El
policía gozón no perdía su oportunidad. La juventud le preocupaba.
Si un chico comenzaba a perderse en una vida semi delictiva sentía
que era su deber meterle el miedo en el cuerpo, por la boca y el
culo, fuerte y a fondo para calmarles, controlarles, someterle e
indicarles luego qué cómo debían comportarse. Y lo hacía, a veces
toda una noche, aunque a su novia, la teniente supervisora del turno,
no le gustara cada vez que le pillara metiéndolos en cintura. Esos
chicos no entendían nada, no sabían qué enfrentaban, y mientras
les metía la lengua en las “vaginas”, gruñéndoles sobre lo
duro que iba a follarles, de cuanta esperma les gotearía, igual les
prometía que gemirían y lloriquearían suplicando por más.
Palabras, toques, besos y caricias con aquella tranca que los
trastornaba, que no les dejaba pensar con claridad, tan sólo sentir
ganas y deseos de responder. ¿Lo peor?, que realmente gemían y
chillaban, saltando sobre su pelvis, buscando más. Riendo, este les
explicaría que todos esos desórdenes y problemas en los que se
metían era buscando inconscientemente pollas, que las pidieran
directamente a sus amigos y conocidos, y no se metieran en más líos.
Mirándole con adoración y entrega, con las piernas casi en sus
orejas, mientras gemían al ser poseídos, le agradecían. ¿Lo
malo?, que a veces era justo el momento cuando su novia llegaba y se
molestaba. O el capitán, que se ponía celoso de que repartiera lo
suyo.
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