......
Alguien
estaba del otro lado. Quieto. Silente. Acechando. Tragando en seco
oprime los labios.
Deja
la pizza y toma su arma, echa la silla atrás con el cuerpo mientras
se pone de pie y va hacia la puerta. En segundos, sin pensarlo, sin
provocar el menor sonido. Aparta la silla, descorre la cadena y con
un ademán brusco y súbito hala la puerta, medio inclinándose al
salir al pasillo del lado contrario a donde esta se abre. Abarcando y
apuntando en una dirección y en otra en fracciones de segundos.
Nada.
No
hay nadie allí... pero sabe que no imaginó nada. En el aire flota
un cierto aroma a vainilla. No a la esencia en un helado o una
bebida. Parecía un perfume. ¿Una mujer? No lo pone en duda. Como
guerrero sabe que la hembra de la especie podía ser tan certera y
letal como cualquiera de los machos. Y el que la figura desapareciera
en los segundos que le tomó asomarse, sin hacer ningún ruido,
delataba su clase. Alzando el arma, todos los sentidos alertas mira
hacia el pasillo que lleva a las escaleras. No, no espera que sean
sus atacantes. Realmente cree que ya deben haberse ido. Después del
enfrentamiento, del resultado, le sorprendería realmente encontrar
que lo intentarían otra vez. Aún el más lerdo de los idiotas
habría notado que pudo matarles, dejarles allí e irse sin que
asociaran aquello con su persona. Dejarles ir había sido un detalle
amable. Así que...
Botando
aire regresa a la pieza. Se escucha muy audiblemente la cerradura
girando, una cadena regresando a su lugar y una silla siendo
arrastrada y atrancada contra la puerta. Quería que quien fuera
supiera que no le engaña. Y la mujer, asomando el rostro por el
hueco de la puerta que aparta un poco, la mira. Sonriendo leve. Un
hombre sensitivo. Algo que no le extraña. El rostro desaparece, la
puerta que lleva a las escaleras va cerrándose y tan sólo cierto
aroma a vainilla queda en el ambiente.
Dentro
de la pieza, moviéndose aparentemente sin prisa, pero sí con
precisión, Denton devora pizza y recoge sus cosas. Abandonará el
lugar antes de lo pensado (el ataque anterior lo había decidido, la
presencia que llegó luego imponía que se diera prisa, estaba
plenamente localizado). Mete las pocas cosas que posee dentro de un
morral negro de carga. Desde cepillo de dientes y la crema, a la ropa
interior que cuelga del tubo de la cortina de la ducha. Los zapatos
bajo la cama (otras botas, menos altas) y el contenido de los cajones
de la mesita. Congelándose un momento, allí, como algo muy privado,
está una foto de Mitchell Anderson, con su traje negro de faena, la
sonrisa arrogante y creída de sí. Tan vivo. Es de unos cuatro
centímetros de alta por tres de ancha, algo descolorida. La guarda
dentro de un libro tipo diario que lleva para anotar cosas que no
debe olvidar jamás. Y mientras va de aquí para allá, come y se
deshace de la basura, de sus desperdicios y restos, dejándolo todo
ordenado. La vieja rutina de los marines que había guiado su vida,
brindándole con el orden cierta estabilidad aún en medio de las
zozobras. Orden y método eran buenos puntos de los cuales sostenerse
si todo lo demás se debilitaba.
Mochila
al hombro, algo pesada por sus armas, la de los dos gamberros que le
atacaran, y las dos mudas de ropas, da una última mirada. Le
agradaba la pieza. Pequeña, miserable, con cierto olor a humedad,
pero uno de los mejores donde ha estado. Buscaría donde quedarse, se
establecería y recorrería los alrededores buscando puertas,
escaleras, entradas y salidas, posibilidades para tender una
emboscada o que se las tendieran. Luego se ocuparía de Charlie Kuan.
Ya muere por rodearle el flaco cuello con las manos y apretar hasta
que se ponmga morado y responda sus preguntas. Algo debía saber del
sujeto que asesinó a Mitch...
......
Joder,
el sol estaba haciendo su trabajo, achicharrar a la humanidad. Y si
eso le fallaba, le quedaría el recurso de atacar con el cáncer de
piel, se dice con el ceño fruncido, el detective Joseph Trenton
saliendo de su auto, frente al impresionante edificio de la
biblioteca universitaria. Dos patrullas flanquean la entrada. Y
detecta el vehículo de Monroe. Y como cada vez que piensa en el
socio, oprime los labios. Ya le imaginaba, todo pomposo paseándose
de aquí para allá, hablando, convenciendo a todos de su
importancia. Botando aire se coloca los lentes oscuros, saluda y
entra dentro de la amplia y alta bóveda. Sabía que era injusto con
el otro, quien valía, de lo contrario no habría llegado a donde
estaba (lo sabía, como muchos dentro de la estación, con cierta
vergüenza aún), pero le costaba ser amable con el sujeto. No le
gustaba su forma de conducirse. Joder, parecía caerle bien a todos;
aún a los neonazis a pesar de ser negro. Algo sencillamente
insólito. ¿Siente celos, envidia?, no, jamás llegaba tan allá en
el análisis de sus sentimientos hacia el otro. Después de todo él
también era un buen policía.
Saluda
a uno que otro uniformado mientras se dirige a una sala atestada de
libros llamada Documentos Especiales, donde un letrero indica que
está terminantemente prohibido el paso a personas ajenas al
departamento, notando por primera vez el olor a humedad, a pesar de
todo lo que se gastaba para mantener intacta esa sección. La eterna
lucha del tiempo contra la palabra escrita. Dos cosas llaman su
atención, el equipo de la escena del crimen fotografiando y
recogiendo cuanta pelusilla encuentra alrededor de una mujer
cuarentona, algo obesa, de rulos castaños y ojos grandes tras unos
anteojos torcidos. Parecía sorprendida, y asustada, y sin embargo
sonreía. Seguramente había sido una de esas almas alegres,
optimistas, amigas de todos. La gordita servicial que disfrutaba una
vida, a veces algo solitaria o injusta, que otros no entendían. Le
molesta verla allí. Su cuello muestra un punto por donde su sangre
manó, manchándole un poco el torso, pero luego los lados de su
cuerpo al caer. Algo en ella indica ternura, un alma confiada.
Seguramente no presintió nada malo hasta que...
Mira
a la mujer inclinada a su lado.
-¿Un
disparo?
-No,
parece que le atravesaron el cuello con una hoja afilada. -informa
esta.
Quiere
preguntar algo más, pero, frunciendo el ceño, debe concentrarse en
lo otro que llamó su atención, su socio lidiando con un sujeto
cuarentón y elegante, de torso ancho, rostro igual, aunque
atractivo, bronceado, de cabello castaño y ojos muy azules, que
parecía iracundo. Y era tan extraño que Ari Monroe no pudiera
encandilar con su encanto a una persona que todo resulta tan extraño.
-Señor
Lestrade... -dice su socio, un sujeto alto, esbelto, cercano a los
treinta, de cabello muy corto arriba, casi rapado a los lados, de
color oscuro, ojos castaños claros, apuesto y lleno de una vitalidad
atlética, y quien en ese momento parece ir perdiendo la paciencia.-
Entienda que se cometió un crimen. Un asesinato.
-¡Lo
sé! -casi grita el tal Lestrade, todo agitado.- Conocí a la
señorita Duval, una eminencia en su campo, y lamento lo que le
ocurrió, ¡pero ya está muerta! Su investigación, si sabe lo que
hace, dará eventualmente con el homicida, pero ella no regresará.
Ya está muerta y así continuará independientemente de lo que
hagamos cualquiera de nosotros. Sin embargo, lo que robaron si debe
recuperarse antes de que desaparezca para siempre. ¡Y es lo que
parece no comprender!
-Un
asesinato y un secuestro son prioritario sobre documentos antiguos
que...
-¿Y
quién decide eso? ¿Usted, detective? ¿Acaso sabe de lo que habla?
¿Habla por todo el departamento de policía de Los Ángeles? -le
encara, y Joseph entiende la frustración del socio, quien oprime los
labios y cierra los puños, silente.
-Buenas.
-interviene, mirando al otro sujeto, quien casi rueda los ojos.
-¿Otro?
¡Genial! Imagino que hay que ponerle al tanto y perder más tiempo
aún. -gruñe y se aleja a paso vivo, sacando un móvil de su traje.
Dejando desconcertado al rubio.
-Pero
¿y este tipo...?
-Es
el honorable Henry Lestrade, filántropo y mecenas de la universidad,
de la caridad, la ciencia y los deportes en toda California. Amigo de
gobernadores, alcaldes, senadores y presidentes. -gruñe el otro,
botando aire, los llenitos labios separados.- Dios, ¡que ganas tengo
de golpearle! -ahora le mira, severo.- Te tardaste lo tuyo en llegar,
¿paraste por donas y café? Debiste traerme algo. Llevo quince
minutos discutiendo con ese sujeto, y no me iba muy bien, por si no
lo notaste.
-Entiendo
que es importante y hay que tratarle con pinzas, ¿pero qué hace
aquí?
-Aparentemente
fue él quien trajo al profesor... -revisa sus notas.- Hayes,
Jeremiah Hayes, para que autenticara unos documentos antiguos, junto
con la profesora Duval, y estos le fueron robado. Con todo y el
profesor. Y, por el escándalo que hace, desdeñando el asesinato de
la curadora, como el secuestro del académico, esos documentos deben
contener la clave de la vida. Y va a hacer todo lo que pueda por
localizarlos. A pesar de nosotros.
-No
le quiero estorbándome. -gruñe el rubio, con cara de disgusto.
Podía simpatizar con un hombre que reclama su propiedad, lo suyo,
nadie tenía derecho a tomarlo, pero... Vuelve la mirada hacia la
mujer caída y siente una opresión en el pecho. Su trabajo será dar
con el asesino. Siente la mirada de Ari, y le encuentra sonriendo
leve.
-¿Ya
te montaste en tu caballo y sales a buscar justicia, Kimosabi?
-Deja
de joder. -es la seca réplica que le hace sonreír más. Y cómo le
odia por eso.- Vamos a...
-¿Detectives?
-una voz medrosa les llega, y se vuelven hacia ella, sorprendidos,
encontrando a un hombre bajito, muy joven, de cara ancha y ojos
castaños que parecen amables, afables, como los de un cachorro. Ojos
que brillan intensamente.
-¿Quién
diablos eres y cómo llegaste hasta aquí? -Joseph pregunta, de
frente, en tono poco amable. Iba a comenzar a gritar él también, a
los patrulleros si dejaban...
-Soy
el agente especial Casal, Morgan Casal... -responde agitado el joven,
muy rojo de cara, luchando algo azorado por sacar su identificación
del bolsillo, desconcertándoles.- Seguridad Nacional. -anuncia todo
pomposo, sonriendo como niño que sabe que usa una llave que abre
todas las puertas.
-¿Seguridad
Nacional? -gruñe Ari. Joseph le arranca la identificación.
-¿Eres
agente? ¿Tienes la edad? -y la revisa, chasqueado, regresándosela,
previendo problemas.- No sé qué podríamos...
-Nos
haremos cargo de esta investigación. Necesitaré que dejen sus notas
y que abandonen el lugar. -informa, tartamudeando un poco al ver cómo
ese rostro iba enrojeciendo y los ojos brillando con incredulidad e
ira. Dios, la iba a pasar mal, se dice tragando.
......
Indiferente
de cierta manera al revuelo que recorría el campus desde hacía al
menos una hora, Alan Benedettis no se suma a los curiosos. Tiene que
presentar unos exámenes que son vitales para él. Debía recuperar
ciertas notas si deseaba continuar con la beca. Era un joven de una
mentalidad excepcional atrapado en la naturaleza de un chico de
veinte años. Quería todo y a todo temía. Especialmente a sí
mismo. A su naturaleza gay que mantenía bajo radar desde su llegada
a la unviersidad tres años antes. Le habría gustado ser como tantos
que se sinceraban con sus sentimientos, con lo que eran y
continuarían siendo por el resto de sus vidas, sintiéndose libre de
expresarlo y experimentarlo (joder, tener citas, un novio, besarse a
la entrada de la cafetería con un chico lindo, llevarle a su cuarto
y amanecer en los brazos de otra persona), pero aún le amarraban las
conveniencias. Salido de un pueblito rural en Iowa, teniendo la mala
pata de haber sido becado junto a otros cinco de la zona, que también
batallaban por continuar, se cuidaba mucho de los rumores que
llegaban a su casa. Por sus padres. A veces se imaginaba que,
mandándolo todo al coño, se dejaba ver como quién era, pero
entonces los imaginaba compungidos, confusos, allá, afrontando a
vecinos y conocidos en la iglesia, y sencillamente no podía. Todo
esto detonaba crisis de depresión, de sentirse rabioso contra sí
mismo, contra su familia y todos. A pesar de saber lo irracional que
eran tales sentimientos. Esas “crisis menstruales” como las
llamaba Lena, una de las chicas del pueblo, tratando de animarle
restándoles importancia, casi le habían costado su permanencia
allí.
Ahora,
mientras todos estiraban el cuello en el edificio principal para ver
qué había ocurrido (muchos rumores, nada en concreto), él estaba
allí, en una amplia sala de referencias como casi único ser
viviente. Lo que no le desagrada. Unas voces y risas le sobresaltan
un poco, y acomodándose los anteojos de montura fina sobre la nariz
ve entrar a Monique Seton, la más bella de las cheerleaders del
equipo de fútbol, quien pensaba dedicarse a la “carrera” de
manera profesional. Rubia, de grandes senos, bonito trasero y
piernas, iba bien encaminada. Y no puede evitar cierto ramalazo de
celos, a su lado iba Chad Hammon, el chico más guapo del campus en
su opinión. Aunque en realidad no era un chico en sí, debía contar
con veintiséis o veintisiete años, era el mayor de la clase de
Literatura Inglesa.
Ex
marine, quien viviera aventuras increíbles, aunque sospechaba que
guardaba para sí las menos alegres, Chad aprovechaba la oportunidad
de sacar un título. Era un hombre alto, recio de hombros, cabello
negro cortado casi al rape, de ojos grises de ensueño. En serio,
muchas veces se había visto atrapado en ellos cuando este hablaba
con el grupo, en la residencia, todo alegre y jovial. Costandole
salir a flote, rojo de cachetes. Temeroso de haberse delatado. La
pareja repara en su presencia, él le dice algo, ella lanza un
chillido y niega. Él insiste y riendo ella se deja llevar de la mano
a otro pasillo, el que lleva a referencias de la Literatura Rusa.
Tragando
en seco, sintiéndose estúpido por sentir celos, intenta regresar a
su lectura.
-Oye,
no puedes dejarme...
-No
puedo quedarme, te dije que tenía que irme.
La
voz de Monique le distrae nuevamente, y alzando la vista, encuentra a
la pareja que sale. Ella se ve divertida, casi riendo como si hubiera
hecho una broma. Él se ve mortificado, ceñudo... y bajo el
pantalón, tragando en seco, Alan puede notar que está semi duro. ¡Y
vaya tamaño! ¿Acaso se engañaba? Había imaginado en cientos de
sueños cómo sería pero...
-Monique...
-Me
tengo que ir, te dije que estaba ocupada con las chicas. -esta repite
y se aleja aunque él la llama, frustrado.
Alan
imagina lo ocurrido. Perdiéndose por ahí para pasar un “rato”,
la chica le calentó la leche y luego no se la tomó (y al idea le
erizó de pies a cabeza). Sabía del juego. Algo cruel y tonto típico
de las chicas. No queriendo que el otro note que es testigo del
chasco vivido, mete la cabeza en sus libros. Por eso le sobresaltan
las dos manos que caen frente a él, del otro lado de la mesa. Alza
la vista sorprendido para encontrarle sonriendo, con esa mirada
intensa, y los ojos le bajan, como con voluntad propia, a aquella
verga... que parecía como más dura. Avergonzado, alarmado por
descubrirse tanto, aparta los ojos, para encontrar nuevamente su
sonrisa.
-Hey,
Alan... -le saluda sorprendiéndole, no esperaba que conociera su
nombre, no más allá de ser uno de “los chicos” del grupo.- Oye,
amigo, no me lo tomes a mal, pero ¿será que podrías acompañarme
al área de Literatura Rusa? Necesito, realmente necesito, que me des
una mano... -le dice mirándole intensamente, apartando las manos y
elevándose en toda su estatura.
Todavía
sorprendido, desconcertado, el joven le mira. Y baja los ojos otra
vez, esa pieza estaba más grande, definitivamente dura. Toda una
vida de miedos, de dudas, le alcanzan. El temor a descubrirse, pero
también las ganas de vivir por una vez lo que anhela luchan en su
interior. Pero sabe que todo queda resuelto cuando esa mano blanca de
dedos largos baja y se cierra alrededor del tolete, agitándolo bajo
la tela.- ¿Me acompañas, amigo? -repite la pregunta.
-Yo...
yo... ¡Si, claro! -grazna, mirándole desde su asiento,
patéticamente emocionado.
-Genial.
Vamos. -y con la mano con la cual se sostenía la verga, alargándola
(erizandole más), atrapa la suya, casi halándole como hiciera poco
antes con la chica.
Y
Alan flota más que camina... ignorando que en esta vida no todo
resultaba como se esperaba.
......
......
El
pulso se le acelera aunque no debería, piensa, pero lo admite el
chico rubio de ropa vistosa y multicolor al acercarse al serio y
respetable edificio con aire de eficiente. Una clínica. Una buena
clinica. De las caras. Lo mira y por un segundo duda en entrar,
sabiendo lo que le espera; algo insólito en su vida. Dudar.
Detenerse por una duda. Jamás lo hace, ni siquiera cuando sabe que
la pasará mal o que puede irle todavía peor moviéndose de aquí
para allá. Eran las reglas de su vida y su profesión. Es
indiferente a las miradas que le lanzan las personas, por la zona, a
su llamativa vestimenta. Parecía no sólo un anuncio viviente del
orgullo gay, también un prostituto, un putico, buscando clientes.
Por ello le cuesta cruzar la entrada, sólo su insistencia en un
familiar internado logra que no le echen. Espera y ve llegar a dos de
sus hermanas mayores, con sus esposos e hijos más grandecitos, los
cuales se sorprenden al verle.
-Tania...
-susurra a una de ellas.
-Yabor,
¿qué haces aquí? -réplica esta, fría, deteniéndose e
indicándole a la incómoda familia que siga.
-Escuché
que está muy mal y...
-Si,
se teme que no llegue al fin de semana. -informa ella, brutal, su
mirada es dura al recorrerle.
-Me
gustaría verle. Antes de que... -sabe que implora, pero no le
importa. No en esos momentos. En su vida nunca ha habido tiempo para
eso. Suplicar, esperar, rogar por algo mejor. No, nunca ha estado en
sus cálculos. La vida era una mierda y por ella se iba, o se jugaba,
según las cartas recibidas. Se usaban las que tocaban, no se pedía
un cambio de mazos.
-No
creo. Mamá está arriba. Y no le gustaría verte vestido así. Ni a
él. Sabes lo que papá pensaba... lo que piensa de tu conducta. No
le haría bien. -se desinfla un poco, como apenada del hermanito
menor que mira como perro apaleado hacia el piso.- Déjale... irse en
paz. -se agita cuando este alza la mirada y la atraviesa con ella.
-Necesito
verle.
-¿Qué?,
¿para sentirte mejor? Se está muriendo, Yabor, ya ganaste. -es dura
y se vuelve a los vigilantes.- Que no suba.
-¡Tania!
-se sorprende, y oprime los labios cuando dos fornidos vigilantes,
uno negro, el otro con tintes latinos, le cierran el paso. No piensa,
cierra los puños y...
-Yabor.
-la voz le detiene y relaja. Alza la mirada más allá de los dos
hombres y ve a su hermano mayor, Logan Stanton, el agente de bolsa,
elegante en su traje, atildado, susurrándole algo con fuerza a
Tania, quien oprime los labios encogiéndose de hombros, molesta, y
siguiendo su rumbo. Se le acerca.- Hey, ¿cómo estás? ¡Vaya...
traje! -intenta bromear, pero era difícil, le separaban años y
temperamentos.
-Podría
decir lo mismo. Oye, quiero ver a papá. Debo emprender otro trabajo
y no quiero que... parta sin verle. Pero a Tania no le agrada la
idea. Odiar a la oveja negra de la familia parece que será una
tradición que ella continuará, más allá de papá. Y de mamá,
seguramente.
-Está
pasando por mucho. Su matrimonio tiene problemas. -la disculpa Logan,
tensándose al verle fijar la mirada.
-¿Él
la trata mal?
-No,
no es eso, es... la vida. Llevan mucho de casados y las mil tensiones
de la vida y el tiempo se acumulan. Los hijos se rebelan, los vecinos
son irritantes, los conocidos son habladores y malintencionados a
veces, los compañeros de trabajo una mierda. -informa mientras le
señala que pase.- No serás una visita grata, lo sabes, pero todos
te debemos mucho. Aún papá y mamá. Eres tú quien sostiene todo
esto, el que alimenta el fondo fiduciario del cual todos vivimos. Al
menos mereces esto. Despedirte. -aclara cuando el más joven,
sonriendo, le mira con gratitud.
Nunca
han hablado de aquello, de dónde sale ese dinero que, mediante
cuentas cifradas, llegaba al fondo que Logan manejaba
escrupulosamente para mantener a todos en la familia. Guardando algo
para aquel hermanito que parecía no aferrarse a nada.
Hablan
poco mientras suben, o al cruzan el pasillo, o al soportar las
miradas hostiles de todos cuando llegan. Su madre ni siquiera le ve,
dirigiendo el rostro lloroso a una ventana, como si se doliera por sí
misma de la maldad de la humanidad encarnada en ese hijo. Hay pocos
saludos, frías frases.
Ninguno
parece contento de tenerle allí, pero eso no le importa. No tanto.
La mano de su hermano mayor en la parte baja es todo el apoyo que
necesita. Entra al cuarto con este y encuentra al hombre canoso, bien
conservado, por delgado, sobre una cama y varios almohadones,
conectado al oxígeno y varios aparatos. El tumor en su pulmón se
había regado. Estaba estable, sin dolor, no le faltaba al aire. Al
menos eso esperaba Logan, mientras le cuenta. El menor tan sólo le
mira, sin ninguna emoción dibujada en su bonito rostro
Como
respondiendo a un llamado de las almas, el hombre parpadea,
costándole, y abre unos ojos claros, nublados por los medicamentos,
la incomodidad, el fastidio, la rabia y algo de dolor. Y la clava en
sus hijos. En el menor. Toda la vida le ha resentido, prácticamente
desde los dos años de edad, cuando ya le notaba pequeño, débil,
luego amanerado. Maricón. La batalla fue larga, toda una vida de
despreciarle, de ignorarle y negarle. Y allí estaba, lo sabía
porque Logan se los había contado, a todos, molesto por el trato que
le daban, cuidando de todos ellos con dinero. Cuidando de él. La
mirada se le enfoca.
-Lárgate
de aquí... -susurra apenas, ahogado, sin fuerza, pero con toda la
rabia de su rencor de siempre. Le ve encogerse, apretar los labios,
¿nota dolor en sus ojos?, no lo sabe, pero quiere creerlo. ¡Odiaba
tanto a ese muchacho!- ¡Largo, pequeño monstruo!
CONTINÚA … 6
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