y reluciente en una mesita junto a dos
sillas de piscinas. El aroma a café sale de una teterita brillante,
sobre un platillo descansa un pan de sánguche, cuadrado pero cortado
en dos triángulos, el cual deja escapar un gratísimo olor a
mantequilla, queso amarillo y jamón de espalda. El estómago le
gruñe inmediatamente. La voz de ella le distrae.- La... señora
quiere que le avise que sus hermanos les acompañarán para el
desayuno.
-¿Mis
cuñados aquí? ¿Tan temprano? -casi gruñe, ceñudo. La mujer le
mira, inmutable.- ¿Qué quieren?
-¿Y
cómo voy a saberlo? No son mis cuñados.
-Ramona...
-¿Le
sirvo?
-Deja,
yo me ocupo. Y gracias. -baja el tono, en verdad no le gusta
molestarse con ella.- ¿Vendrá alguien más? -la mujer de Arturo
Requena, el mayor de sus cuñados, siempre lograba incomodarle. No
sabía por qué. O sí lo sabía pero prefería olvidarlo. Olivia le
culpaba de taparearle un bochinche al marido años atrás, cuando
estudiaban juntos, recuerda mientras sirve el negro brebaje en una
taza grande.
-No,
sólo ellos dos. -medio asiente la mujer con la cabeza, como doncella
de programa de televisión, siempre le hacía gracia eso, y se aleja.
A llevar con puño de hierro la dirección de la casa. Si Gabriela la
dejaba.
Cae
sobre una de las sillas y por primera vez se relaja, saboreando el
amargo brebaje endulzado. Perfecto. Siente el ardiente líquido
iniciar una fiesta en su lengua antes de tragarlo. Dos sorbos más y
casi lo acaba. No estaba realmente recién hecho, la mujer sabía que
le gustaba caliente pero no hirviente. Distraídamente toma uno de
los triángulos de pan, tostadito y tibio, apretándolo, el queso
amarillo desbordándose un poco, y da un buen mordisco. Eternamente
cuidando el peso, a veces sentía que llevaba hambre atrasada. Dios,
estaba casi tan bueno como el café, se dice dejándose llevar por la
nada, sin desear pensar, ni siquiera en la visita de los cuñados.
Seguramente Gabriela les había llamado para que la apoyaran con lo
de la fiesta.
Si
tan sólo el hijo de perra de Ricardo estuviera allí para contar con
alguien a su lado. Por un segundo siente un molesto vacío en su
interior. No por pensar en el amigo, sino porque... este se había
ido a pasar unos días a la orilla de un río dizque a pescar, como
en la película de los vaqueros maricones aquellos. Acompañado de un
hombre. Uno con el cual seguramente se estaba acostando. O, más
precisamente, follando.
Aparta
el pedazo de sánguche que queda, botando aire. Era extraño que no
tuviera ningún tipo de problemas con el que Ricardo fuera bisexual,
más bien le parecía algo gracioso a cierto nivel, pero no le
gustaba imaginarle en brazos de otro hombre. En una boca rodeada de
barba y bigote acercándose a la suya y cubriendola. Dios, ¿se podía
ser tan posesivo que se celara aún a los amigos? Bien, no tenía
muchos, no de los buenos. Y le asustaba lo que Ricardo, su mejor
amigo, estaba haciendo. No perderse en un río con un tipo (ojalá la
policía los agarre, no puede evitar pensar), sino lo otro. Que
estuviera pensando en emigrar del país. Venezuela se estaba quedando
si lo mejor de sus profesionales, y era algo molesto, pero, esta vez,
le pegaba directamente. Y lo odiaba. ¿Cómo podía el enano ese
pensar en dejarle? Ah, pero ya se llevaría una sorpresa. No tenía
ninguna intención de dejarle partir.
......
-Por
Dios, es muy temprano para eso, ¡dejen dormir! -grita alguien
golpeando la pared del cuarto de motel, haciendo sonreír a Eliseo
Cabrera.
O
todo lo que puede mientras tiene el rostro enterrado entre las
turgentes nalga del muchacho (Eddie, le había recordado este poco
antes, cuando se lo preguntara al sacarle el güevo de la boca),
chupándole de manera impresionante el agujero. Y una lengua
entrándote por el culo, unos labios cerrándose sobre los pliegues
anales, era algo que pocos carajos podían resistir si se hacía
bien, y menos cuando lo hacía alguien como él, se dice con
modestia. Así que era normal que el chico se estremeciera sobre la
cama, tensando los músculos de la espalda, nalgas y piernas, de
panza, mirándole sobre un hombro con ojos de torturado, mientras le
tiene las caderas montadas sobre dos almohadas, alzándole el
trasero, la pantaleta por debajo de las bolas, las nalgas separadas
con los pulgares y enterrándole la lengua.
-Ahhh...
-el chico gime, estremeciéndose más, meciendo el cuerpo de adelante
atrás, necesitado de frotar contra el colchón su propio miembro
duro, buscando algo de alivio a la tensa excitación que tiene. Ese
hombre le quema con su aliento, esa barba le raspa, esa lengua...
Era
caliente, reptante, y estaba cogiéndole prácticamente con ella. Ese
culito temblaba y se abría bajo su acción, demostrando que lo hacía
bien y que el otro lo estaba disfrutando. Si, había aflojado tantos
culos así... Mira el reflejo en el espejo del viejo mueble en un
rincón (imagina que puesto allí como agregado sexual, aunque se
veía sucio y polvoriento), y se complace del cuadro que ve.
Arrodillado
e inclinado hacia adelante, entre la piernas del chico, comiéndole
el culo abierto y expuesto, que tiembla, se abre y se cierra, del
cual mana saliva espesa, él todavía cubierto con el boxer holgado,
su largo y grueso tolete colgando tieso como una lanza, goteando sus
jugos también, contrasta con el guapo joven que se agita y gime
sobre esa cama. Un hombre comiéndole el culo a un chico, un hombre
hecho y derecho enloqueciendo sexualmente a uno más joven, uno que
creía saber lo que era el sexo pero que no había experimentado la
penetrada de una lengua osada, el agarre firme de un hombre que goza
del sexo, sí, pero también de controlar sexualmente a cierto nivel.
Eliseo
sonríe al retirar su lengua, ese culito sufriendo espasmos como de
necesidad, ese enrojecer tembloroso mientras lentamente mordisquea de
una nalga a la otra, raspando la sensible piel con su barba,
deteniéndose a dos centímetros de ese horno que era el hoyito
titilante y soplar suavemente, para verlo abrirse y cerrarse, y al
chico tensarse todavía más en la cama, sobrepasado por la lujuria.
Todo eso le encanta.
No
era un tipo malo, cruel o dominante, aunque sabía que le gustaba ser
algo controlador; no era un demente abusador. Le gustaba participar,
hacer disfrutar a la otra persona, o personas, porque es lo
suficientemente corrido para haber experimentado el haber estado con
dos jóvenes a quienes pusiera a chillar una vez sobre una cama con
un consolador de dos puntas. Si, todo eso lo ha hecho, preocuparse
por el goce de otros, pero el suyo era más importante, ¿qué se le
iba a hacer? Y enloquecer, obligar a responder de manera perdida,
tenerles frenético era algo que le encantaba. Como ahora, cuando
vuelve a enterrar la cara ensalivada entre esas nalgas y azota el
ojete anal que se abre y le da la bienvenida. Metiéndosela otra vez,
con chasquidos de chupadas, bañándole de cálida saliva.
-Tienes
el coñito mojado, bebé. -le dice ronco, riente, tratandole como
sabe que el otro quiere, medio mordiéndole otra vez una nalga.
Oyéndole gemir, viéndole estremecerse, sabiéndole bien caliente.
Listo para que tome todo de él…
CONTINÚA ... 4
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