martes, 25 de junio de 2019

TRECE… 4

TRECE                         … 3
      
   Todo el equipaje que algunos parecen necesitar cargar...
......
   ¡Mierda! Su reputación se iba a ir al carajo, sin pasar por “salida” ni cobrar los doscientos... Pero eran tantas las haladas y apretadas que ese culo estaba brindándole, haciéndole experimentar a su verga sensaciones totalmente nuevas (coño, ¿todos los culos de chicos serían así?), que no puede alarmarse en verdad. Y mirándole sonriendo, sobre un hombro, se siente malo.
   -¿Listo para más? -le gruñe afincando todavía más el agarre en la delgada cintura, elevándole las caderas, empujando su tranca de adelante atrás en un poderoso vaivén, golpeándole sonoramente las nalgas con la pelvis y las bolas. Quiere metérsela más y más profundo. Quiere...
   -Ahhh... -el chico chilla con abandono y cachondez, afincando a su vez el agarre en la camilla, empujando con maldad su trasero contra la verga que acude a abrirlo.
   Joder, ¡qué calentorro!, piensa transpirado, jadeante por la boca, tendiéndose sobre él, su cuerpo más alto y fornido, artísticamente velludo cayendo con todo su peso, hundiéndole más en la camilla, notándole el enrojecido rostro, la floja sonrisa de placer, sus ojos brillantes y nublados a un mismo tiempo, de voluptuosidad. Le da y le da. Hasta que lanza un gruñido, metiendosela toda, viendo sus propios pelos púbicos apoyados contra esas nalgas, y baja las piernas de la mesa, arrastrando al chico, acercándole al borde de la camilla, haciéndole bajar también las suyas. Y durante todo ese tiempo sintió, gozó y “padeció” las haladas que aquel apretado y sedoso culo le daba en la verga.
   -Vuélvete. -le ordena, temblando él mismo de lujuria. Nunca esperó encular a un muchacho, jamás imaginó que se sintiera de aquella manera; y, por supuesto, que nunca, en ninguna realidad, habría creído que se lo haría a otro sujeto, de frente, mirándole la cara, viéndole la verga tambien.- Ahhh... -chilla leve cuando el joven comienza un lento girar, apretándole en todo momento la verga que no abandona ese culo. Quedando de espaldas sobre la mesa, mirándole sonreído, rojizo de cuerpo, la verga tambien dura, babeante, las bolas peladas, su propia tranca más abajo.
   Atrapándole los tobillos se los alza y comienza una enculada con ganas, casi violentas, arrojándole con fuerza sobre y contra la mesa de masajes, sonriendo entre dientes, apretándolos, sintiendo que el tolete iba a estallarle en cualquier momento de puro placer. Le da y le da, escuchándole gemir y ronronear, boca abierta, frente fruncida, sonriéndole con gratitud mientras lo encula, atrapando con las manos la corta sábana sobre la mesa.
   -Oh, si, si, cógeme; cógeme duro. Reviéntame el culo como a una puta barata. Vamos, destrózame con tu tranca. -el chico balbucea a gritos, y cada sucia palabra eriza al otro hombre, que también ruge.
   En ese punto sus gruñidos de gozo son parecidos en intensidad y urgencia a los gemidos que lanza el cliente de madame Ziggy. Una mezcla de placer y una dulce agonía. Como si ni aún dándole uno, recibiendo el otro la larga, gruesa, dura y nervuda masculinidad, pudieran saciarse o tener suficiente de aquello. Los paff, paff, llenan aún más el cuarto, como los chirridos de la mesa al agitarse por la fuerza de las embestidas.
   -¡Oh, mierdaaaaa! -chilla el masajista, aferrando sus manos en esos tobillos, abriéndole más, mientras empuja con más fuerza su verga, profundamente, entre las transpiradas nalgas del muchacho calentorro. Sacándosela casi toda, metiéndosela hasta los pelos, una y otra vez, indetenible, incansable... insaciable.
   Sobre la camilla, el joven ronronea y arquea la espalda, su culo sufriendo violentos espasmos. Ese culo... Ese culo...
   Como necesitado de un momento de cordura, Larry Valar se la saca lentamente, disfrutando del trayecto, del roce, de las apretadas, bajando la mirada hacia ese ahora vacío agujero enrojecido, brillante de aceites, hambriento. Ese culito titilaba, el chico ya parecía que iba a quejarse cuando bajó y lo sopló, atrapándole ahora por las rodillas. Vientecillo que hace gemir al muchacho, cuyas mejillas enrojecen más. Y por un segundo, un aterrador, maravilloso y excitante segundo, Larry se preguntó qué sentiría si bajara más el rostro y posara los labios sobre el redondo y pulsante agujero, besándolo, sacando la lengua y lamiéndolo, penetrándolo con ella.
   Siente un profundo estremecimiento, mitad repulsa, mitad lujuria. Sería tan fácil enterrar el rostro entre esas nalgas y meterle la lengua... Y este parecía responder, ¿acaso había un llamado telepático en el sexo? Como fuera, el rojo anillo temblaba, brillante de sudor y aceites. Y enderezándose le metió nuevamente el tolete hasta los pelos, con rapidez, atrapándole nuevamente los tobillos, dándole duro en su vaivén. Era como enterrarlo en suave, apretada y cálida mantequilla, una que halaba y succionaba ávidamente.
   Era enloquecedor verlo estremecerse mientras lo enculaba, escucharle gemir, notar como arqueaba la espalda mientras se la metía toda y seguía empujando, dándole y dándole, percibiendo su calor. Ver su propia tranca entrando y saliendo de debajo de esas bolas rojizas, llenándole las entrañas una y otra vez era más de lo que podía soportar. Se sentía... orgulloso de tenerle así, todo mojado y medio desmayado de gusto gracias a su polla. Le dio sin descanso, sintiéndose más frenético, más necesitado.
   En un momento dado, no recuerda ni cómo, lo clavó a fondo, y aprovechando la espalda arqueada de este, separada de la camilla, metió sus fuertes brazos, rodeándola, y le alzó en peso. Era un chico sólido, bajito pero fornido, y sin embargo pudo. Le alzó, clavandole más sobre su verga, y mirarle la sorpresa feliz, el gesto de picardía y dicha fue suficiente. Pero pesaba. Dando media vuelta se deja caer de culo sobre la camilla, sentado, y el chico, afincando los pies en esta, comienza un sube y baja impresionante, gritando leve, ronco, la cabeza echada hacia atrás. Las sensaciones sobre su verga, esta rodeada de las entrañas del joven, cuyo labios anales le daban tales apretadas, le dificultan notar que sigue abrazándole, sintiéndole la espalda recia y tibia, que sus rostros quedan muy cercanos por momentos, que sus alientos se mezclan cuando gimen, porque también él está chillando de gusto, oyendo a lo lejos risitas en el pasillo.
   Dios, estaba tan excitado, los brazos del chico rodeándole el cuello, afincandose mientras iba y venía, golpeándole el abdomen con su verga dura y caliente, babeante, le tiene mal, muy mal. Tanto que cuando el otro, gimiendo lloroso como un gatito, acerca más el rostro, él separa los labios y recibe aquel beso extraño, anormal según sus estándares, uniendo su lengua con la del otro, tanteándola, sintiéndose erizado y suciamente lujurioso, con el otro sentado en su regazo, apretando y apretando, halándole el tolete sin moverse. Sintiendo como la leche comienza a correr en sus pelotas, con fuerza de erupción volcánica. Se tensa todo, está que estalla en lo que sabe que será uno bueno. Un clímax de ensueño. Y los labios se separan unos milímetros, ambos jadeantes...
   -Lléname el culo con tu semen...
   Y ya no puede pensar en nada más como no fuera ver ese agujero soltando su esperma.
   Luego es difícil recoger los pedazos de su cordura cuando arregla sus ropas, sintiéndose sudado, chorreado. Avergonzado (¿qué coño hizo?). Mira de reojo al chico que, luego de sacar de un morral de viaje una toalla y limpiar su culo que chorreaba esperma, como la propia que bañó sus torsos, se viste. Santo Dios, usa una mierda de fantasía, una pequeña tanga de color rosa chillona metida entre sus nalgas. Sus pantalones, franela, camisa y zapatos también son de colores llamativos. Era como el anuncio viviente de la bandera del movimiento gay. Este le mira, sacando la tarjeta de crédito, acercándose a la mesita donde descansa el lector.
   -Gracias por todo. Lo necesitaba. -dice de manera neutra, casi comercial, y eso le sienta mal por alguna razón.
   -Yo... -no sabe qué quiere decir. ¿De nada? ¿Fue un placer? ¿Podemos vernos para tomar un café? Hey, ¿cómo te llamas? No lo sabe.
   -Vive bien. -replica el chico, toma el morral y sale de su vida.
   Le sigue con la mirada desconcertado. Esperaba que después de un polvo tal, que tal vez quisiera repetir (joder, era bueno en la cama, lo sabía; le pasaba con las tías). Acercándose a su lector se encuentra con que el chico pagó las tarifas normales... con una propina tres veces mayor a esta. Y eso le disgusta un poco. ¿El pago por los servicios extras? Bien, no era ajeno a ello, pero, por alguna razón, se siente usado.
    Y no hay un nombre. Tan sólo una etiqueta: Consorcio Devlin.
   El chico sale del cubículo, ignorando a las personas que le miran, señalan y sonríen un poco, porque saben lo que ocurría entre él y el sujeto que sólo salía y atendía tías. No repara en nadie. Aunque la serenidad y medio sonrisa que llevaba al abandonar al masajista va muriendo. Tiene que ir al hospital. Su padre estaba agonizando. Un padre que nunca le quiso... y que intentara incluso matarle una vez. No le culpa. Nunca pudo. Pero ahora estaba mal y era su deber ir a verle. Extrañándose de sentir algo de pesar. Sabía que sería un trago amargo, y aún más porque el resto de la familia le toleraba a duras penas. Era el precio de ser un fenómeno.
   Después debía encargarse del trabajo real. Había un hombre al que debía localizar sin pérdida de tiempo: Denton Wilson, ex capitán de fuerzas especiales.
......
   Los dos hombres entran al pequeño vestíbulo, oscuro al fallar varias de las bombillas, de grises paredes algo sucias, aunque lavadas, alguien intentaba luchar contra el abandono, logrando que la pintura se desvaneciera un poco. El lugar está solitario, con el ascensor al frente de la entrada, las casillas de correos en otra lateral y las escaleras que suben en la otra. Ninguna baja. Los dos hombres intercambian una mirada, el más obeso se dirige al ascensor, el otro comienza a subir, con prisa pero sin ruido, las escaleras. El obeso igual, y lleva la mano a la culata del arma. El hombre al que siguen, el sujeto al que denomina en su mente como el tío blanco, feo y malo, lleva nueve días allí y se conocían sus movimientos. Los más aparentes, al menos. Jamás usaba el ascensor para llegar al tercer piso. Le emboscarían entre los dos. Sería un trabajo sencillo porque no les esperaba.
   El segundo de los sujetos sube las escaleras pendiente de los sonidos por encima de su cabeza, escuchando los pesados pasos de unas botas militares. Lleva en sus manos su arma. Los sentidos alertas. Había algo en ese sujeto que le inquietaba, un aire de resolución que ya había notado en otros. Una vez, él mismo, fue un marine... por un tiempo, antes de una descortés separación y una nota desagradable en su expediente. Los dos tramos de escaleras no presentan sorpresa, se mantiene fuera del alcance de su vista, pendiente al ruido del ascensor. Uno que oye llegar más arriba. Sonríe. La suerte estaba de su parte.
   -¿Me buscabas? -se paraliza cuando el sujeto aparece frente a él, arma en mano, sostenida como un mazo.
   Antes de llegar al último tramo de escalones, oculto por el borde, Denton Wilson se había agachado y ocultado, apareciendo en el último momento, desconcertando al otro al tenerle casi encima. Y aprovecha esos segundos, alzando el arma por el cañón le golpea con la culata entre los ojos, de manera tajante. El tipo chilla, desconcertado, sintiendo que mil luces estallan frente a sus ojos mientras lo peor llega, siente que pierde el equilibrio y se va para atrás. Intenta alzar su arma, apuntar y disparar, o tan sólo disparar a donde fuera, joder, porque algo le decía que ese dolor no era el final. Pero el otro ya se mueve, le da en el centro del pecho con la mano abierta como quien lanza un golpe de artes marciales. Separándole del piso del escalón. Cree que grita como mujer mientras cae, y los primeros golpes contra su espalda, nuca y trasero le indican que si, que cae, golpeándose la coronilla cuando choca con la pared del codo de las escaleras. El sujeto salta como un animal sobre él; le ve de manera borrosa, muy embargado de dolor y mareo. Alarmado. Este vuelve a golpearle entre los ojos y el estallido es todavía peor, si acaso es posible, mientras el arma que aún sostenía le es arrebatada. Quiere gritar, pelear pero todo va oscureciéndose por segundos.
   Denton, con las dos armas en las manos mira hacia arriba, alerta. Nada aún. Y sube a la carrera, silenciosamente.
   El segundo atacante, el obeso, al salir del ascensor ya llevaba el arma en la mano, pendiente de los sonidos, de los pasos que subieran. Congelándose en la puerta misma de las escaleras al escuchar un gemido apagado. Sin disparos. Poniéndose en modo alerta. Si, el tío blanco se veía feo y malo, así que amartilla el arma, alzándola al nivel de su rostro mientras ladea el negro rostro redondo, contra la puerta, a unos treinta centímetros de distancia. La cual se abre de manera violenta. Todo muy rápido.
   Del otro lado la pieza metálica fue pateada y se abrió con estrépito, impactándole en un hombro y brazo, pero también en el rostro. Sale disparado hacia atrás, realmente alarmado, golpeándose feamente la espalda y nuca al chocar de la pared del pasillo. Mareándose un instante, quedándose sin aire. Abriendo mucho los ojos casi grita cuando ve al tipo malo de verdad, ahora lo sabe, venirsele encima, guardando dos armas (y reconoce una) en la parte trasera de su pantalón, atrapándole por las solapas de la chaqueta y halando con una fuerza increíble hacia adelante, mientras se ladea. Grita de manera poco viril, para un sujeto de su tamaño (él también), cuando trastabilla sin poder estabilizarse, fallando el primer escalón y cayendo, girando como una bola sobre sí, soltando el arma, aporreándose y golpeando al camarada caído.
   Todo es rápido, confuso, doloroso, queda boca abajo, sobre el otro, que gime como aplastado, sin estar del todo despierto. Intenta levantarse, movilizarse, cuando algo le atrapa el cuello del saco y le obliga a volverse, cosa nada fácil para alguien de su tamaño y masa. Quiere luchar, resistirse, enfrentar al maldito tío blanco, pero se congela, ante su rostro ahora brillante y grasiento de transpiración, ese sujeto con una mueca dura y ojos helados, esgrime un cuchillo de caza, feamente dentado por un lado, una hoja brillante, y más fea todavía del otro. Él ha usado cuchillos como ese, pero en esas manos ese resulta sencillamente aterrador.
   -¿Quién te envió? -el sujeto pregunta con autoridad, casi montado sobre él, rozándole una de las redonda mejillas con la hoja dentada y afilada.
   -¡Nadie! No estábamos haciendo nada. -chilla alarmado.- Veníamos a ver a un amigo y... -gime cuando le hiere un poco un pómulo carnoso.- Sólo te vimos gastando en la tienda, tenías mucho efectivo y...
   -¿Y planearon un robo por cuatro billetes usando armas como estas, siguiéndome hasta el pasillo del motel donde vivo? Deben ser ladrones terribles. -hay sarcasmo e ira en la voz.- Son matones de poca monta, ¿no? Seguro están acostumbrados a emboscar así, por encargo. Sé que los enviaron, la pregunta es quién. -demanda, aunque en el fondo ya lo sabe. El otro traga, sus labios tiemblan de inquietud, pero no todavía asustado, era un tipo duro. No lo piensa más. Con un grácil movimiento baja el brazo y la hoja penetra en el muslo del gordo, con una facilidad asombrosa. Este grita, tomado por sorpresa realmente, y aún más cuando la hoja, clavada a la mitad, rota un poco en el sentido de las agujas del reloj. El dolor se triplica en segundos.
   -¡No, no, no! -ruge aún más bañado en sudor, aplastando todavía al camarada. Y enfrenta esa mirada cuando el cuchillo abandona sus carnes, apuntando ahora un poco más arriba mientras el pantalón se empapa de sangre.- No, no, espera... Nos envió Charlie Kuan. Charlie Kuan quería que... que...
   -Sé bien lo que quería. -acerca nuevamente el afilado cuchillo y el obeso y enorme sujeto se encoge de manera visible, e imposible para alguien de su volumen, buscando y tomando su cartera, mirando el permiso de conducir.- Mala técnica para este trabajo, gordo, no debes llevar nada que te identifique por si te detienen. O te matan. Y si a eso vamos, no sirves para seguir a alguien teniendo un rostro tan conspicuo y con semejante volumen. No pasas desapercibido. Seguro que se te ve desde el espacio. Pienso ir a visitar a Charlie Kuan, y espero darle una sorpresita. Toma a tu amigo y vete, no quiero involucrar a la policía. Pero si vuelves, o llego allá y sé que le dijiste algo distinto a “trabajo hecho”, iré a cazarte. Y no seré tan magnánimo la próxima vez. -enfatiza bajando sutilmente la hoja y recorriendo el cuello del otro, quien casi se lo quita cuando baja la papada cubriéndose, totalmente bañado en sudor y apestando a miedo.
   -Si, si, está bien.
   No respira hasta que el otro, alzándose en toda su estatura toma la otra arma, guardándola también, alejándose sin quitarle los ojos de encima, medio agachándose y recogiendo su pedido de comestibles del piso, unos escalones más arriba del cruce. Había sido una suerte que no derribaran todo. Y el hombre obeso se pregunta, de haber ocurrido, sí eso habría agravado su situación frente a ese sujeto.
   Denton sube con paso ágil, sus bolsas y paquetes en las manos, mirando al frente, pero vigilando al sujeto. Abre la puerta del apartamento, el cual es pequeño, de un ambiente, con baño, una estufa y un refrigerador diminuto. La cama no era individual pero difícilmente podría revocarse con alguien allí. No que pensara mucho en eso, aunque lo había hecho, en camas parecidas. Tres veces... en el último año.
   Deja todo sobre una mesita y todavía pega la oreja a la puerta. Nada. Cierra bien, con llave y cadena, arrastra una silla y la acuña contra el picaporte. Por primera vez se relaja un poco. Enciende una estación de radio y un jazz suave pero nostálgico se deja escuchar, al tiempo que se dedica a los alimentos. Comienza por lo escencial. Destapa una de las botellas de whisky y se sirve tres dedos en un vaso que consume de golpe, arrugando la cara, sintiendo el calor abrasando su vientre. Era bueno. Jadea y sopla, dejando sobre la mesa, al lado de la pizza, las armas. Ya las revisaría, si eran buenas la de los matones idiotas, las guardaría. No se sabía cuándo podrían hacer falta armas de terceros que no llevaran a él (sabe que los otros no denunciarán nada). Se dirige a la ventana y mira la calle, concurrida, animosa a pesar de todo. Con sus notas de miseria y de belleza. Ve a tres niños cruzar una calle, dos chicos y una chica, de once o doce años todos, que hablan. Ella coqueta, ellos queriendo llamar su atención. La vida...
   Eso le sienta mal. Vuelve a la mesa y se sirve un trago menor, destapa la pizza y toma una rebanada caliente. Salsas y queso medio resbalan (le gustan llenas), así como el jamón y las anchoas. Muerde y no se siente bien. Traga y un nuevo bocado le sabe a gloria mientras se deja caer en una silla. Charle Kuan.
   ¡Ese vietnamita hijo de perra! Siempre con su rutina de viejo tonto que ni entendía el idioma, cuando en verdad era la cabeza visible del tráfico de personas y drogas en la zona oeste; un implacable usurero y tenedor de cosa robadas. Ahora sabía que este era más importante de lo que imaginaba. Él podía acercarle a la gente que...
   Se eriza, el estómago se le encoge y la pizza que mastica no sabe bien, otra vez. ¡Kuan le llevaría a ellos!, a las personas que tenía un año buscando, y por quienes renunció a su cargo, a su posición y esencia. Iría tras su nuevo sueño, la razón de su vida: venganza. La meta para los años que le quedaban era esa, buscar y encontrar a la gente que envió a aquel sujeto que asesinó a Mitchell Anderson, cabo de las fuerzas especiales. Le encontraría a él y a sus jefes, a todos ellos, y les haría pagar. Un guerrero podía caer en el campo de batalla, se esperaba eso. Podía pasar que mordiera el polvo dando lo mejor de sí, enfrentando a otro que resultaría más poderoso, cayendo con honor; y podía caer aunque el ataque fuera furtivo. Eran las reglas de la contienda, la primera, estar preparado. Pero aquel engaño, esa traición ruin... También quería saber por qué, ¿qué era tan importante en aquel hombrecito al que fueron a liberar que justificara aquella acción tan arriesgada? E innecesaria. O tal vez no tanto, tal vez el asesino pensó que debía escapar en ese momento, pero aún así, eso no le salvaría cuando le encontrara.
   -Oye... ¿te dije que mamá está en la ciudad? -pregunta este de pronto, mirándole como restándole importancia al asunto.- Pensé que... bueno, tal vez podríamos... ¿cenar con ella mañana?
   Recuerda las palabras, el tono y la mirada de Mitchell, lo que no decía pero le informaba: “Quiero que mamá te conozca; quiero que tú la conozcas”. Tiene que dejar la rebanada de pizza cuando la boca se le llena de saliva, y cierra los ojos. ¿Tan importante fui, niño, qué querías que nos conocieramos?, ¿qué nos vieramos las dos personas a las que más querías? Esas ideas le acompañaban regularmente desde que le diera la espalda a todo y emprendiera aquel solitario viaje de revancha. Unas veces con alegres rayos de sol, haciéndole sonreír sobre una cama, mirando un amanecer con ojos legañosos  por una mala noche de bebidas, recordando algo bonito vivido junto a él; sin moverse porque le parecía que Mitch estaba al otro lado de la cama y no quería que se fuera. Era como si, si, literalmente, el sol saliera finalmente cuando le sentía cerca. Otras veces le humedecía los ojos, le dejaba sin aliento, costandole en verdad respirar cuando la soledad le atenazaba las entrañas, el corazón, el cerebro. El alma. Cuando encerrado en un lugar como ese, guardado ya para dormir, el sueño no llegaba a la una, dos o tres de la madrugada, y los pensamientos y recuerdos se encarnaban en fantasmas. Algunos vivos. Y recordaba a sus amigos, a Bull, a Aimara, a Johnson. A todos riendo y compartiendo con él, haciéndole partícipe de una unidad mayor. De calor. De esa familia que la vida brindaba en el camino cuando se tenía suerte. Con Mitch a su lado, riente, bromista. Jovemente insolente. Invulnerable. Aparentemente inmortal. Y le sorprendía, cómo ahora, notar cuánto dolía todavía ese recuerdo. Era cuando sólo encontraba fuerzas, para continuar, en la idea de odiar a sus enemigos. Especialmente al misterioso sujeto que usaba un rostro que no era el suyo. Matándole le regresaría algo de luz al recuerdo del muchacho.
   Sabiendo que necesita alimentarse toma la pizza nuevamente, ya sin hambre, pero se tensa y mira hacia la puerta cerrada. Lo siente más que oye...
   Alguien estaba del otro lado. Quieto. Siente. Asechando.
CONTINÚA … 5

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