
Los
hombres de éxito y sus secretos...
......
Pero
no lo dice, no puede. ¿Cómo contarle a sus hermanos que cuando
conociera a Oswaldo fue porque una mujer extraña le había llevado a
eso, que le dijo que todo eso ocurriría, que se enamorarían y
casarían, y que le debería un favor? Favor que parecía nunca
terminaría de pagar. Ahora lo sospechaba, porque esa mujer había
aparecido dos veces más, exigiendo el pago pero ofreciendo algo más,
quedando eternamente en deuda. La segunda vez que había aparecido
fue para exigirle aquella fiesta para celebrar el fulano cumpleaños
de su marido y de sus hijos. Sus hijos, piensa revolviéndose
incómoda en la costosa silla. La recuerda diciéndole: “esto te
ayudará a embarazarte, y debes asegurarte de que el niño nazca, o
nazcan, el mismo día que él; no lo olvides… ni me falles”. Esa
fue la primera vez, y recordarlo también le estremece, ¿quién era
esa extraña mujer?
Meneando
la cabeza se vuelve hacia sus hermano, la mirada más centrada, un
leve descenso de sus labios indica que está perdiendo la paciencia.
-No
quiero discutir sobre eso, la fiesta se hará y punto.
-Te
vuelves necia y caprichosa. -le gruñe Arturo, tomando otra rebanada
de pan. Una que Gabriela mira intencionadamente, algo ceñuda.
-Lo
mismo dijiste cuando comencé a salir con Oswaldo, ¿lo recuerdas?
Que perdía mi tiempo como una boba. Y aquí estamos, yo, tú, tú...
-señala a Anthony.- ...Mamá, papá, los tíos y primos, todos
viviendo de esta mala idea.
-Oye,
yo trabajo.
-También
yo. -se defiende el menor.
-Mejor
no hablemos de eso, ¿okay? -es fría, su sonrisa es dura. Como mujer
de Oswaldo Simanca había influido para que el hombre contratara y
ayudara a buena parte de su parentela. Fue incómodo hacerlo, pero lo
necesitaba. Por una parte para ayudarlos, por otro... para que se las
debieran. Tal vez no esos dos, pero si tíos y primos. Esos que
dudaron en tenderle la mano en tiempos duros y que ahora debían
tragarse el que ella les ayudara.- La fiesta será importante porque
será un reconocimiento público a la importancia de Oswaldo en este
país... y la presentación de mis niños, sus hijos. Sus herederos.
-calla, aunque sabe lo que los otros dos lo piensa, que desea brillar
como una reina madre en la sociedad caraqueña.
Bien,
no le importaba lo que pensara nadie, se dice sonriendo con orgullo,
pero esta vacila un poco notando la mirada que intercambian sus
hermanos. Ya saben por dónde saldrán y su buen humor, que falta en
la casa desde hace días, ahora se coloca más lejos, ya no en la
Luna sino en Marte. O Júpiter arriba.
-No
quiero molestarte y que vayas a expulsarme de tu castillo con tu
guardia pretoriana, hermanita... -comienza Arturo, untando bastante
mantequilla al pan medio mordido.- Pero tu marido ya tiene un hijo.
Uno mayor.
-Víctor
no es su hijo de verdad. No es sangre de su sangre. Es un recogido
que su primer mujer tuvo la ocurrencia de traer un día. Como no pudo
parir hijos propios... -es desdeñosa, casi cruel.
-Legalmente
es su hijo. Reconocido con todos los derechos. -insiste Anthony,
sintiéndose de pronto mal por el chico alto, desgarbado, de mirada
ausente y melancólica. El muchacho adoptado que nunca fue aceptado
por el hombre que debió ser su padre. De quien más esperó una
mirada de aprobación y afecto.
-Oswaldo
no lo quiere. -confirma ella, encogiéndose de hombros.- Y él lo
sabe. Un día comprenderá cabalmente que nada tiene aquí y... -se
encoge de hombros otra vez.- ...Desaparecerá.
-Pero
sigue siendo un heredero. -insiste Arturo.
-Ya
veremos. -termina ella el asunto.
-¿Dónde
está? Tengo días sin verle. -acota Anthony, incómodo cuando Arturo
le lanza una mirada sardónica. El otro tenía la manía de fijarse
en muchas cosas.
-No
lo sé. En cuanto cumplió los dieciocho, Oswaldo le compró un
apartamento aparte. Para que se fuera. -sonríe leve al notar sus
gestos de sorpresa.- ¿Qué parte de que no lo quiere no entienden?
Víctor fungió como hijo durante años porque Santa Elena así lo
dispuso, y Oswaldo no quiso herirla. Pero nunca ha querido a ese
muchacho.
-Eso
es algo duro, ¿no? -Anthony se incomoda. Ese hijo adoptivo rechazado
era una parte de la historia de su jefe, el marido de su hermana, que
siempre le intrigaba. Y molestaba. Era el único punto oscuro de una
vida brillante, la nota mala de un sujeto notable, ejemplar y
admirable. De manera fraterna amaba al sujeto... excepto por eso.
-Sus
razones tendría, ya lo conoces, mezquino no es. -las palabras de
Gabriela lo expresan todo.
Pero
ella misma se pierde un momento en sus pensamientos. No le gusta
hablar o pensar en Víctor Simanca porque en serio le resiente y no
hay nada que desee más que verle desaparecer para siempre de sus
vidas. No sólo porque su presencia incomoda a Oswaldo, quien en
verdad le rechaza, sino por ella misma. Detesta al joven silente que
siempre bajaba la mirada cuando se encontraban, porque era un
recuerdo de ella, de Elena la Santa, la mujer tan buena que un día
se apareció con un niño de cuatro o cinco años porque había
quedado huérfano en una tragedia. Peor, le había ido a buscar al
enterarse de esta. Y había muchos otros recuerdos relacionados con
ese muchacho...
Cómo
ese día en la piscina, cuando el mocoso flaco y alto de quince años
se arrojó desmañadamente al agua, salpicándola accidentalmente,
irritándola. Regañándole, tratándole de idiota que no se fijaba
en nada, le gritó muchas otras cosas. Le vio enrojecer, bajar la
mirada, los labios temblarle y casi escapar a la carrera. No le gusta
recordarlo, pero se sintió bien... Tan sólo para volverse y
encontrarse con Amanda, la madre de Oswaldo, esa mujer de rostro
ancho, cabellos negros reducidos siempre en un moño tan severo como
su mirada.
-Eres
una mujer malvada. -le acusó esta, impactándole por lo directo.
Sabía que la suegra la resentía por alguna razón, que nunca
disimulaba el ceño fruncido en su presencia, pero esto...
-Ese
muchacho es terrible, no imagina... -intentó defenderse, entre
molesta por la acusación como temerosa de una brecha que la pusiera
en la mira de la mujer y las tres hermanas de su marido, quienes
tampoco la veían con simpatía.
-Es
tan sólo un muchacho cuya vida ha cambiado. Por segunda vez ha
perdido a una madre y aquí estás tú haciéndole todo más difícil.
-Señora
Amanda, no me juzgue por un encontronazo que... -en realidad se
asustó. Si le iba con ese cuento a Oswaldo...
-No
lo digo tan sólo por esto; este detallito tan sólo confirma la
clase de persona que eres, Gabriela. La creída, la que se siente
doña y dueña de todo, cuando en verdad no tienes nada. -fue dura,
sus ojos llamearon.- Es una vergüenza que buscaras a un hombre cuya
mujer estaba tan enferma, que agonizaba, y te le metieras por los
ojos. ¡Bandida!
Si,
esa fue la acusación mayor, una que emergió con facilidad y dureza
de esos labios porque la mujer le había visto intercambiar palabras
con el mocoso. Esa mujer la resentía. Era su enemiga. Así lo
sintió. Y aunque los años, y el nacimiento de los gemelos había
suavizado el trato, introduciendo cordialidad y civilidad, bien sabía
que la otra no había olvidado todo aquello, ni modificado su manera
de pensar. De su suegra, y posiblemente de sus cuñadas, no puede
esperar ni sal ni agua. Y ese recuerdo todavía le llenaba de
vergüenza, de rabia. Había quedado muy mal. ¡Todo por culpa de
Víctor, ese niño recogido de la calle!
-Imagino
que invitaste a Ricardo Amaya y a toda su parentela, ¿no? -bromea
Arturo, sabiendo qué temas le molestan.
-Claro,
si no lo invito Oswaldo no aparece. Se escaparían a un juego de
basquet o algo así. -gruñe con disgusto. También resentía a ese
amigo de su marido. No sólo porque el bajito y fornido sujeto había
sido amigo de Santa Elena, sino porque... odiaba que Oswaldo
dependiera tanto de su amistad, que le buscara, que deseara estar a
su lado y contarle todo, consultándole. Para eso estaba ella, para
ser el centro de la vida del hombre al que ama, pero este tenía
demasiadas vertientes emocionales, y Ricardo Amaya era uno. Y de los
más molestos e irritantes. Menea la cabeza para alejar esos
pensamientos.- Lo que quiero de ustedes, como imaginarán, es que no
le den por su lado a Oswaldo con lo de la fiesta, nada de “sí,
Gabriela es así de necia”. No, quiero que le insinúen que es la
mejor idea del mundo desde aquella de dotar con anestesia y
antibióticos los hospitales de los campos de batalla.
-¿Aunque
no quiere esa fiesta y teme que el país le sepa asociado con gente
del régimen y se raye delante de todos? Bien, si crees que es lo
mejor...
-Lo
es, Arturo, créeme. -gruñe ella, mirándole disgustada.- Por Dios,
¿vas a tomar otra rebanada de pan antes del desayuno? ¡Pareces un
cerdo! Mírate esa panza de lagartija. ¿Qué pasa con Olivia, ya no
te vigila?
-Oye,
me veo genial. -se resiente este, mientras Anthony, quien se ve guapo
en medio de su juventud, oculta una sonrisa tras una taza de café.
-Si,
si hubiera parido morochos como yo, pero no lo has hecho, ¿verdad?
-es seca, luego alza la voz.- ¿Qué pasa con la leche caliente?
Y
se disgusta más al verles intercambiar una mirada y reír con ese
simplismo de hombres.
......
Aunque
técnicamente mucha gente aún se encontraba en proceso de llegarse a
su trabajo, quedando atrapados en la enorme cola que era Caracas por
las mañanas, cuando de sus casas salían todos, y además llegaban
los que venían de las ciudades dormitorio, otros ya estaban en sus
mesas de trabajo. O a punto de llegar. Uno de ellos era Leandro
Santoro, un treintón cercano a los cuarenta, de rostro algo redondo,
como su figura recia que llenaba el costoso traje, aunque luchaba
contra la gordura y la flacidez (y más le valía ahora, pensaba a
veces, agitado), de cabellos negros ensortijados como el bigote, los
brazos y torso, para quienes se lo hubieran visto alguna vez en la
sede de las empresas Simanca, CAPTEM, el moderno edificio de cristal
oscuro y pulimentado, con sus entradas controladas, grandes
estacionamientos cercanos y un lobby abierto en una estructura que
recordaba un tanto un centro comercial, pero de los buenos, con una
fuente y un extenso jardín interior. Es una estructura soberbia y
elegante, de temperatura climatizada ya que al final de la
construcción una pequeña cúpula de cristal reforzado permitía la
entrada de la luz solar pero no la lluvia; de no funcionar los aires
acondicionados aquellos sería un sauna tipo invernadero. Pero
funcionaban muy bien.
En
esos momentos el hombre, sobriamente trajeado como correspondía a un
empleado de confianza e importancia, el encargado de las
transacciones bursátiles del consorcio, recorría el pasillo de la
planta baja mirando distraídamente hacia la cafetería donde ya se
preparaban las mesas y el personal se afanaba trapeando pisos (en
lugar de hacerlo por las noche, ¡qué gente!, piensa), y entrando en
uno de los muchos elevadores. No había nadie para controlarlo,
ceñudo se dice que tiene que reportarlo. No por chisme o causar
problemas, sino porque a Oswaldo no le gustaría saberlo ya que
“abarataría” su edificio mimado a ojos de los visitantes.
Se
baja en su piso, leyendo algunos titulares mientras recorre el
pasillo alfombrado, bien iluminado, entrando en la recepción de su
departamento, encontrándolo vacío, pero el aroma a café le
indicaba que al menos su asistente, Margarita Elizondo, ya estaba
allí. Y ahora que lo pensaba, no recordaba haber llegado a trabajar
un día y no encontrarla ya afanada en algo. Sonriendo piensa en
buscarla y saludarla...
-Son
los últimos días, Margarita. Estamos viviendo los últimos días.
Por eso todo es pecado y depravación. -se detiene con un pie en el
aire al oír la voz pastosa y profunda de una mujer, y apresura el
paso a su despacho, no fuera y esta saliera, le viera y le predicara.
Era la asistente personal de Oswaldo, una buena mujer que se volvía
algo temática con la religión.
O
tal vez era el tema que abordaba, generalmente, el que le molestaba.
La depravación y el pecado. Entra en su oficina dejando unas notas
que se saca del bolsillo en el escritorio de Margarita. Ella las
leería y las cumpliría, tareas que necesitaban ejecutarse ya, sin
entrar a molestarle. Todos sabían que gustaba de... Sonríe notando
la enorme taza de café humeante sobre su escritorio grande, de
cristal cromado y metales oscuros. Se sienta, lo toma con la mano
izquierda, lo huele y toma un sorbo. Todos sabían que gustaba de
eso, saborear su café, leer algo de prensa y mirar los reportes de
la bolsa, muchas de ellas ya funcionando hace rato, como en Europa y
Asia. Esa mañana, sin embargo, hay una discrepancia. Un sobre
morado, literalmente morado, espera sobre el escritorio.
Su pulso se acelera, traga en seco y siente que la sangre le hace
picar la piel. Mira el sobre y luego hacia la puerta. Margarita debe
haberlo visto, sin tocarlo, como tiene órdenes, aunque la curiosidad
le matara. Sintiéndose irritado, frustrado, se echa hacia atrás en
su cómodo sillón. Sintiendo calor en el cuerpo y un hormigueo
traidor en las pelotas. Sabía que era alguna exigencia. Y que debía
cumplirla. Saberlo, sentirse impotente para negarse... le afectaba
como no debía. Termina su café con pulso incierto, cosa rara en un
sujeto de porte tan viril. Le sabe muy amargo, no habiéndolo
disfrutado en verdad, pero ya no había tiempo. Abre el sobre con
cuidado, debía regresarlo en buen estado.
Saca
una hoja de papel también morada y lee, los labios palideciéndole,
los ojos abriéndoseles mucho:
“Iré
a verte. Usa el kit número tres”.
La
nota tiembla más, sintiéndose sofocado, ojos muy abiertos,
pasándose la lengua por unos labios de pronto resecos. Deja la nota
y se lleva una mano a la frente, frotándosela. El kit número
tres... era una tanga hilo dental que se metia entre sus nalgas
peludas, presionándole el culo, amarilla clara, una que dejaba
adivinar la silueta de su tranca y los pelos...
Y
unas bolas chinas, estas si que bien metidas en su agujero mientras
le esperaba.
CONTINÚA ... 8
Hola amigo, como estas? Te mande el relato de El Pepazo a tu correo, no sé sí tuviste oportunidad de checarlo.
ResponderBorrarespero estés bien,saludos.
Épale, si, lo recibí, aunque es ahora que lo veo, el internet ha estado fatal por aquí. Me hizo gracia, la verdad es que no creí que volvería a saber de este relato, fue uno de los que más me hacía reír, las cosas que le pasaban a Jacinto, ¿eh?, jajaja. Gracias. Voy a integrarlo y procurar terminarlo.
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