Bienvenidos
al pueblo…
…...
-Pues,
no podemos jugar sin la pelota. -repite, mirando ceñudo al resto de
los chicos, clavando los ojos en el más joven de ellos.- Todo es tu
culpa, ¿no?, deberías buscarla.
-Si
entro allí y mi mamá se entera... -gimotea Antonio, con los nervios
de punta. No quiere sonar como un niño atrapado entre el deseo de
agradarles y el obedecer a su madre, mujer a la que idolatra a pesar
de su edad. Aunque eso es, un niño que puede ser empujado
emocionalmente si alguien más fuerte, y malo, le presiona.
-¡Mi
mamá se va a poner brava! -medio ríe Demetrio, todo mala fe. Al
joven de cara oscura parece irritarle eso.
-¿Por
qué no vas y la buscas tú, Cerro Prendido?, a tu mamá no le
importa lo que hagas. O te pase.
-Oye...
-eso le agita y molesta.
-Ya,
dejen la lloradera, niñas, voy yo. -chilla Ítalo, volviéndose
todavía hacia el más chico.- Pero tú ya no juegas más.
-Pero...
-jadea este, el labio inferior temblándole al borde del llanto. ¡Iba
a ser expulsado del grupo!, era todo lo que podía pensar y a sus
pocos años eso parecía el fin de su mundo, es decir, del mundo
entero.
El
otro no le oye, sintiéndose menos seguro de lo que deseaba aparentar
se dirige a la alta vaya, metiendo los pies en algunos huecos de la
madera, en uniones no alineadas, alzándose lentamente con las manos,
la estrecha espalda brillante de sudor al jugar sin camisa.
Alcanzando la cima y asomándose un poco, parpadea. El jardín
entrada de aquella casa parecía un enmarañado sendero a la laguna,
un montarral, algo muy descuidado para ser una casa habitada por una
mujer quisquillosa y que todos habían notado que se encargaba de él.
-Es
raro que se vea tan mal. La bruja siempre lo cuida. -escuchar sus
propios pensamientos en otra voz, le hace volver el rostro a la
izquierda. Cruz también había subido. Pero bien sabía él que no
cruzaría.
-Te
lo dije, no está. Hace tiempo que nadie la ve. -le mira desafiante,
el joven negro sonríe.
-Baja,
pues. Nada te detiene.
Eso
irrita al otro, quien también tiene sus aprensiones. Su papá, de
enterarse... Pareciéndole que la sonrisa de Cruz se ensanchaba un
centímetro más (¡nada difícil con esa bocota!), oprime los suyos,
delgados y rojizos, subiendo más, dispuesto a cruzar una pierna y...
-Hey,
¿qué hacen? Es propiedad privada, coño. ¡Bájense de allí! -ruge
una voz tan atronadora, tan llena de autoridad y censura que casi se
caen.
En
la rápida bajada Ítalo siente que las manos se le raspan en las
imperfecciones de la madera, lastimándose. Al caer sobre sus pies
mira a quien habla, un hombre treintón, obeso, de gorra con la
visera volteada hacia atrás, de gran bigote, que les observa con
disgusto al volante de una grúa que maneja. Una que el chico no
entiende cómo no escucharon acercarse.
-Voy
a llamar a sus padres. -el adulto lanza la amenaza final, la que hace
que todos corran alejándose de las cercanías de la aparentemente
abandonada propiedad.
Pero,
mientras corren, Ítalo, después de recoger su camisa, se las
ingenia para acercarse a Antonio.
-Todo
esto es tu culpa, ¡no volverás a jugar con nosotros! -sentencia
terrible, casi disfrutando de verle abatido, lloroso. Se lo tenía
bien merecido por idiota, bien sabía que no debía batear tan fuerte
como para que... Por un segundo, mirando en los ojos del otro, le
parece ver un relámpago que le indica algo.
El
chico no se resignaba a ser expulsado, ¿qué haría para impedirlo?
Mientras corren, realmente alarmados de que sus padres sepan que
intentaron meterse en una casa ajena, el chico se pregunta qué
pretendería hacer el otro.
El
hombre tras el volante les ve alejarse, todavía gritándoles que
sabía quienes eran. Luego desvía la mirada hacia la casona, también
él había sido alumno, años atrás, de la mujer tras la valla. Y no
la quería, nadie lo hacía, aunque la respetaba. Que extraño, tenía
tiempo sin verla. Y, con todo, se aleja sin dedicarle otro
pensamiento.
La
casona quedaba atrás, silente... aunque una sombra, una silueta,
parece dibujarse tras las cortinas de una ventana en la segunda
planta. Alguien parecía mirarle alejarse al volante de la grúa,
pero no lo nota. De haberlo hecho... ¿habría percibido la profunda
rabia que de allí manaba, de esa figura, al serle negado lo que
deseaba? ¡Había estado tan cerca! La convocatoria necesitaba
realizarse según los antiguos mandatos.
Sin
embargo, está bien; casi lo logra y falló, pero no era el final.
Era paciente, podía esperar.
......
A
la salida oeste de Río Grande, de la parte que se alejaba de
Aramina, hacia el llamado Paseo de Los Indios, se localizaba una
pequeña propiedad ruinosa y miserable que era la angustia de mucha
gente pudiente en el pueblo que la veía como una afrenta a sus modos
de vida prósperos; una parcela ocupada por una mujer sola. Llamada
así no por la extensión de tierra, que no era, estrictamente
hablando, de ella, era la denominación que se daba en la zona a la
gente que vivía fuera del casco central y que se dedicaba, en
teoría, al cultivo de la tierra con fines muy limitados (cosechar
apenas lo indispensable para sostenerse una familia), aunque muy
pocos se ocupara de eso, como era el caso de la milenaria dueña de
esta, Aída Mendoza.
La
mujer era tan mayor que nadie esperaba realmente que se ocupara de un
conuco, quienes no la conocían bien incluso se decían que era
preocupante que viviera tan sola y tan lejos del pueblo dada su edad.
Lo cierto es que la mayoría de quienes sí la conocían la
recordaban ya vieja cuando ellos eran unos críos, aún cuando ellos
mismos ya fueran prácticamente ancianos. Eso, su extrema vejez que a
veces hacía dudar que tal o cual anciano o anciana le hubiera
conocido ya con esa cara cuando ellos eran mozos y doncellas, y su
aire, la hacían particular. Como a la laguna, el viejo trapiche o
las abandonas torres petroleras.
No
era Aída, como se señaló, una parcelera, una trabajadora de la
tierra, la mujer era, oficialmente, una bruja. Pero, a diferencia de
la jubilada maestra solterona, con ella si podía usarse en justicia
ese título. De tener tarjetas de presentación, incluso, tal vez, lo
usaría. Era de las que leía la suerte en las manos, el cipo del
café, de las que echaba las cartas y preparaban brebajes
curativos... y otros maléficos, según muchos. La mujer decían que
curaba, pero que también jodía, según el deseo del encargante.
Fuera cierto o no, su casa no era frecuentada sino por quienes
necesitaban verla. Estaba apartada, era difícil llegar, el camino
era una pesadilla de huecos, a veces de pantanos aunque el sol
estuviera achicharrando todo lo demás, lo que hacía imposible que
se llegara en carro hasta su puerta, a menos que fuera un jeep, y a
veces hasta esos tenían problemas. Estaba lejos, había que llegar a
pie, y, fuera de ella misma con su aire de lechuza predadora, la
propiedad inquietaba. Llena de cachivaches almacenados al frente y
atrás de la humilde vivienda, una camioneta destartalada a un lado,
que parecía era devorada por animales carroñeros aunque tal
cosa fuera imposible, una cerca que rodeaba un gallinero caído,
árboles casi sobre la casa misma, arbustos a los lados de las viejas
paredes de bahareque, y el techo de zinc, remendado en mil puntos no
eran referencias buenas para una venta. La entrada era de tierra
apelmazada, como el piso de la vivienda.
Aída
recibía a sus clientes en la sala, y a pesar de todo lo señalado,
bastante gente, aún personas fuera de Río Grande, iban a
consultarse en esa pocilga que parecía más grande por dentro que
por fuera. Había un recibidor con unos viejos muebles de paño que
olían a rayos, más allá, tras unas cortinas rotas, sucias y mal
colgadas se encontraba la mesa con tres sillas donde consultaba, con
anaqueles que contenían velas, libros viejos, espejos, tabacos,
caracoles y hasta una vieja bola de cristal, de un blanco lechoso.
Ella
misma era viva la imagen de su negocio, una mujer menuda que parecía no
llegar al metro cincuenta, gordita, de senos grandes y caídos,
panzona, lo que le daba un parecido a un barrilito. Sus manos eran
arrugadas, llenas de manchas, sus uñas eran amarillentas, de puntas
roídas, largas. La cara mostraba vejez pero era curiosamente tersa,
aunque el cabello cano y ralo, que le llegaba a la cintura, le hacía
perder ese engañosa apariencia de juventud. La boca era grande, los
ojos iguales, y como nadaban tras unos lentes horriblemente gruesos,
quedando deformados, eran inquietantes; uno de ellos parecía velado
por una blancor que hacía pensar en ceguera. Vestida generalmente de
blanco, por decir algo, ya que se veía desaseada, la mujer era
realmente curiosa. Daba completamente el aire de bruja de pueblo.
Pero, ¿lo era? No pocos se lo habían cuestionado. Se podía pensar
en un fraude, en una vieja tracalera y timadora de personas crédulas
o necesitadas de ser engañadas; sin embargo...
Sentada
a la mesa de su cocina, un planchón de madera sobre un pipote
recortado, la mujer saborea un café, pensativa. Como todos, había
tenido el sueño y no sólo lo recordaba sino que sabía exactamente
lo que significaba la frase: Todo lo hecho puede deshacerse. Y se
estremece ante lo grande del significado. Y de la tarea. Porque sabía
que era una encomienda para cada alma ruin y mezquina del pueblo,
especialmente para aquellos que se habían entregado voluntariamente
a la escuela de la locura. Bebe y recuerda unas frases, parte de la
antigua invocación de su juventud: Hermanos pecadores que viven y
los que han muerto sirviendo al mal, unas sus voces a la mía e
invoquemos finalmente a Satán...
Así,
tan simple, tan tonto. Tan terrible, reconoce sonriendo satisfecha de
lo que ha hecho. Pero deja de hacerlo. Inquieta. El sueño la había
alertado, alegrado de una manera total y casi sensual en su cama,
pero también incomodado. Algo más estaba ocurriendo. Debía estar
pasando justo en esos momentos e ignoraba de qué se trataba. Se pone
de pie con esfuerzo, más por su volumen que por la edad, y se dirige
a la puerta que daba al patio, siempre abierta. Toda la casucha olía
a flores mustias, a lavanda desvaída, con algo agrio por debajo de
todo, como leche ligeramente descompuesta. Nada grato, imposible de
calificar aunque pareciera conocido. Se asoma, mira hacia el cielo
alegremente brillante y se tensa aún más. ¿Debería recurrir a los
tabacos, a las cartas o a los caracoles? Cierra los ojos y parece
esperar una indicación. Un poco más allá una gallina tierrera,
flaca y con señas de vieja también, chilla cuando otra deposita un
huevo en una caja dejada allí para eso por la mujer. La gallina
estéril parecía molesta con la fértil. Sonriendo, sale, se les
acerca, estas la miran sin alejarse, como si no la temieran. Por eso
le resulta fácil a la pequeña mujer extender una mano con
insospechada agilidad y atrapar a la vieja gallina por el cuello,
alzandola cuando esta comienza a cacarear, soltando plumas,
revoloteando.
Era
tarde para ella, regresando a la casa, Aída, asiéndola bien por la
cabeza, hace que el cuerpo gire, haciéndola chillar feo, para luego
quedar como atontada. Entra y la arroja en la mesa de trabajo, sobre
un ancho y largo platón de metal, oxidado y muy refregado, mientras
se vuelve hacia su estante. El animal, con la cabeza extrañamente
torcida, como si le pesara más que el resto del cuerpo, intenta
incorporarse.
La
mujer toma un cuchillo largo, filoso, y sin sentarse ni pensarlo
mucho, lo hunde en el pecho del animal, bajo el güergüero, rajando
hacia abajo provocándole espasmos y nuevos cacareos agónicos
mientras chorrea de sangre y tripas el platón, dibujando líneas que
la mujer estudia con atención mientras el animal finalmente muere.
Si,
se acercaba. Algo... No, alguien. Una persona. ¿O eran dos? ¿Tres?
¿Dos personas y… una cosa? Era confuso, eso le molesta; alza la
mano y mete los dedos en la herida de la gallina, el cuerpo está
caliente, y hurga mirando al frente, con expresión ida. Lanza un
jadeo de sorpresa, sus ojos nadan feamente tras los cristales, su
boca parece la de un sapo. “Ve”, con brumosa claridad una mesa,
sobre ella hay algo, algo que quiere desesperadamente ver y la hace
temblar de ansiedad y hasta de temor. Es algo terriblemente malo, lo
sabe, del ojo legañoso escapa una lágrima pequeña, lenta, de
felicidad, sus labios blanquecinos, las comisuras muy caídas,
balbucean sin palabras. No puede alejarse de esa visión, no podría
hacerlo ni aunque quisiera, estaba atrapada bajo un juego mayor al
suyo. Y la verdad es que quería verlo, saber de qué se trataba,
aunque una sospecha nacía en su corazón, o en ese algo que ya ni
parecía latir en el lado izquierdo de su pecho caído.
Lentamente
gira el rostro, como deseando apartar el velo que cubre su vista,
rodearlo, no sabe que es pero lo interpreta, no sin sorpresas, era
una persona, una espalda que no la dejaba “mirar”, alguien
increíblemente inocente. Tanto que casi le repugna. Y sin embargo...
conocía esa esencia, esa decencia. ¿Un cliente? No, era demasiado
joven, apestaba a años por vivir.
Aprieta
los amarillentos dientes de sus planchas postizas, de las cuales está
tan orgullosas, aunque parecían hechas para alguien de cara más
pequeña. Sus dedos entran más y más en el cadáver de la gallina,
siente los huesos, la presión de las carnes, el gotear de una sangre
caliente todavía.
Luna
de Sangre, la idea le llega y ahora capta lo que quiere saber. Sonríe
casi jadeando, sintiendo un agradable corrientazo en su cuerpo, algo
casi voluptuoso. Quiere gritar y reír. Lo hace y su voz cascadas es
casi obscena en su dicha procaz. Miseria, dolor y angustia, miedo y
muerte es lo que ve. Gira sobre sí bañándolo todo con la sangre
del animal, incluso su blusa. Es víctima de una dicha como no
recordaba otra en... bueno, muchos años.
Recordando
nuevamente parte de la vieja invocación, separa los brazos, palmas
hacia arriba, una de ella goteando sangre y la recita en voz alta,
riendo y estremecida de emoción:
-Permite
que rompamos las cadenas que te atan al abismo, mi Señor...
......
-Vamos,
toca, mira lo duro que lo tengo. -la voz del joven se oye ronca,
baja, casi sonriente. Acariciándose de hecho sobre el viejo jeans
desteñido que usa, uno que le queda casi obscenamente ajustado según
la moda, y donde destaca la silueta de su miembro emocionado, como lo
está siempre a esa edad cuando se le permite endurecer, llenarse de
sangre y ganas, exigiendo, de paso, atenciones. Las cuales nunca,
ningún chico, quería negarle. Era rico pasarse los dedos, reconoce,
tanteándoselo una y otra vez con las yemas de los dedos índice y
medio, feliz de lo duro que está, orgulloso de su tamaño, sintiendo
como un éxito de su masculinidad el estar tan caliente.
-¡No!
-jadea la otra voz, también joven, inquieta. Casi temerosa.
-Vamos,
pendejo, la tengo tan dura que seguro no has visto otra así.
-No
ando mirándole los... los... pájaros a otros chicos. -rojo de cara,
muy avergonzado y abrumado este reacciona, sentado muy rígido en una
punta del viejo sofá donde él otro le indicara que montara “su
culo”, a su lado. Le incomoda verlo sobarse, notar la voluminosa
erección cubierta, tan descarada y desafiante.
-Vamos,
tócala, ¿no eres mi amigo? -canturrea invitando, sonriendo malvado.
Completamente convencido de que dentro de poco sentirá sobre su
tranca dura las manos del otro muchacho...
Tanto
si quisiera este tocarle o no.
CONTINÚA ... 4
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