lunes, 22 de abril de 2019

RIO GRANDE... 3

RIO GRANDE                         ... 2
   Bienvenidos al pueblo…
...

   -Pues, no podemos jugar sin la pelota. -repite, mirando ceñudo al resto de los chicos, clavando los ojos en el más joven de ellos.- Todo es tu culpa, ¿no?, deberías buscarla.

   -Si entro allí y mi mamá se entera... -gimotea Antonio, con los nervios de punta. No quiere sonar como un niño atrapado entre el deseo de agradarles y el obedecer a su madre, mujer a la que idolatra a pesar de su edad. Aunque eso es, un niño que puede ser empujado emocionalmente si alguien más fuerte, y malo, le presiona.

   -¡Mi mamá se va a poner brava! -medio ríe Demetrio, todo mala fe. Al joven de cara oscura parece irritarle eso.

   -¿Por qué no vas y la buscas tú, Cerro Prendido?, a tu mamá no le importa lo que hagas. O te pase.

   -Oye... -eso le agita y molesta.

   -Ya, dejen la lloradera, niñas, voy yo. -chilla Ítalo, volviéndose todavía hacia el más chico.- Pero tú ya no juegas más.

   -Pero... -jadea este, el labio inferior temblándole al borde del llanto. ¡Iba a ser expulsado del grupo!, era todo lo que podía pensar y a sus pocos años eso parecía el fin de su mundo, es decir, del mundo entero.

   El otro no le oye, sintiéndose menos seguro de lo que deseaba aparentar se dirige a la alta vaya, metiendo los pies en algunos huecos de la madera, en uniones no alineadas, alzándose lentamente con las manos, la estrecha espalda brillante de sudor al jugar sin camisa. Alcanzando la cima y asomándose un poco, parpadea. El jardín entrada de aquella casa parecía un enmarañado sendero a la laguna, un montarral, algo muy descuidado para ser una casa habitada por una mujer quisquillosa y que todos habían notado que se encargaba de él.

   -Es raro que se vea tan mal. La bruja siempre lo cuida. -escuchar sus propios pensamientos en otra voz, le hace volver el rostro a la izquierda. Cruz también había subido. Pero bien sabía él que no cruzaría.

   -Te lo dije, no está. Hace tiempo que nadie la ve. -le mira desafiante, el joven negro sonríe.

   -Baja, pues. Nada te detiene.

   Eso irrita al otro, quien también tiene sus aprensiones. Su papá, de enterarse... Pareciéndole que la sonrisa de Cruz se ensanchaba un centímetro más (¡nada difícil con esa bocota!), oprime los suyos, delgados y rojizos, subiendo más, dispuesto a cruzar una pierna y...

   -Hey, ¿qué hacen? Es propiedad privada, coño. ¡Bájense de allí! -ruge una voz tan atronadora, tan llena de autoridad y censura que casi se caen.

   En la rápida bajada Ítalo siente que las manos se le raspan en las imperfecciones de la madera, lastimándose. Al caer sobre sus pies mira a quien habla, un hombre treintón, obeso, de gorra con la visera volteada hacia atrás, de gran bigote, que les observa con disgusto al volante de una grúa que maneja. Una que el chico no entiende cómo no escucharon acercarse.

   -Voy a llamar a sus padres. -el adulto lanza la amenaza final, la que hace que todos corran alejándose de las cercanías de la aparentemente abandonada propiedad.

   Pero, mientras corren, Ítalo, después de recoger su camisa, se las ingenia para acercarse a Antonio.

   -Todo esto es tu culpa, ¡no volverás a jugar con nosotros! -sentencia terrible, casi disfrutando de verle abatido, lloroso. Se lo tenía bien merecido por idiota, bien sabía que no debía batear tan fuerte como para que... Por un segundo, mirando en los ojos del otro, le parece ver un relámpago que le indica algo.

   El chico no se resignaba a ser expulsado, ¿qué haría para impedirlo? Mientras corren, realmente alarmados de que sus padres sepan que intentaron meterse en una casa ajena, el chico se pregunta qué pretendería hacer el otro.

   El hombre tras el volante les ve alejarse, todavía gritándoles que sabía quienes eran. Luego desvía la mirada hacia la casona, también él había sido alumno, años atrás, de la mujer tras la valla. Y no la quería, nadie lo hacía, aunque la respetaba. Que extraño, tenía tiempo sin verla. Y, con todo, se aleja sin dedicarle otro pensamiento.

   La casona quedaba atrás, silente... aunque una sombra, una silueta, parece dibujarse tras las cortinas de una ventana en la segunda planta. Alguien parecía mirarle alejarse al volante de la grúa, pero no lo nota. De haberlo hecho... ¿habría percibido la profunda rabia que de allí manaba, de esa figura, al serle negado lo que deseaba? ¡Había estado tan cerca! La convocatoria necesitaba realizarse según los antiguos mandatos.

   Sin embargo, está bien; casi lo logra y falló, pero no era el final. Era paciente, podía esperar.
......

   A la salida oeste de Río Grande, de la parte que se alejaba de Aramina, hacia el llamado Paseo de Los Indios, se localizaba una pequeña propiedad ruinosa y miserable que era la angustia de mucha gente pudiente en el pueblo que la veía como una afrenta a sus modos de vida prósperos; una parcela ocupada por una mujer sola. Llamada así no por la extensión de tierra, que no era, estrictamente hablando, de ella, era la denominación que se daba en la zona a la gente que vivía fuera del casco central y que se dedicaba, en teoría, al cultivo de la tierra con fines muy limitados (cosechar apenas lo indispensable para sostenerse una familia), aunque muy pocos se ocupara de eso, como era el caso de la milenaria dueña de esta, Aída Mendoza.

   La mujer era tan mayor que nadie esperaba realmente que se ocupara de un conuco, quienes no la conocían bien incluso se decían que era preocupante que viviera tan sola y tan lejos del pueblo dada su edad. Lo cierto es que la mayoría de quienes sí la conocían la recordaban ya vieja cuando ellos eran unos críos, aún cuando ellos mismos ya fueran prácticamente ancianos. Eso, su extrema vejez que a veces hacía dudar que tal o cual anciano o anciana le hubiera conocido ya con esa cara cuando ellos eran mozos y doncellas, y su aire, la hacían particular. Como a la laguna, el viejo trapiche o las abandonas torres petroleras.

   No era Aída, como se señaló, una parcelera, una trabajadora de la tierra, la mujer era, oficialmente, una bruja. Pero, a diferencia de la jubilada maestra solterona, con ella si podía usarse en justicia ese título. De tener tarjetas de presentación, incluso, tal vez, lo usaría. Era de las que leía la suerte en las manos, el cipo del café, de las que echaba las cartas y preparaban brebajes curativos... y otros maléficos, según muchos. La mujer decían que curaba, pero que también jodía, según el deseo del encargante. Fuera cierto o no, su casa no era frecuentada sino por quienes necesitaban verla. Estaba apartada, era difícil llegar, el camino era una pesadilla de huecos, a veces de pantanos aunque el sol estuviera achicharrando todo lo demás, lo que hacía imposible que se llegara en carro hasta su puerta, a menos que fuera un jeep, y a veces hasta esos tenían problemas. Estaba lejos, había que llegar a pie, y, fuera de ella misma con su aire de lechuza predadora, la propiedad inquietaba. Llena de cachivaches almacenados al frente y atrás de la humilde vivienda, una camioneta destartalada a un lado, que parecía era devorada  por animales carroñeros aunque tal cosa fuera imposible, una cerca que rodeaba un gallinero caído, árboles casi sobre la casa misma, arbustos a los lados de las viejas paredes de bahareque, y el techo de zinc, remendado en mil puntos no eran referencias buenas para una venta. La entrada era de tierra apelmazada, como el piso de la vivienda.

   Aída recibía a sus clientes en la sala, y a pesar de todo lo señalado, bastante gente, aún personas fuera de Río Grande, iban a consultarse en esa pocilga que parecía más grande por dentro que por fuera. Había un recibidor con unos viejos muebles de paño que olían a rayos, más allá, tras unas cortinas rotas, sucias y mal colgadas se encontraba la mesa con tres sillas donde consultaba, con anaqueles que contenían velas, libros viejos, espejos, tabacos, caracoles y hasta una vieja bola de cristal, de un blanco lechoso.

   Ella misma era viva la imagen de su negocio, una mujer menuda que parecía no llegar al metro cincuenta, gordita, de senos grandes y caídos, panzona, lo que le daba un parecido a un barrilito. Sus manos eran arrugadas, llenas de manchas, sus uñas eran amarillentas, de puntas roídas, largas. La cara mostraba vejez pero era curiosamente tersa, aunque el cabello cano y ralo, que le llegaba a la cintura, le hacía perder ese engañosa apariencia de juventud. La boca era grande, los ojos iguales, y como nadaban tras unos lentes horriblemente gruesos, quedando deformados, eran inquietantes; uno de ellos parecía velado por una blancor que hacía pensar en ceguera. Vestida generalmente de blanco, por decir algo, ya que se veía desaseada, la mujer era realmente curiosa. Daba completamente el aire de bruja de pueblo. Pero, ¿lo era? No pocos se lo habían cuestionado. Se podía pensar en un fraude, en una vieja tracalera y timadora de personas crédulas o necesitadas de ser engañadas; sin embargo...

   Sentada a la mesa de su cocina, un planchón de madera sobre un pipote recortado, la mujer saborea un café, pensativa. Como todos, había tenido el sueño y no sólo lo recordaba sino que sabía exactamente lo que significaba la frase: Todo lo hecho puede deshacerse. Y se estremece ante lo grande del significado. Y de la tarea. Porque sabía que era una encomienda para cada alma ruin y mezquina del pueblo, especialmente para aquellos que se habían entregado voluntariamente a la escuela de la locura. Bebe y recuerda unas frases, parte de la antigua invocación de su juventud: Hermanos pecadores que viven y los que han muerto sirviendo al mal, unas sus voces a la mía e invoquemos finalmente a Satán...

   Así, tan simple, tan tonto. Tan terrible, reconoce sonriendo satisfecha de lo que ha hecho. Pero deja de hacerlo. Inquieta. El sueño la había alertado, alegrado de una manera total y casi sensual en su cama, pero también incomodado. Algo más estaba ocurriendo. Debía estar pasando justo en esos momentos e ignoraba de qué se trataba. Se pone de pie con esfuerzo, más por su volumen que por la edad, y se dirige a la puerta que daba al patio, siempre abierta. Toda la casucha olía a flores mustias, a lavanda desvaída, con algo agrio por debajo de todo, como leche ligeramente descompuesta. Nada grato, imposible de calificar aunque pareciera conocido. Se asoma, mira hacia el cielo alegremente brillante y se tensa aún más. ¿Debería recurrir a los tabacos, a las cartas o a los caracoles? Cierra los ojos y parece esperar una indicación. Un poco más allá una gallina tierrera, flaca y con señas de vieja también, chilla cuando otra deposita un huevo en una caja dejada allí para eso por la mujer. La gallina estéril parecía molesta con la fértil. Sonriendo, sale, se les acerca, estas la miran sin alejarse, como si no la temieran. Por eso le resulta fácil a la pequeña mujer extender una mano con insospechada agilidad y atrapar a la vieja gallina por el cuello, alzandola cuando esta comienza a cacarear, soltando plumas, revoloteando.

   Era tarde para ella, regresando a la casa, Aída, asiéndola bien por la cabeza, hace que el cuerpo gire, haciéndola chillar feo, para luego quedar como atontada. Entra y la arroja en la mesa de trabajo, sobre un ancho y largo platón de metal, oxidado y muy refregado, mientras se vuelve hacia su estante. El animal, con la cabeza extrañamente torcida, como si le pesara más que el resto del cuerpo, intenta incorporarse.

   La mujer toma un cuchillo largo, filoso, y sin sentarse ni pensarlo mucho, lo hunde en el pecho del animal, bajo el güergüero, rajando hacia abajo provocándole espasmos y nuevos cacareos agónicos mientras chorrea de sangre y tripas el platón, dibujando líneas que la mujer estudia con atención mientras el animal finalmente muere.

   Si, se acercaba. Algo... No, alguien. Una persona. ¿O eran dos? ¿Tres? ¿Dos personas y… una cosa? Era confuso, eso le molesta; alza la mano y mete los dedos en la herida de la gallina, el cuerpo está caliente, y hurga mirando al frente, con expresión ida. Lanza un jadeo de sorpresa, sus ojos nadan feamente tras los cristales, su boca parece la de un sapo. “Ve”, con brumosa claridad una mesa, sobre ella hay algo, algo que quiere desesperadamente ver y la hace temblar de ansiedad y hasta de temor. Es algo terriblemente malo, lo sabe, del ojo legañoso escapa una lágrima pequeña, lenta, de felicidad, sus labios blanquecinos, las comisuras muy caídas, balbucean sin palabras. No puede alejarse de esa visión, no podría hacerlo ni aunque quisiera, estaba atrapada bajo un juego mayor al suyo. Y la verdad es que quería verlo, saber de qué se trataba, aunque una sospecha nacía en su corazón, o en ese algo que ya ni parecía latir en el lado izquierdo de su pecho caído.

   Lentamente gira el rostro, como deseando apartar el velo que cubre su vista, rodearlo, no sabe que es pero lo interpreta, no sin sorpresas, era una persona, una espalda que no la dejaba “mirar”, alguien increíblemente inocente. Tanto que casi le repugna. Y sin embargo... conocía esa esencia, esa decencia. ¿Un cliente? No, era demasiado joven, apestaba a años por vivir.

   Aprieta los amarillentos dientes de sus planchas postizas, de las cuales está tan orgullosas, aunque parecían hechas para alguien de cara más pequeña. Sus dedos entran más y más en el cadáver de la gallina, siente los huesos, la presión de las carnes, el gotear de una sangre caliente todavía.

   Luna de Sangre, la idea le llega y ahora capta lo que quiere saber. Sonríe casi jadeando, sintiendo un agradable corrientazo en su cuerpo, algo casi voluptuoso. Quiere gritar y reír. Lo hace y su voz cascadas es casi obscena en su dicha procaz. Miseria, dolor y angustia, miedo y muerte es lo que ve. Gira sobre sí bañándolo todo con la sangre del animal, incluso su blusa. Es víctima de una dicha como no recordaba otra en... bueno, muchos años.

   Recordando nuevamente parte de la vieja invocación, separa los brazos, palmas hacia arriba, una de ella goteando sangre y la recita en voz alta, riendo y estremecida de emoción:

   -Permite que rompamos las cadenas que te atan al abismo, mi Señor...
......

   -Vamos, toca, mira lo duro que lo tengo. -la voz del joven se oye ronca, baja, casi sonriente. Acariciándose de hecho sobre el viejo jeans desteñido que usa, uno que le queda casi obscenamente ajustado según la moda, y donde destaca la silueta de su miembro emocionado, como lo está siempre a esa edad cuando se le permite endurecer, llenarse de sangre y ganas, exigiendo, de paso, atenciones. Las cuales nunca, ningún chico, quería negarle. Era rico pasarse los dedos, reconoce, tanteándoselo una y otra vez con las yemas de los dedos índice y medio, feliz de lo duro que está, orgulloso de su tamaño, sintiendo como un éxito de su masculinidad el estar tan caliente.

   -¡No! -jadea la otra voz, también joven, inquieta. Casi temerosa.

   -Vamos, pendejo, la tengo tan dura que seguro no has visto otra así.

   -No ando mirándole los... los... pájaros a otros chicos. -rojo de cara, muy avergonzado y abrumado este reacciona, sentado muy rígido en una punta del viejo sofá donde él otro le indicara que montara “su culo”, a su lado. Le incomoda verlo sobarse, notar la voluminosa erección cubierta, tan descarada y desafiante.

   -Vamos, tócala, ¿no eres mi amigo? -canturrea invitando, sonriendo malvado. Completamente convencido de que dentro de poco sentirá sobre su tranca dura las manos del otro muchacho...

   Tanto si quisiera este tocarle o no.

CONTINÚA ... 4

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