miércoles, 15 de mayo de 2019

RIO GRANDE... 4

RIO GRANDE                         ... 3
   Bienvenidos al pueblo…
......

   -¿Qué tiene que ver que sea un amigo con... con...? -el chico no puede ni decirlo, apesadumbrado por la obligación que el otro quiere imponerle. Un tipo que siempre le imponía cosas... y las conseguía; deseoso como estaba no sólo de “tener amigos”, de pertenecer a un grupo, sino de tener a dónde ir cuando escapa de su casa cedía una y otra vez. Esto era nuevo, sin embargo, y bastante desagradable...

   -¿No has escuchado que en los momentos duros de todo hombre se necesita una mano amiga? Joder, hasta en la Biblia está. Como por la mitad. -se burla sonriendo procaz, mirándole al rostro, divertido de su batalla interna. Un chico de personalidad inferior, una naturaleza complaciente y sumisa, enfrentada a otra superior.

   -Eso no aparece...

   -¿Cómo sabes, la has leido? ¡No! Y deja de hablar y toca, coño. -se altera un poco, separando más las piernas, rozándole con una rodilla dura y caliente, el muslo llenando bien esa tela áspera y desvaída. Muslo que el otro mira aunque no quiere, sabiendo que todo es una trampa.

   Como ocurre en todo pueblo apartado de los grandes centros urbanos, donde la parrilla de oportunidades para los jóvenes es más amplia, en estos se sienten ligeramente frustrados y atrapados mientras se debaten buscando cada cual su camino. Un tercio de ellos finalmente seguirá los pasos de sus padres, quedándose allí, siendo “felices”, o al menos viviendo bien; estaba el tercio de los que querían largarse y buscar nuevos horizontes, a veces partiendo desafiantes, con valor y osadía dispuestos a cruzar la mar, como dicen; y los que se quedaban pero molestos porque, por alguna razón, no pudieron largarse como deseaban. Rabiosos. Estos eran peligrosos, porque a esa rabia, esa insatisfacción, también se unía el ocio de lugares como ese donde a veces todo se reducía a encontrarse todos los días las mismas personas, fumar bastante, beber en exceso y el sexo que terminaba de arruinarlo todo cuando las barrigas comenzaban a creer. Como un castigo del Cielo. Pero especialmente acechaba el ocio destructivo, las ganas de inventar, como decían los padres para cubrir ciertas fallas de sus hijos, por muy malditos delincuentillos juveniles como pensaban las autoridades que eran (siempre y cuando esos bichitos no fueran los suyos).

   Eloín Andrade caía en esa categoría. La de los rabiosos, de los que necesitaba drenar de alguna manera esa ira y lo hacía siendo insospechadamente cruel. Oscuro. La emoción de salir con la vieja camioneta de su padre, persiguiendo perros alrededor de la laguna, saltando en baches bajo la luna, gritando lleno de adrenalina, acosándolos, agotándolos, golpeandoles lo suficiente para que quedaran lastimados, pero no muertos, y que ante el ronroneo del motor se levantaran dolidos, aterrados y desesperados para continuar cazándolos hasta alcanzarlos y aplastarles los cuerpos una y otra vez con las ruedas, ya comenzaba a no ser tan divertido. Su círculo íntimo sabía de eso, y lo compartían, unos de mejor ganas que otros, quienes se sentían atados a él porque... no había para donde agarrar. Ni nada mejor qué hacer.

   Esa naturaleza oscura de Eloín se manifestaba de muchas otras maneras a estas alturas. Ya no era el parecer de una vieja maestra en la escuela que sentía que el chico tenía algo malo; o el viejo cura que le mirara sonreír en la primera fila de la iglesia, acompañando a una familia devota (no dejándose engañar por la atractiva cara); o el jefe de la policía que miraba al chico con toda la desconfianza del mundo. Eloín Andrade provenía de una familia acomodada, de los que vivían en el boulevard, entre los Peñaloza y los Mastrangioli, personas a los que les unía la sangre; pero el chico era una bala perdida, pensaban de manera generosa el oficial de la ley. Era una lacra, estaban firmemente convencido otros, los que sabían del lado oscuro del pueblo y del chico.

   Al jefe de policía le disgustaba especialmente que ese joven de casi diecinueve años, que no estudiaba ni trabajaba, reuniera alrededor de sí a chicos y chicas menores, de quince a dieciocho años, entre quienes era el cabecilla, el cerebro de toda iniciativa. El dios. Ni que fueran con él al viejo taller de un primo, el cual casi siempre estaba cerrado ya que este partía en largas, muy largas peregrinaciones buscando repuestos en chiveras (aunque otros cuentos, más siniestros, sostuvieran que salía buscando amor, entendiéndose por ello el ataque a cierto tipo de personitas). Lo cierto era que Eloín contaba con el lugar, un largo deposito, aunque estrecho, de ruinoso techo alto, de zinc, maloliente a grasa, gasolina y disolventes, con varios muebles destartalados donde hacían sus reuniones y fiestas. La pandilla se reunía allí. No era extraño ver por allí a los chicos díscolos. Y uno de ellos, aunque este por razones distintas, era el que ahora estaba sentado al lado del gamberro, viéndole sobarse la tranca erecta bajo la tela de jeans, rodeando la silueta de esta con los dedos índice y medio y presionándola. Sabiendo también él, porque se ha tocado a sí mismo, claro, lo bien que podía sentirse. Pero no era correcto que Eloín lo hiciera frente a él, y menos que le pidiera...

   A Sebastián Mijares le costaba a veces articular grandes frases, aunque pudier pensarlas, su voz perdía fuerza cuando hablaba y otros le miraban; y, a veces, exponer ideas muy complejas también se le dificultan. No tenía confianza en sí, no esperaba convencer a nadie de nada. Por ello muchos le tenían por lerdo. Aunque tenía una gran memoria, una maldición que no le extrañaba padecer (era su castigo, lo sabía). Era un joven alto y delgado, de hombros estrechos a sus dieciséis años, aunque con la promesa de mejorar, de llegar a ser fuerte (como Eloín, pensaba siempre con adoración; cuando estaba solo, le extrañaba, o cuando este no se ponía con sus odiosidades, como ahora). Era un patético y fiel segundón, un seguidor, el secuaz que, aún dudando de algo (como matar perros), no dirá nada; participara y a la larga sentirá que compartió un momento especial y hasta que le gustó. En otra era habría sido un perfecto soldado nazi; bueno, tal vez de contar con algo más de estómago. Gente como él estaba destinada a hacer cosas terribles, sin ser particularmente malvado. Eloín era completamente diferente...

   Hasta hace media hora otros cuatro chicos estuvieron allí, pasando el rato, hablando las mismas tonterías de siempre, excepto por dos de ellas, Leticia, la razón por la cual el jefe de policía le vigilaba tanto, y Magali, una amiguita de esta, que ella le había presentado, una gordita de cara redonda y grandes lentes, que reía mucho, y a la que no fue difícil “guiarla” para que hiciera algunas cosillas, aunque al principio no quisiera (como no quería Sebastián en esos momentos); pero el secreto del éxito en la vida era la constancia, la tenacidad, y él, Eloín, la tenía, fuera de una buena apariencia con su cabello castaño, a veces claro cuando le daba el sol, buen cuerpo, ejercitado, ojos marrones claros, una gran sonrisa y un aire de malo que no pasaba inadvertido. Pocas se le resitían... como Leticia.

   Siempre que pensaba en ella se molestaba y calentaba. La joven estaba en la pandilla pero no era suya, se le resistía de una manera admirable. Sabía que, algo manipuladora como era, le usaba (estaba seguro), para llegar a su primo, el maldito Esteban “Gran Jodido” Mastrangioli. Ella le miraba, le sonreía, a veces hasta lo tocaba, allí, donde ahora se acariciaba, pero retrocedía cuando la cosa se ponía intensa. Dejándole siempre el caldo caliente pero sin querer tomárselo. Seguro que al hijo de perra de Esteban, si este quisiera, no sólo se la tocaría sino que viviría comiéndosela. Si no fuera hija de quién era...

   Y caliente le había dejado cuando saliera con los otros, prometiéndose encontrarse todos esa noche para recorrer las calles y... bien, ya verían. En cuanto se largaron, quedándose con Sebastián, se puso garoso. Mientras el resto tenía que ir aquí o allá, sabía que el otro no deseaba partir a su casa (aunque ni él mismo pudiera imaginar exactamente el por qué, engañándose un tanto en sus apreciaciones). Y por la mirada que le lanzó, el medio retrasado ese (realmente lo parecía por momentos, con su cara fina, su cabello negro lacio, ojos oscuros como suplicantes, piel canela clara, algo enfermiza, con una extraña sombra de barba y bigote que no eran tal, que más bien parecía sucio, pero que no quería afeitar, desesperado por ser adulto), debió saber lo que pasaría. Ya le había obligado a sobársela sobre el pantalón otras dos veces, aunque se negara y molestara. Inútilmente, había tenido que hacerlo.

   -Si quieres irte para el coño, vete. -le desafió la primera vez, mirándole cruel, sonriente, este todo paralizado, como asustado de ser expulsado de la pandilla, de aquel refugio. Y le sobó, sometiéndose, algo que le produjo un placer aún mayor que el mismo manoseo a su miembro.

   La verdad era que Eloín no era gay, le gustaban las nenas, pero cuando se le paraba la tranca y no había nadie cerca, sino el bobo ese, bien, ¿por qué no obligarle a tocarle? Era divertido sobarse, pero lo era más cuando otra mano lo hacía. Eso ya lo sabía. No le gustaban los chicos de esa manera, pero... molestar a ese pobre imbécil le producía un placer infinito, como gritarle a una chica en el carro, de noche, cerca de la laguna, que si no quería sexo, chuparle o dejarse penetrar, que se fuera para el carajo, que ya llegaría otra y que no quería volver a verla; tan sólo para verlas sollozar y luchar con sus pudores, sus miedos, cediendo para retenerlo, como si tal cosa pudiera ser posible. Con el bobo ese pasaba algo parecido. No le atraía la idea de ser tocado por un chico, pero sí por él. Que este tuviera que someterse a sus caprichos, a lo que le pedía y exigía satisfacía un algo sádico en su interior. Fuera de que era un recordatorio para ambos. Sebastián era sumiso, es cierto, pero tal vez ni aún así hubiera logrado que le tocara la primera vez si no fuera por esa noche que se llegaron a la orilla de la laguna y bebieron ron como desesperados (él estaba furioso porque Leticia se había reído en su cara cuando le pidió que fuera su chica; el otro sólo quería compañía y estar lejos de su casa). Sobre esa capota, borracho, tembloroso, con ojos llorosos, mirando el cielo vasto y estrellado, le contó.

   Sobre el niño muerto que viera en el taller de su cuñado, cuando tenía cinco o seis años; de cómo lo metieron en una enorme bolsa negra y desaparecieron con él.

   -¿Seguro que estaba muerto? -le preguntó fascinado más que horrorizado, preguntándose en ese momento qué se sentiría rodear con las manos el cuello de un niño y apretar y apretar, verler ahogarse, enrojecer, los ojos llenársele de llanto, verle pelear sin poder librarse mientras iba arrebatándole la vida segundo a segundo, apretando sostenidamente para retrasar en lo posible el momento de…

   -Lo estaba. Lo dijo uno de ellos. -casi llorando, no imaginando el error que cometía contando sus secretos, Sebastián se había abrazado a sí mismo. Sin reparar en la mirada del otro.

   -¿Exactamente qué hiciste tú? -el chico calló por unos segundos, los labios temblándole.

   -Le desenterré y le llevé a otro lugar, uno más bonito. A él… a su fantasma no le gustaba donde le dejaron. -volvió el rostro, lloroso y compungido bajo el peso de la culpa.- Me lo dijo…

   Si, esa noche de borracheras, tal vez queriendo impresionarle, tal vez demasiado agobiado o cansado de guardar aquel secreto (joder, ¡desde los seis años!, casi una década), Sebastián le había contado aquello, algo de lo que se arrepintió en seguida, al estar sobrio. Pero ya era tarde. Ahora le tenía atrapado por las bolas. Con ese secreto le obligaba a obedecerle. En todo. Pero, claro que no diría nada, ese conocimiento era atesorado para otro fin: para conseguir el dinero suficiente e irse de ese pueblo de mierda.

   -Vamos, carajo, toca o vete para la cagada de casa que tienes. -bufa al fin.

   -Eloín, sabes que...

   -Toca o lárgate, estoy hablando en serio. -le corta, mirándole con una sonrisa cruel.- No entiendo tantos reparos hoy, ya lo has hecho, ¿no? Dos veces me lo has sobado. Creo que hasta te ha gustado.

   -¡No!

   -Oh, vamos, siendo cuñado de Gamboa...

   -¡No hago esas cosas! -se agita, aterrado de que fueran a creerle como el cuñado, un degenerado que chupaba penes detrás del bar de la Chata.

   -Me la has tocado. -le recuerda cruel.- Dos veces.

   -Porque tú... Tú...

   -¿Qué? ¿Te obligué, pobre niño estúpido? -es cruel, sonriente.- Sabes que ando caliente, quería que me la tocaras, algo rápido, pero si tanto lío vas a hacerte...

   -Esto no está bien, si los muchachos se enteran... -respira agitado, luchando contra el miedo de ser alejado, pero también contra su repulsa natural.

   -¿Crees que voy a contar por ahí que dejo que un marica me toque? ¡Eres más idiota de lo que pareces!

   -¡No soy marica!

   -¡Tócamela de una puta vez! -es tajante.

   Tragando en seco, casi al borde de las lágrimas, el chico se tiende un poco y tantea sobre la tela. Cediendo.

   Sonriendo leve, Eloín mira esa mano cobriza paliducha recorrerle la silueta de la tranca.

   -Deja las mariconerías y aprieta. En el puño, sobando con los dedos. Eso es. Siéntela. Una buena tranca de hombre, ¿eh? ¿Has tocado otra tan dura? -y ríe ronco, entre dientes.

   -No ando tocando... -suena lloroso.

   -Déjate de vainas. Coño, hoy estás insoportable. -le aparta la mano, molesto, desconcertándole.

   Y aunque debería sentirse aliviado de que fuera así, de que Eloín pareciera no querer que le toque ya, el miedo a molestarle es mayor. Pero jadea cuando el otro, mirándole fijamente, muy serio de semblante, baja el cierre de su bragueta, emergiendo una tela blanca empujada por aquello que oculta.

   -¡¿Qué haces?! -chilla.

   -Me molestaste, ahora quiero que la toques directamente. -le informa y reta, luchando y descubriéndose un tolete tieso que pulsa un tanto, como sabiendo que puede recibir atenciones.

   -¡Eloín, no! -chilla el joven, ojos desenfocados.

   -No voy a repetírtelo, no voy a perder más mi tiempo contigo, cagón: tocalo, sóbalo o esta mierda de andar tras mí y mi gente se acaba. -amenaza.- E iré a hablar de una vaina con el dueño del taller donde viste a ese niño muerto...

   Sebastián no puede creer que eso esté pasando, que esas malditas tocadas, que la mala leche de Eloín le llevara a eso. A esa amenaza final. Ser expulsado, algo que le horroriza, y que se hable del niño muerto, algo todavía mucho peor. Duda pero conoce lo suficiente del otro para saber que no bromea. Casi se ahoga en llanto cuando alarga la temblorosa mano y la cierra suavemente alrededor del joven falo, caliente, que pulsa en su mano. Debe hacer acopio de toda su fuerza de voluntad (él, un sumiso por naturaleza) para no soltarle.

   -Si, así, aprieta, güevón. -gruñe Eloín, emocionado más por ser obedecido, por haberle reducido a eso, que por la mano en sí, que en verdad no lo hacía muy bien.- Eso es, como si fuera el tuyo aunque no se comparen los tamaños. -se burla, separando todavía más las piernas, disfrutando de una ramalazo de intenso placer cuando el roce se vuelve más firme.- Eso, sube y baja, ¿acaso no sabes hacerte una paja?

   Abrumado, ya más allá de la repulsa, de la rabia misma, Sebastián sigue subiendo y bajando el puño, masturbándole, ardiendo de vergüenza, esperado que nadie fuera a llegar y le sorprendiera haciendo eso. Sube y baja la mano sobre el falo ajeno, suave al tacto a decir verdad, apretándolo, agitándolo un poco, casi de manera natural, como haría con el suyo, y le alivia escuchar los ronroneos del otro, quien cierra los ojos y con una sonrisa echa la cabeza hacia atrás. ¿Eso le incentiva, o había algo más en el deseo de complacer? Como sea, el puño va y viene con energía, rápido. Tal vez sólo quiere que el otro termine rápido y salir del compromiso. Era tan extraño tenerlo contra su palma...

   -Dime, cagón… -le oye, voz lejana, ronca.- …Cuando viste al chico muerto ¿no reconociste a nadie más que a tu cuñado?

   Pregunta mientras es sobado y lo disfruta, con los ojos cerrados, imaginándose a Leticia teniendo que hacerle aquello, en la habitación de sus padres, sobre la cama del matrimonio, vistiendo tan sólo alguna pantaletica chiquita, toda temerosa de que estos lleguen y la sorprendan, pero también emocionada de tocarle, de tener su pene en las manos, uno tan grande, tan duro y caliente.

   -Ya te lo dije, no. Y no creo que… él lo matara. Siempre me apreció que… que su trabajo era botarlo. -responde sintiéndose mal, por pensar en el niño muerto, su cara de dolor y aflicción, en sus ojos abiertos, sin vida, mientras hace eso, estar casi recostado del mueble también, ladeado, su pierna chocando con la de Eloín, mientras sube y baja su puño alrededor de la carne que tiembla entre sus dedos delgados.

   -¿Seguro que no lo proteges? -sigue preguntando, pero disfrutando la paja, imaginando a Leticia gimiendo al ser penetrada por el culo, de manera violenta, tan sólo para desquitarse de tantos rechazos. Eso casi le hace olvidar cuánto odia ese pueblo de meirda, su vida allí… A su familia. A todos. Incluso al chico que lo toca, que agita la mano arriba y abajo, en puño, sobre su tolete. Que sabe que comienza a soltar algunas gotas de espesos líquidos que chorrean.

   -Sabes que lo odio. -es la réplica.

   -Si, claro; un par de maricas que odian estar juntos… -le hiere un poco, está en su naturaleza.- ¿Sabes? Magali me hizo esto en la laguna, sobre la capota de la camioneta… Esa donde me contaste tus secretos. Me ha salido buena esa camioneta. -ríe bajito, relajado y tenso al mismo tiempo, los muslos contraídos bajo el pantalón, la tranca emergiendo de la bragueta.- Lo hacía bien, como tú de hecho. -se burla para humillar.- Y le pegó la lengua. Sin que se lo dijera. -ríe, abre los ojos y sin despegar la cabeza del respaldo, le mira, y Sebastian, rojo de cara, siente miedo otra vez.- Le daba besitos a la cabecita, por aquí, por allá, la pegaba y lamía; la saliva y los jugos le formaban hilillos, y en un momento dado se pasó la lengua por los labios. Se ve toda limpiecita, pero es una cerda. -le enfatiza, sonriendo más, sabiendo que le moja la mano al muchacho con los líquidos que le bajan por los dedos.- Y me la tragó, con esfuerzo. Ya ves, es gorda. -se pavonea.- Y chupó como una ternerita hambrienta; que ruidos hacía. Y no se apartó cuando... -rueda los ojos, sus miradas atadas.- Se tragó todo, hasta la última gota. Y creo que le gustó. ¿Sabes qué intentó después la sucia esa? Darme un beso. Con su boca empegostada. ¿No es una puerca? Pero cómo me gustó esa mamada… Me gustó mucho, mucho…

CONTINÚA ... 5

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