jueves, 4 de julio de 2019

TRECE… 5

TRECE                         … 4
   Todo el equipaje que algunos parecen necesitar cargar...
......
   Alguien estaba del otro lado. Quieto. Silente. Acechando. Tragando en seco oprime los labios.
   Deja la pizza y toma su arma, echa la silla atrás con el cuerpo mientras se pone de pie y va hacia la puerta. En segundos, sin pensarlo, sin provocar el menor sonido. Aparta la silla, descorre la cadena y con un ademán brusco y súbito hala la puerta, medio inclinándose al salir al pasillo del lado contrario a donde esta se abre. Abarcando y apuntando en una dirección y en otra en fracciones de segundos. Nada.
   No hay nadie allí... pero sabe que no imaginó nada. En el aire flota un cierto aroma a vainilla. No a la esencia en un helado o una bebida. Parecía un perfume. ¿Una mujer? No lo pone en duda. Como guerrero sabe que la hembra de la especie podía ser tan certera y letal como cualquiera de los machos. Y el que la figura desapareciera en los segundos que le tomó asomarse, sin hacer ningún ruido, delataba su clase. Alzando el arma, todos los sentidos alertas mira hacia el pasillo que lleva a las escaleras. No, no espera que sean sus atacantes. Realmente cree que ya deben haberse ido. Después del enfrentamiento, del resultado, le sorprendería realmente encontrar que lo intentarían otra vez. Aún el más lerdo de los idiotas habría notado que pudo matarles, dejarles allí e irse sin que asociaran aquello con su persona. Dejarles ir había sido un detalle amable. Así que...
   Botando aire regresa a la pieza. Se escucha muy audiblemente la cerradura girando, una cadena regresando a su lugar y una silla siendo arrastrada y atrancada contra la puerta. Quería que quien fuera supiera que no le engaña. Y la mujer, asomando el rostro por el hueco de la puerta que aparta un poco, la mira. Sonriendo leve. Un hombre sensitivo. Algo que no le extraña. El rostro desaparece, la puerta que lleva a las escaleras va cerrándose y tan sólo cierto aroma a vainilla queda en el ambiente.
   Dentro de la pieza, moviéndose aparentemente sin prisa, pero sí con precisión, Denton devora pizza y recoge sus cosas. Abandonará el lugar antes de lo pensado (el ataque anterior lo había decidido, la presencia que llegó luego imponía que se diera prisa, estaba plenamente localizado). Mete las pocas cosas que posee dentro de un morral negro de carga. Desde cepillo de dientes y la crema, a la ropa interior que cuelga del tubo de la cortina de la ducha. Los zapatos bajo la cama (otras botas, menos altas) y el contenido de los cajones de la mesita. Congelándose un momento, allí, como algo muy privado, está una foto de Mitchell Anderson, con su traje negro de faena, la sonrisa arrogante y creída de sí. Tan vivo. Es de unos cuatro centímetros de alta por tres de ancha, algo descolorida. La guarda dentro de un libro tipo diario que lleva para anotar cosas que no debe olvidar jamás. Y mientras va de aquí para allá, come y se deshace de la basura, de sus desperdicios y restos, dejándolo todo ordenado. La vieja rutina de los marines que había guiado su vida, brindándole con el orden cierta estabilidad aún en medio de las zozobras. Orden y método eran buenos puntos de los cuales sostenerse si todo lo demás se debilitaba.
   Mochila al hombro, algo pesada por sus armas, la de los dos gamberros que le atacaran, y las dos mudas de ropas, da una última mirada. Le agradaba la pieza. Pequeña, miserable, con cierto olor a humedad, pero uno de los mejores donde ha estado. Buscaría donde quedarse, se establecería y recorrería los alrededores buscando puertas, escaleras, entradas y salidas, posibilidades para tender una emboscada o que se las tendieran. Luego se ocuparía de Charlie Kuan. Ya muere por rodearle el flaco cuello con las manos y apretar hasta que se ponmga morado y responda sus preguntas. Algo debía saber del sujeto que asesinó a Mitch...
......
   Joder, el sol estaba haciendo su trabajo, achicharrar a la humanidad. Y si eso le fallaba, le quedaría el recurso de atacar con el cáncer de piel, se dice con el ceño fruncido, el detective Joseph Trenton saliendo de su auto, frente al impresionante edificio de la biblioteca universitaria. Dos patrullas flanquean la entrada. Y detecta el vehículo de Monroe. Y como cada vez que piensa en el socio, oprime los labios. Ya le imaginaba, todo pomposo paseándose de aquí para allá, hablando, convenciendo a todos de su importancia. Botando aire se coloca los lentes oscuros, saluda y entra dentro de la amplia y alta bóveda. Sabía que era injusto con el otro, quien valía, de lo contrario no habría llegado a donde estaba (lo sabía, como muchos dentro de la estación, con cierta vergüenza aún), pero le costaba ser amable con el sujeto. No le gustaba su forma de conducirse. Joder, parecía caerle bien a todos; aún a los neonazis a pesar de ser negro. Algo sencillamente insólito. ¿Siente celos, envidia?, no, jamás llegaba tan allá en el análisis de sus sentimientos hacia el otro. Después de todo él también era un buen policía.
   Saluda a uno que otro uniformado mientras se dirige a una sala atestada de libros llamada Documentos Especiales, donde un letrero indica que está terminantemente prohibido el paso a personas ajenas al departamento, notando por primera vez el olor a humedad, a pesar de todo lo que se gastaba para mantener intacta esa sección. La eterna lucha del tiempo contra la palabra escrita. Dos cosas llaman su atención, el equipo de la escena del crimen fotografiando y recogiendo cuanta pelusilla encuentra alrededor de una mujer cuarentona, algo obesa, de rulos castaños y ojos grandes tras unos anteojos torcidos. Parecía sorprendida, y asustada, y sin embargo sonreía. Seguramente había sido una de esas almas alegres, optimistas, amigas de todos. La gordita servicial que disfrutaba una vida, a veces algo solitaria o injusta, que otros no entendían. Le molesta verla allí. Su cuello muestra un punto por donde su sangre manó, manchándole un poco el torso, pero luego los lados de su cuerpo al caer. Algo en ella indica ternura, un alma confiada. Seguramente no presintió nada malo hasta que...
   Mira a la mujer inclinada a su lado.
   -¿Un disparo?
   -No, parece que le atravesaron el cuello con una hoja afilada. -informa esta.
   Quiere preguntar algo más, pero, frunciendo el ceño, debe concentrarse en lo otro que llamó su atención, su socio lidiando con un sujeto cuarentón y elegante, de torso ancho, rostro igual, aunque atractivo, bronceado, de cabello castaño y ojos muy azules, que parecía iracundo. Y era tan extraño que Ari Monroe no pudiera encandilar con su encanto a una persona que todo resulta tan extraño.
   -Señor Lestrade... -dice su socio, un sujeto alto, esbelto, cercano a los treinta, de cabello muy corto arriba, casi rapado a los lados, de color oscuro, ojos castaños claros, apuesto y lleno de una vitalidad atlética, y quien en ese momento parece ir perdiendo la paciencia.- Entienda que se cometió un crimen. Un asesinato.
   -¡Lo sé! -casi grita el tal Lestrade, todo agitado.- Conocí a la señorita Duval, una eminencia en su campo, y lamento lo que le ocurrió, ¡pero ya está muerta! Su investigación, si sabe lo que hace, dará eventualmente con el homicida, pero ella no regresará. Ya está muerta y así continuará independientemente de lo que hagamos cualquiera de nosotros. Sin embargo, lo que robaron si debe recuperarse antes de que desaparezca para siempre. ¡Y es lo que parece no comprender!
   -Un asesinato y un secuestro son prioritario sobre documentos antiguos que...
   -¿Y quién decide eso? ¿Usted, detective? ¿Acaso sabe de lo que habla? ¿Habla por todo el departamento de policía de Los Ángeles? -le encara, y Joseph entiende la frustración del socio, quien oprime los labios y cierra los puños, silente.
   -Buenas. -interviene, mirando al otro sujeto, quien casi rueda los ojos.
   -¿Otro? ¡Genial! Imagino que hay que ponerle al tanto y perder más tiempo aún. -gruñe y se aleja a paso vivo, sacando un móvil de su traje. Dejando desconcertado al rubio.
   -Pero ¿y este tipo...?
   -Es el honorable Henry Lestrade, filántropo y mecenas de la universidad, de la caridad, la ciencia y los deportes en toda California. Amigo de gobernadores, alcaldes, senadores y presidentes. -gruñe el otro, botando aire, los llenitos labios separados.- Dios, ¡que ganas tengo de golpearle! -ahora le mira, severo.- Te tardaste lo tuyo en llegar, ¿paraste por donas y café? Debiste traerme algo. Llevo quince minutos discutiendo con ese sujeto, y no me iba muy bien, por si no lo notaste.
   -Entiendo que es importante y hay que tratarle con pinzas, ¿pero qué hace aquí?
   -Aparentemente fue él quien trajo al profesor... -revisa sus notas.- Hayes, Jeremiah Hayes, para que autenticara unos documentos antiguos, junto con la profesora Duval, y estos le fueron robado. Con todo y el profesor. Y, por el escándalo que hace, desdeñando el asesinato de la curadora, como el secuestro del académico, esos documentos deben contener la clave de la vida. Y va a hacer todo lo que pueda por localizarlos. A pesar de nosotros.
   -No le quiero estorbándome. -gruñe el rubio, con cara de disgusto. Podía simpatizar con un hombre que reclama su propiedad, lo suyo, nadie tenía derecho a tomarlo, pero... Vuelve la mirada hacia la mujer caída y siente una opresión en el pecho. Su trabajo será dar con el asesino. Siente la mirada de Ari, y le encuentra sonriendo leve.
   -¿Ya te montaste en tu caballo y sales a buscar justicia, Kimosabi?
   -Deja de joder. -es la seca réplica que le hace sonreír más. Y cómo le odia por eso.- Vamos a...
   -¿Detectives? -una voz medrosa les llega, y se vuelven hacia ella, sorprendidos, encontrando a un hombre bajito, muy joven, de cara ancha y ojos castaños que parecen amables, afables, como los de un cachorro. Ojos que brillan intensamente.
   -¿Quién diablos eres y cómo llegaste hasta aquí? -Joseph pregunta, de frente, en tono poco amable. Iba a comenzar a gritar él también, a los patrulleros si dejaban...
   -Soy el agente especial Casal, Morgan Casal... -responde agitado el joven, muy rojo de cara, luchando algo azorado por sacar su identificación del bolsillo, desconcertándoles.- Seguridad Nacional. -anuncia todo pomposo, sonriendo como niño que sabe que usa una llave que abre todas las puertas.
   -¿Seguridad Nacional? -gruñe Ari. Joseph le arranca la identificación.
   -¿Eres agente? ¿Tienes la edad? -y la revisa, chasqueado, regresándosela, previendo problemas.- No sé qué podríamos...
   -Nos haremos cargo de esta investigación. Necesitaré que dejen sus notas y que abandonen el lugar. -informa, tartamudeando un poco al ver cómo ese rostro iba enrojeciendo y los ojos brillando con incredulidad e ira. Dios, la iba a pasar mal, se dice tragando.
......
   Indiferente de cierta manera al revuelo que recorría el campus desde hacía al menos una hora, Alan Benedettis no se suma a los curiosos. Tiene que presentar unos exámenes que son vitales para él. Debía recuperar ciertas notas si deseaba continuar con la beca. Era un joven de una mentalidad excepcional atrapado en la naturaleza de un chico de veinte años. Quería todo y a todo temía. Especialmente a sí mismo. A su naturaleza gay que mantenía bajo radar desde su llegada a la unviersidad tres años antes. Le habría gustado ser como tantos que se sinceraban con sus sentimientos, con lo que eran y continuarían siendo por el resto de sus vidas, sintiéndose libre de expresarlo y experimentarlo (joder, tener citas, un novio, besarse a la entrada de la cafetería con un chico lindo, llevarle a su cuarto y amanecer en los brazos de otra persona), pero aún le amarraban las conveniencias. Salido de un pueblito rural en Iowa, teniendo la mala pata de haber sido becado junto a otros cinco de la zona, que también batallaban por continuar, se cuidaba mucho de los rumores que llegaban a su casa. Por sus padres. A veces se imaginaba que, mandándolo todo al coño, se dejaba ver como quién era, pero entonces los imaginaba compungidos, confusos, allá, afrontando a vecinos y conocidos en la iglesia, y sencillamente no podía. Todo esto detonaba crisis de depresión, de sentirse rabioso contra sí mismo, contra su familia y todos. A pesar de saber lo irracional que eran tales sentimientos. Esas “crisis menstruales” como las llamaba Lena, una de las chicas del pueblo, tratando de animarle restándoles importancia, casi le habían costado su permanencia allí.
   Ahora, mientras todos estiraban el cuello en el edificio principal para ver qué había ocurrido (muchos rumores, nada en concreto), él estaba allí, en una amplia sala de referencias como casi único ser viviente. Lo que no le desagrada. Unas voces y risas le sobresaltan un poco, y acomodándose los anteojos de montura fina sobre la nariz ve entrar a Monique Seton, la más bella de las cheerleaders del equipo de fútbol, quien pensaba dedicarse a la “carrera” de manera profesional. Rubia, de grandes senos, bonito trasero y piernas, iba bien encaminada. Y no puede evitar cierto ramalazo de celos, a su lado iba Chad Hammon, el chico más guapo del campus en su opinión. Aunque en realidad no era un chico en sí, debía contar con veintiséis o veintisiete años, era el mayor de la clase de Literatura Inglesa.
   Ex marine, quien viviera aventuras increíbles, aunque sospechaba que guardaba para sí las menos alegres, Chad aprovechaba la oportunidad de sacar un título. Era un hombre alto, recio de hombros, cabello negro cortado casi al rape, de ojos grises de ensueño. En serio, muchas veces se había visto atrapado en ellos cuando este hablaba con el grupo, en la residencia, todo alegre y jovial. Costandole salir a flote, rojo de cachetes. Temeroso de haberse delatado. La pareja repara en su presencia, él le dice algo, ella lanza un chillido y niega. Él insiste y riendo ella se deja llevar de la mano a otro pasillo, el que lleva a referencias de la Literatura Rusa.
   Tragando en seco, sintiéndose estúpido por sentir celos, intenta regresar a su lectura.
   -Oye, no puedes dejarme...
   -No puedo quedarme, te dije que tenía que irme.
   La voz de Monique le distrae nuevamente, y alzando la vista, encuentra a la pareja que sale. Ella se ve divertida, casi riendo como si hubiera hecho una broma. Él se ve mortificado, ceñudo... y bajo el pantalón, tragando en seco, Alan puede notar que está semi duro. ¡Y vaya tamaño! ¿Acaso se engañaba? Había imaginado en cientos de sueños cómo sería pero...
   -Monique...
   -Me tengo que ir, te dije que estaba ocupada con las chicas. -esta repite y se aleja aunque él la llama, frustrado.
   Alan imagina lo ocurrido. Perdiéndose por ahí para pasar un “rato”, la chica le calentó la leche y luego no se la tomó (y al idea le erizó de pies a cabeza). Sabía del juego. Algo cruel y tonto típico de las chicas. No queriendo que el otro note que es testigo del chasco vivido, mete la cabeza en sus libros. Por eso le sobresaltan las dos manos que caen frente a él, del otro lado de la mesa. Alza la vista sorprendido para encontrarle sonriendo, con esa mirada intensa, y los ojos le bajan, como con voluntad propia, a aquella verga... que parecía como más dura. Avergonzado, alarmado por descubrirse tanto, aparta los ojos, para encontrar nuevamente su sonrisa.
   -Hey, Alan... -le saluda sorprendiéndole, no esperaba que conociera su nombre, no más allá de ser uno de “los chicos” del grupo.- Oye, amigo, no me lo tomes a mal, pero ¿será que podrías acompañarme al área de Literatura Rusa? Necesito, realmente necesito, que me des una mano... -le dice mirándole intensamente, apartando las manos y elevándose en toda su estatura.
   Todavía sorprendido, desconcertado, el joven le mira. Y baja los ojos otra vez, esa pieza estaba más grande, definitivamente dura. Toda una vida de miedos, de dudas, le alcanzan. El temor a descubrirse, pero también las ganas de vivir por una vez lo que anhela luchan en su interior. Pero sabe que todo queda resuelto cuando esa mano blanca de dedos largos baja y se cierra alrededor del tolete, agitándolo bajo la tela.- ¿Me acompañas, amigo? -repite la pregunta.
   -Yo... yo... ¡Si, claro! -grazna, mirándole desde su asiento, patéticamente emocionado.
   -Genial. Vamos. -y con la mano con la cual se sostenía la verga, alargándola (erizandole más), atrapa la suya, casi halándole como hiciera poco antes con la chica.
   Y Alan flota más que camina... ignorando que en esta vida no todo resultaba como se esperaba.
......
   El pulso se le acelera aunque no debería, piensa, pero lo admite el chico rubio de ropa vistosa y multicolor al acercarse al serio y respetable edificio con aire de eficiente. Una clínica. Una buena clinica. De las caras. Lo mira y por un segundo duda en entrar, sabiendo lo que le espera; algo insólito en su vida. Dudar. Detenerse por una duda. Jamás lo hace, ni siquiera cuando sabe que la pasará mal o que puede irle todavía peor moviéndose de aquí para allá. Eran las reglas de su vida y su profesión. Es indiferente a las miradas que le lanzan las personas, por la zona, a su llamativa vestimenta. Parecía no sólo un anuncio viviente del orgullo gay, también un prostituto, un putico, buscando clientes. Por ello le cuesta cruzar la entrada, sólo su insistencia en un familiar internado logra que no le echen. Espera y ve llegar a dos de sus hermanas mayores, con sus esposos e hijos más grandecitos, los cuales se sorprenden al verle.
   -Tania... -susurra a una de ellas.
   -Yabor, ¿qué haces aquí? -réplica esta, fría, deteniéndose e indicándole a la incómoda familia que siga.
   -Escuché que está muy mal y...
   -Si, se teme que no llegue al fin de semana. -informa ella, brutal, su mirada es dura al recorrerle.
   -Me gustaría verle. Antes de que... -sabe que implora, pero no le importa. No en esos momentos. En su vida nunca ha habido tiempo para eso. Suplicar, esperar, rogar por algo mejor. No, nunca ha estado en sus cálculos. La vida era una mierda y por ella se iba, o se jugaba, según las cartas recibidas. Se usaban las que tocaban, no se pedía un cambio de mazos.
   -No creo. Mamá está arriba. Y no le gustaría verte vestido así. Ni a él. Sabes lo que papá pensaba... lo que piensa de tu conducta. No le haría bien. -se desinfla un poco, como apenada del hermanito menor que mira como perro apaleado hacia el piso.- Déjale... irse en paz. -se agita cuando este alza la mirada y la atraviesa con ella.
   -Necesito verle.
   -¿Qué?, ¿para sentirte mejor? Se está muriendo, Yabor, ya ganaste. -es dura y se vuelve a los vigilantes.- Que no suba.
   -¡Tania! -se sorprende, y oprime los labios cuando dos fornidos vigilantes, uno negro, el otro con tintes latinos, le cierran el paso. No piensa, cierra los puños y...
   -Yabor. -la voz le detiene y relaja. Alza la mirada más allá de los dos hombres y ve a su hermano mayor, Logan Stanton, el agente de bolsa, elegante en su traje, atildado, susurrándole algo con fuerza a Tania, quien oprime los labios encogiéndose de hombros, molesta, y siguiendo su rumbo. Se le acerca.- Hey, ¿cómo estás? ¡Vaya... traje! -intenta bromear, pero era difícil, le separaban años y temperamentos.
   -Podría decir lo mismo. Oye, quiero ver a papá. Debo emprender otro trabajo y no quiero que... parta sin verle. Pero a Tania no le agrada la idea. Odiar a la oveja negra de la familia parece que será una tradición que ella continuará, más allá de papá. Y de mamá, seguramente.
   -Está pasando por mucho. Su matrimonio tiene problemas. -la disculpa Logan, tensándose al verle fijar la mirada.
   -¿Él la trata mal?
   -No, no es eso, es... la vida. Llevan mucho de casados y las mil tensiones de la vida y el tiempo se acumulan. Los hijos se rebelan, los vecinos son irritantes, los conocidos son habladores y malintencionados a veces, los compañeros de trabajo una mierda. -informa mientras le señala que pase.- No serás una visita grata, lo sabes, pero todos te debemos mucho. Aún papá y mamá. Eres tú quien sostiene todo esto, el que alimenta el fondo fiduciario del cual todos vivimos. Al menos mereces esto. Despedirte. -aclara cuando el más joven, sonriendo, le mira con gratitud.
   Nunca han hablado de aquello, de dónde sale ese dinero que, mediante cuentas cifradas, llegaba al fondo que Logan manejaba escrupulosamente para mantener a todos en la familia. Guardando algo para aquel hermanito que parecía no aferrarse a nada.
   Hablan poco mientras suben, o al cruzan el pasillo, o al soportar las miradas hostiles de todos cuando llegan. Su madre ni siquiera le ve, dirigiendo el rostro lloroso a una ventana, como si se doliera por sí misma de la maldad de la humanidad encarnada en ese hijo. Hay pocos saludos, frías frases.
   Ninguno parece contento de tenerle allí, pero eso no le importa. No tanto. La mano de su hermano mayor en la parte baja es todo el apoyo que necesita. Entra al cuarto con este y encuentra al hombre canoso, bien conservado, por delgado, sobre una cama y varios almohadones, conectado al oxígeno y varios aparatos. El tumor en su pulmón se había regado. Estaba estable, sin dolor, no le faltaba al aire. Al menos eso esperaba Logan, mientras le cuenta. El menor tan sólo le mira, sin ninguna emoción dibujada en su bonito rostro
   Como respondiendo a un llamado de las almas, el hombre parpadea, costándole, y abre unos ojos claros, nublados por los medicamentos, la incomodidad, el fastidio, la rabia y algo de dolor. Y la clava en sus hijos. En el menor. Toda la vida le ha resentido, prácticamente desde los dos años de edad, cuando ya le notaba pequeño, débil, luego amanerado. Maricón. La batalla fue larga, toda una vida de despreciarle, de ignorarle y negarle. Y allí estaba, lo sabía porque Logan se los había contado, a todos, molesto por el trato que le daban, cuidando de todos ellos con dinero. Cuidando de él. La mirada se le enfoca.
   -Lárgate de aquí... -susurra apenas, ahogado, sin fuerza, pero con toda la rabia de su rencor de siempre. Le ve encogerse, apretar los labios, ¿nota dolor en sus ojos?, no lo sabe, pero quiere creerlo. ¡Odiaba tanto a ese muchacho!- ¡Largo, pequeño monstruo!
CONTINÚA … 6

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