jueves, 24 de octubre de 2019

LA EUROPA QUE FUE Y LA QUE ES

SI EL NORTE FUERA EL SUR

   El viejo esplendor...

   Siempre que en esta parte del mundo hablamos de Europa, de las naciones europeas, de los dichosos europeos (romanos, franceses, holandeses en general), pensamos en eso, en el injusto Primer Mundo (¿por qué ellos sí y nosotros no?). Lo primero que nos viene a la mente es progreso, que les va bien, que lo tienen todo, que controlan el mundo junto a los gringos, japoneses y chinos, los famosos siete más la Rusia asomada cada vez que toman la foto. Lo segundo es que todo lo obtuvieron mediante el pillaje del colonialismo y que todo se les regala (al ciudadano ordinario) porque tienen demasiado. Ilusiones, en buena medida, de quienes sienten alergia de leer sobre Historia Universal. Y es cierto lo que dicen, quienes no conocen la historia están irremediablemente condenados a repetirla una y otra vez hasta que algo barra con el tablero. Para muestra, Venezuela. Y, como están las cosas, uno no apostaría mucho por el resto del subcontinente.
   ¿Que cada habitante de esas naciones lo tienen todo? Eso es cierto (más antes que ahora), y era falso antes. Cuando comenzaba el siglo XX, Europa, el viejo continente, era el remanente de cultura y civilización en este globo; alzado en santuario por ellos mismos en ese pensamiento que llegó a dominar el mundo, la manera eurocentrista de verlo todo. Lo que ellos decían que era, así era; el resto era barbarie, incluido el modo de vida gringo. Eso era la dicha, había progreso tecnológico, las máquinas aliviarían el trabajo del hombre (sí, cómo no), la luz eléctrica permitió que la noche pudiera explotarse. Junto a la electricidad pronto la radio y el automóvil llenarían ese mundo. Estaba próximo a vencerse la gravedad y lograr que objetos más pesados que el aire se sostuvieran en vuelo, llegaban las penicilinas. En lo espiritual y filosófico andaban de fiesta con sus grandes pensadores que discutían todavía si el mundo debía regirse por una autoridad superior o el hombre debía tomar el control de su destino como centro del universo (venían discutiéndolo desde la los tiempos de Thomas Hobbes, que no fue precisamente ayer). Los imperios controlaban el mundo, se repartían el Asia, África y el Medio Oriente como les daba la gana, como una banda de atracadores contando el botín, esto para mí, esto para ti. Les importó un carajo, o tal vez lo ignoraban, separar pueblos que eran hermanos y reunir dentro de una cerca a otros que se odiaban y habían luchado a muerte toda la vida. Quedando muchas naciones (europeas, se entiende), molestas porque sentían que no se les dio lo suficiente. Esas naciones que comenzaban a dar pasos grandes y querían tomar la parte que les tocaba según pensaban, como Italia y Alemania. Japón, a la calladita, y fuera del viejo continente, claro, ya venía tomándose una mano de islas en el Pacífico. Que no estaban deshabitadas, por cierto.
Era el mundo de los grandes salones, de la nobleza, de zares, reyes y emperadores en grandes palacios, saboreando todo lo bueno de la vida, fueran licores, comidas, bailes, joyas, ropas, amores; lo que quisieran y se les antojara, pues. Qué buena era la vida, ¿verdad? El mundo era de ellos... Pero esas maravillas no eran para todos dentro de esos imperios, reinos y naciones. En imperios donde se bailaba esa música que asociaremos para siempre con clase, los ahora llamados “clásicos”, la gente se moría literalmente de hambre en barriadas inmundas. En 1888, poco antes, en Inglaterra, la zona donde Jack El Destripador hizo y deshizo, con su afilado cuchillo, estaba marcada en negro en un mapa de pobreza de la ciudad de Londres, con una abundancia terrible de personas sarnosas y con sífilis. En la Rusia zarista, mientras los aristócratas los tenían todo, aún derecho de vida sobre sus súbditos, un campesino que atrapara un conejo para alimentar a su familia podía ser ejecutado por “robar” al zar (esa gente hizo hasta lo imposible para que los barrieran). Eran los tiempos cuando hombres, mujeres y niños vivían casi que encadenados a máquinas que funcionaban prácticamente dieciocho horas diarias, siete días a la semana, sin derecho al descanso, vacaciones o reclamos. Tiempos cuando un trabajador moría y la familia heredaba las deudas y los hijos, aún niños, debían comenzar a trabajar para pagarlas, acumulando las propias. Eran los días de las minas de carbón y sus terribles cuentos.
   La cuestión llegó a ser tan dantesca para los europeos de a pie, que dio paso al nacimiento del socialismo como alternativa filosófica económica (hoy tan satanizada por el desastre de los socialismo tanto en Europa del este como en Sudamérica), que pugnaba por un reparto más justo de las riquezas, o al menos de las ganancias. Si, tú pones la fábrica, la mina, pero somos nosotros con nuestro esfuerzo y nuestras vidas quienes las hacemos funcionar y producir. Y la respuesta era encarcelar, la represión e incluso el asesinato de las voces más disidentes.

   Fueron esas diferencias tan grandes las que llevaron al mundo a los dos más cruentos conflictos de todos los tiempos, que sumanditos producirían casi ochenta millones de muertos, con epicentro en Europa. Sumando a una amplia base de necedad, los sueños de los imperios de extenderse (los austrohúngaros metiéndose en el patio de los otomanos y los rusos), el de las potencias por existir y tomar su lugar (la gran Alemania, la gran Albania, la gran Italia), por el intolerable peso de la miseria de millones que derivaron en teorías pugnaces como “nosotros los trabajadores” (aunque los socialistas no estuvieron nunca de acuerdo con ninguna de las dos grandes guerras que asolaron al mundo, eso sí hay que tenerlo muy claro; ya que alegaban que allí el hombre de a pie exponía su vida para defender sistemas que le explotaban; y razón no les faltaba, aunque fueran conflictos que debían librarse, especialmente la Segunda Guerra Mundial y el aberrante proyecto nazi). Se creía, en ese entonces (y aún ahora) que la violencia era la partera de la historia y que la guerra era la política llevaba a otros terrenos. Por supuesto que hubo guerras.
   El resultado de las guerras mundiales, especialmente la Segunda, fue dramático, las grandes ciudades europeas quedaron en cenizas y empujadas a una miseria atroz donde faltaba de todo (como lo que el socialismo hizo en Venezuela pero sin necesidad de un conflicto bélico real, a fuerza de pura incompetencia y rapiña); la situación era tan dura para tantos, y la gente dio tanto para ganar esa guerra (repito, a Hitler había que pararlo al costo que fuera), que un hombre en Inglaterra, William Henry Beveridge, pensó que dado todo lo que perdieron los ingleses, no sólo sus casas, negocios, lo material, sino en vidas (niños huérfanos con heroicos padres caídos en batallas; una legión de mutilados que necesitaban atención médica y trabajo; viejos sin hijos que cuiden de ellos en los años duros), había que retribuírseles en la misma medida, al menos en eso, en lo material. Debía dárseles todo, porque todo lo perdieron para ganar el conflicto. Nacía el pacto social de la cuna a la tumba para los que ya estaban y los que llegaran en medio de aquellas ruinas que había que levantar a fuerza de más trabajo. De allí el origen de la vida prácticamente subvencionada de los europeos, el pago al sacrificio.

   Cuando Europa estaba peor, todavía humeando, arruinada, destruida, cuando lo que había era trabajo para reconstruir la vida, se dijo que los europeos merecían todo, y de todo, alimentación, salud, pensiones para vejez, y que de eso se ocuparían los estados. Era el obligatorio compromiso con hombres y mujeres que sobrevivieron a la pesadilla, así esos estados no supieran muy bien de dónde sacar para ello cuando más falta hacía de todo. No nació la idea de un excedente, tenemos tanto que no sabemos qué hacer con esto así que vamos a regalarlo. No, se decidió cuando peor estaban, como una deuda moral que se tenía con aquellos que pelearon y lo dieron todo. Esas naciones que hoy nos maravillan, y molestan un poco, se levantaron del pozo trabajando duro, endeudándose para salir adelante, usando esa plata en lo que tocaba, produciendo frutos y pagando lo que debían. No fue con magia ni con golpes de azar. Nada de eso levanta ladrillos y los pega unos sobre otros. Son naciones prósperas, grande, su gente cuenta con medios, pero les costó.

   ¿Cuál es la diferencia entre el mundo que murió y el que nació luego?, que ya no era una élite, zares, reinas y emperadores a quienes tocaba la fortuna, lo tenían todo seguro, tanto que ni pensaban en ello; la seguridad llegó para todos. Cuando esas naciones lograron salir de sus problemas, lo que se producía alcanzaba para todos. El milagro alemán, con todo y haber sido de los pueblos más castigados (a cada hombre, mujer y niño se les tachó de monstruo), es un ejemplo de ello. Pero... Las fiestas no duran para siempre, por mucho que nos gustaría, que nos estemos divirtiendo con gente a la que realmente queremos.
   Pero, eso que comenzó como una compensación a una generación que lo entregó todo se transformó andando el camino a lomo de burro en un beneficio al que se acostumbraron como algo natural las siguiente generaciones (sin haber arriesgado nada para merecerlo), más que como el justo pago a una deuda con un mundo que fue. Con la llegada del neoliberalismo, a finales de los setenta e inicios de los ochenta del siglo pasado, se acabó en Europa el bonche por “derecho de nacimiento”. Ya había más gente cobrando beneficios que personas trabajando para producirlos, y la alimentación y las medidas sanitarias eran tan buenas que los viejos vivían demasiado, cobrando desde edades no tan avanzadas (al menos eso es lo que dice el estado patrón en todas partes). Tan simple como eso. Lo que no quita que fuera duro para quienes de pronto se encontraban con aquella noticia nada buena. Por “suerte”, para la tarea de acabar con la fiesta, y con malas caras mandar a todos a trabajar como si estuvieran pagando algo de sus propios bolsillos, estaba al frente gente desagradable como Ronald Reagan en Estados Unidos y doña Margaret Thatcher en Inglaterra, mujer que a base de verse odiosa casi es interesante. A ellos les tocó cantar, a dúo, y bastante desafinados, aquello de: No hay cama pa’ tanta gente. El capitalismo se volvía no un sistema económico sino una filosofía, lo cual era y es una idiotez. El socialismo, puesto en lo mismo acabó arruinando desde la Europa del este a Cuba y ahora a Venezuela, ¿por qué debía ser mejor su mellizo?

   El capitalismo salvaje, como se le llamó, se convirtió en el foco del odio (como que ya no me llega el cheque y ahora quieren que trabaje para ganármelo), y no tan desacertadamente; en un sistema donde el único norte es la acumulación de dinero por encima de cualquier otra consideración se deja de lado los medios, y eso es peligroso, se puede tener una población semi esclava como en China, al imperio de delincuentes exitosos vendiendo drogas, por ejemplo. Aunque, a favor del capitalismo hay que decir que nadie en la Europa del oeste habría cambiado su vida por nadie en la del este durante la era soviética, a menos que fuera por creencia. Es como en América, todos hablaban maravilla de Cuba y su comandante... pero ningún sujeto común y corriente, menos alguien con plata, vendía todo lo que tenía y se iba para allá, a menos que fuera como turista con muchos dólares y ganas de comprarse hasta aquellas cosas que en otras partes del mundo le condenaban a largas estancias tras las rejas señalados de algo bien feo.

   Bien, regresando al punto, esa vida bendita, fácil y maravillosa que durante décadas admiramos y envidiamos de los europeos mondos y lirondos, no era algo que siempre existió; se ganó como un derecho ante un gran sacrificio, uno real, y a través de un contrato social: trabajaremos, produciremos y nos cuidaremos entre nosotros. Y lo decidieron cuando peor estaban, entre ruinas. Fue trabajando que se levantaron, no hubo regalos o fórmulas mágicas. Los gringos prestaron plata (porque su propia industria necesitaría clientes, como hoy hacen los chinos y por mucho que guaraleen nunca podrán en peligro los mercados europeos y norteamericano, porque lo que manda es el billete, ¡viva el capitalismo!), pero usaron hasta el último centavo y los resultados fueron aquellos. Es esto que se ve en postales y videos. Fue así como el europeo común y corriente tuvo acceso a lo esplendores de la cultura, la moda, la cocina, la Riviera y el Nilo. Eso se puede hacer porque ya se demostró que se hizo, no los beneficios de la cuna a la tumba porque, fuera de existir, nada notable hemos hecho la mayoría para merecerlo (o yo, para que nadie se sienta señalado), pero si organizándonos, trabajando y prosperando teniendo el bienestar en la mira.

   Lo que sí hay que hacer notar es que no fue el puro neoliberalismo el que levantó a Europa de los escombros. Si, se trabajó, se produjo, se ahorró y se gastó en cosas que se necesitaban primero, en medio lujos luego. Estado y particulares producían, los gobiernos incentivaban toda iniciativa privada (todo el que montara un negocio, tuviera una idea; la única manera de prosperar sin estatismo ni medianía, esa mediocridad donde nada bueno se produce porque ¿para qué voy a esforzarme si lo que está mal hecho vale exactamente lo mismo?), pero cuidando, al mismo tiempo, de que aquellos que tuvieran menos no se fueran quedando atrás. Por nuestras culturas sabemos que si la gente no trabaja por falta de preparación u oportunidades (o porque no quiere, hablemos claro), eso puede terminar en cinturones de miseria y delincuencia rodeando y asfixiando pueblos y ciudades; si la gente no come se está preparando un numeroso ejército de enfermos en el cual tendrá que “gastarse” enormes sumas; y unos y otros son un peso social que terminan hundiendo sociedades que no saben diferenciar sus problemas. ¿Qué sostener a todo el mundo, hagan lo que hagan, como ocurriera en Europa también crea ese pasivo? Indudablemente, pero esas generaciones lo merecían, eran viejos sin nada, viudas, tullidos y huérfanos de guerra; a todo ellos había que proteger (contrario al credo neoliberal); que los que luego llegaran lo tomaran como un privilegio es otro asunto. Aunque no tiene nada de extraño, las costumbres son así, especialmente si uno la está pasando muy bien.

   Se entiende que la gente llorara cuando la teta del estado se secara, y que se fueran indignando cada vez más... Personalmente no veo ningún problema, ninguna contradicción en mi manera de ver el mundo con la idea de vivir sin tener que trabajar. Si se pudiera.  

SUDAMERICA, ENTRE ELECCIONES Y CONVULSIONES

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