La
vida tras las rejas, y cerca de ellas, piensa el vigilante que
monitorea la celda tres, tenía su acostumbramiento. Los presos
despertaban, iban al patio, se ejercitaban, algunos trabajaban allí,
otros picaban piedras afuera, regresaban a fumar un poco más y a
pasar el rato; estaban las comida, las duchas y el sexo. Mucho sexo
caliente, duro y rudo, como hacen y les gusta a los machos, entre
gemidos de carajos a los que casi partían con gruesas piezas, pero
que chillaban como si aquello fuera lo que más les gustara, como si
para eso hubieran nacido aunque hasta una semana antes fueran tios
casados. Notaba la clara dinámica alfa-perra, un carajo llegaba,
grandote, peludo, agresivo y viril, pero después de un cruce de
palabras con otro, de dos o tres bofetadas, entendía que este tenía
un poder que aflojaba sus rodillas, haciéndoles caer y tragar con
avidez, algo que les calentaba el huequito peludo, ese tan sagrado
afuera, pero que allí les picaba y necesitaba de atenciones, esas
que sus hombres, entre nuevas bofetadas e insultos, pero estos
sensuales, les daba. Tal vez debería detenerlos, piensa el hombre,
pero las noches eran largas para esos carajos condenados a tantos
años de encierro… Obviamente necesitaban ese cálido toque para
continuar atados a la tierra. Oír a las perras chillar que si, papi,
dámela, dámela toda, derrámala dentro de mí, y a estos gruñir
orgullosos sus toma, toma sucia perra, sabía que de alguna manera
les mantenía atados a la raza humana. Y era tan calientes mirarles,
joder...
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