El
enemigo espera en un recodo del camino...
......
-¡No
voy a mamarte el güevo! -estalla con vulgaridad Sebastián Mijares,
cara muy roja, entre temeroso y decidido.
Eso
lo lee Eloín Andrade en sus ojos. Que si le presiona hasta ese punto
el otro dirá que no, independientemente de las amenazas que emplee.
La adrenalina le prestaría fuerzas... Debía despojársele de eso
también, antes de intentarlo. Porque, como había un Dios arriba,
que le vería hacerlo, le obligaría tarde o temprano.
-No
quiero que me lo chupes tú, no soy un marica, ni me gustaría que
uno...
-¡No
soy marica! Eres tú quien quieres... -se altera, medio soltándole
aquel tolete que pulsa en su mano, mojándosela un poco, pero el otro
le retiene en su lugar, por decirlo así, cerrando el puño sobre el
suyo.
-Tranquilo,
y sigue, que ya casi lo tienes. -le sonríe, voz peligrosa y
burlona.- Tienes mi semen casi en las manos ya.
-Eres
tan... -Sebastián se agita, molesto, mortificado pero... alegre,
aliviado de que sólo quería que lo masturbara y dejara de lado las
ideas sobre mamadas.
Sonriendo
aún más, Eloín le mira y guarda silencio, dejándose hacer, que su
miembro sea recorrido por esa otra mano. Pero en el fondo ambos
comparten un pensamiento, una promesa uno, un temor el otro, que un
día, más pronto que tarde, la boca del chico más delgado probara
de los jugos que salían de aquellos limones. Y mientras uno se eriza
de perverso placer (no tanto que se lo haga, que está seguro que lo
disfrutará, sino por obligarle), el otro lo hace de repulsa.
-Cuéntame,
maricón, lo de esa noche... -le ordena. Cerrando los ojos y
echándose nuevamente hacia atrás en el viejo y maloliente sofá.
Disfrutando la paja, soñando con el dinero que logrará sacarle al
sujeto ese, pero que sería más si averiguara quienes eran los
otros. Según el maricón de Sebastián, el cuñado no había estado
solo. Cuando supiera quiénes eran todos los implicados en la fiesta
del niño muerto, todos y cada uno de ellos recibiría su tarjetica
de peticiones como hacia el padre Vicente cada vez que se acercaba la
celebración de La Cosecha, para organizar las fiestas patronales del
pueblo.
Y
mientras le cuenta, Sebastián se siente miserable, allí a su lado,
subiendo y bajando la mano sobre la pulsante pieza del amigo. Estaba,
debía reconocer (no con poco temor y sí mucho disgusto),
extrañamente fascinado. Le parecía que podía sentirle el corazón
palpitándole allí. Nunca debió confiarse, nunca debió acceder a
eso, ni siquiera por la amenaza de correrle. O de hablar. Enrojece (y
arruga la nariz, le parece que esa tranca soltaba, fuera de jugos,
aromas nada gratos), seguramente Eloín pensaba que a lo que más le
temía era que Gamboa se enterara que andaba por ahí hablando del
chico muerto. Y es cierto, el otro podía ser terrible, pero la
verdad es que a lo que más teme es que le saque del grupo y le
aparte, que le obligue a permanecer solo. Especialmente en su casa...
Una a la que odiaba, como le hiciera sufrir donde viviera antes.
Amelia,
Tomás y él fueron hijos furiosos y lastimados de un padre borracho,
violento, que pagaba las frustraciones de una vida miserable, de tipo
insensato, ingrato, tracalero y mala gente al que todo le salía mal,
con su mujer y luego con sus hijos cuando golpear a esta ya no era
suficiente. Recordaba sus miedos cuando los viernes en la noche no
llegaba, emborrachándose, llenándose de rabia contra ellos.
Escuchar la vieja camioneta tosiendo por el camino, saber que se
acercaba, que pronto estaría allí y les haría sufrir, que les
gritaría y lastimaría, era suficiente para que temblara de manera
lamentable. Más de una vez la policía se llegó a saber qué
ocurría, por tantas denuncias de los vecinos, que no se presentaban
a preguntar ellos mismos porque el hombre alto, obeso y fornido,
cuando estaba furioso asustaba a cualquiera. Denuncias que su madre
negaba. Escucharla cubrirle a él, y guardar silencio cuando este les
agredía tan sólo hizo crecer en él un sentimiento de frustrada
impotencia. Un derrotismo del cual no podía escapar. Estaba
atrapado, siempre lo estaría y no había manera de cambiarlo o de
escapar. Eso pensaba a los seis años de edad en aquella casa fea,
descuidada, donde la violencia física y verbal era la norma. Sin
embargo, a diferencia de Tomás, su hermano mayor, y de Amelia, él
no podía odiar a su madre. La creía una víctima...
-Ella
disfruta eso, ser humillada, golpeada, abusada. Ser tratada como
basura. No te engañes, tonto. -le aseguraba Amelia, con una mirada
brillante de resentimiento, mostrando un golpe en un pómulo.
Tomás
no aguantó hasta los dieciocho años, una mañana salió y no
regresó, largándose. Decían que trabajaba en La Petrolera, en
Maturín. Amelia, por su parte, se fue con el primer carajo que se lo
pidió, Esteban Gamboa, un sujeto del cual todos hablaban a media
voz, sobre sus gustos y preferencias. Pero, claro, ni a ella ni a él
le llegaron esos rumores. El sujeto era apuesto, de sonrisa fácil,
agradable. Fuera de que tenía un caserón apartado del pueblo, con
un viejo y miserable taller mecánico y un depósito que le servía
de chivera, donde reunía peroles viejos que luego revendía. Para
Amelia fue como toparse de pronto con una tabla de salvación, no lo
pensó mucho y se fue con él, aún antes de casarse en el
ayuntamiento. Y le llevaron con ellos.
Su
madre no quería, pero a su padre le alegró deshacerse de una hija
que le miraba con odio (le divertía saberla tan creída cuando él
sí había escuchado los cuentos de futuro marido, que era un
maricón; le divertía de manera cruel y mezquina saber que la joven,
su hija, estaba cometiendo un error), y ese niño delgado, llorón,
de cara afligida que parecía que nunca serviría para nada. Al dolor
experimentado en el momento del adiós, siendo un niño que en verdad
todavía necesitaba y merecía el amor de su madre, se unía el
imborrable recuerdo de las palabras del hombre.
-Vete
de una vez, pequeña pila de mierda. -dicho con desprecio casi
jubiloso a un niño de apenas seis años.
La
casa de Gamboa era vieja, llena de escaleras, de pasillos abiertos
que de noche se llenaban de sombras. Muy apartada. Y crujía.
Especialmente de noche. Esteban y Amelia le ubicaron en su propia
habitación, apartada de la de ellos. Imaginaba que para que pudieran
hacer cosas de mamis y papis. Por un tiempo todo estuvo bien para él
en esa casa grande y sola, aunque le aterraba de noche (demasiados
sonidos que en medio de la madrugada parecían pisadas acechantes,
maliciosas, de algo o alguien que quería atrapar a un niño
desprevenido, tal vez dormido para caer sobre él, pasos que se
detenían cuando aguzaba el oído en la cama justo cuando las ganas
de orinar le despertaban), porque su hermana parecía feliz. Era toda
una señora, aunque pocas veces se alejaba de la casa. Él sí, por
la escuela, buscando otro ambiente. Porque si, le asustaba la casa (y
sus razones tenía, tampoco eran imaginaciones de niño, al menos no
todo), así cómo lo lejos que estaba. Aunque no los comprendió, por
esos años escuchó cuentos sobre Gamboa. No dichos a él, tan sólo
cuando este venía a dejarle o llevarle del colegio. Sobre carajos
que levantaba en la carretera y con los cuales se perdía camino a la
laguna.
-Es
un tipo sucio, de esos que gusta de chupar bolas. -escuchó, una vez,
a un carajo decirle a otro.
-¿Que,
te lo ha hecho? -le preguntó este, iniciándose una leve discusión.
Nunca
se atrevió a comentar nada. Le temía a ese sujeto por alguna razón
que ignoraba al principio. Este sonreía, parecía afable, en verdad
era bueno con Amelia, pero en su mirada había algo extraño. Era
como... el pozo de la laguna cerca de Aullare. Un recodo que se
separaba de la enorme masa de agua, donde iban a pescar a veces los
chicos del pueblo. O a lanzarse de cabeza, siendo terriblemente
profundo, tanto que el agua era turbiamente verdosa. Los ojos de
Gamboa no eran de ese color, eran castaños claros, tono que debería
hacerlos gratos (pero no), aunque si turbios, profundos. Parecían...
trampas. Esos ojos, como el mismo pozo.
Tres
veces se embarazó Amelia a lo largo de más de una década, incluso
en dos de ellas se puso barrigona, pero terminaron en sangrados, en
mucho llanto y algo de amargura para la mujer. A Sebastian le parecía
que Gamboa no se alteraba. Que no le importaba. Aunque seguía
tratándola bien. La amaba, ¿verdad? Eso parecía. Pero una tarde
algo notó que le aclaró muchas cosas sobre el extraño personaje. A
quien ya le tenía miedo para ese momento. En ese entonces tenía
catorce años, y fuera de disgustarle él, le agradaba el ayudante de
éste, un indio joven de unos dieciocho años de edad, reilón,
delgado, bromista, que hablaba con él y le preguntaba si jugaba
pelota, si tenía amigos o novia. Era un chico genial, o eso se lo
parecía a él que andaba tan solo y falto de contacto humano.
Buscando quien le mirara, quien le hablara (necesidad que Eloín
notaría luego y de la cual se aprovecharía). Esa tarde, tras el
depósito de los cacharros, encontró la camioneta del cuñado, con
el indio recostado de la capota, de culo, sonriendo con los ojos
cerrados, mostrando los dientes separados en una mueca libidinosa.
Gamboa estaba arrodillado frente a él, teniéndole la bragueta
abierta, aplicándole la boca al miembro canela rojizo que se
adivinaba por momentos cuando iba y venía, metiendo los labios y la
nariz en la bragueta bajada, con unos sonidos de succiones aterrador
(parecía que cuando chupaba, lo hacía en verdad).
La
sorpresa fue total, porque nunca lo esperó, jamás comprendió los
comentarios; no sabía que los tipos pudieran hacer eso, entre ellos.
No en ese pueblo. También porque nunca se planteó aquello, ni su
propia confusión y respuesta sexual (curiosidad y mórbida
fascinación), él, que se había mantenido lejos de todos, ignorante
de muchos asuntos y algo inocente sobre otros. Escuchar al chico
medio reír y decirle que lo hacía genial, que se notaba que era
bueno dando esas mamadas, fue revelador y aterrador.
Se
alejó a la carrera, temiendo haber hecho algún ruido, porque le
pareció que la pareja se paralizaba y que dos nucas se volvían en
su dirección. Asustado y furioso pasó el resto de la tarde
ocultándose por los lados de la laguna, lejos de la casa, arrojando
piedras al agua, pensando qué se sentiría ahogarse, hundirse y
jamás despertar de nuevo. Casi lloró varias veces. Ese hijo de
puta, ¿cómo le hacía esas cochinada a su hermana? La rabia que
sentía le era desconocida, por lo intensa, ¿acaso no sabía ya que
el carajo era malo? Si, ¿pero esto...? Volvió por la nochecita, sin
tener a donde ir no le quedaba de otra (y tenía que hablar con su
hermana), subiendo silente a su cuarto, pretendiendo encerrarse y no
encontrarse con Gamboa. No podía verle, o pensar en él, sin sentir
rabia y asco.
-Has
tardado bastante en llegar, pequeña mierda. -escuchó la voz a sus
espaldas, y a pesar de lo oscuro de la pieza le bastó la poca
claridad que entraba por la ventana para ver, aterrando, a Gamboa
tras la puerta, dando un paso al frente y cubriéndole la boca con
una mano y el cuello con el otro brazo.- No sé qué viste, pero si
le cuentas algo a Amelia... Bien, ya sabes lo que puede pasarte. -le
dijo con intención.- Tú lo sabes, ¿verdad? Y créeme, no dudaré
en desaparecerte si pones en peligro lo que hay entre tu hermana y
yo. -le aclaró, fiero, la mano sobre su boca casi lastimándole.- No
espero que entiendas, pero la quiero, aunque... tambien necesite de
otras cosas. -luego se detuvo, sin soltarle, todavía reteniéndole,
y su miedo fue nuevo y mayor.- Dime, pequeño sucio, ¿te quedaste
mucho rato mirando? ¿Qué te pareció? ¿Te gustó? Lo que tiene de
joven el Indio lo tiene tambien de grande, ¿no? -preguntó con burla
y crueldad.- Cuéntame, ¿algún chico del colegio ya te eligió como
su novia para que lo toques durante los recreos? ¿Se dan besitos en
los baños? ¿Usan las lenguas en los urinarios?
Bufando
contra su mano luchó y luchó hasta que el otro le soltó. Se alejó
dos paso, rápidos, encarándole.
-Eres
un sucio; un maldito...
-Cuida
tus palabras, cuñadito; en esta casa no eres nada. Estás aquí
porque eres el inútil hermanito de Amelia, con el cual debo cargar
por inservible que seas. Nada más que por eso te tolero. -fue duro,
cruel, aunque casi indiferente.- Ni siquiera tienes buena pinta
para... -torció el gesto.- No olvides mis palabras. Calla si sabes
lo que te conviene.
Y
aunque sintió rabia, ganas de delatar a ese perro delante de su
hermana, una que esa noche le sirvió la cena sonriéndole, besándole
(había resultado un hombre tan diferente a su padre, que le daba una
vida tan diferente a la que llevaba su madre, que lo adoraba), guardó
silencio aunque le costara estar cerca de él, especialmente
compartiendo los alimentos, viéndole llevar carne a su boca. Ellos
tres sentados a la pequeña mesa silente, sin niños. Sin alegría.
Esa era su vida. Había pasado del miedo a su padre, al dolor de su
violencia y desprecio, a la angustia por su hermana y su suerte. El
miedo a Esteban Gamboa.
Y
no era este un temor de gratis, no era que se lo imaginaba. Cuando
contaba siete años, al poco de cambiarse a esa vivienda, fue cuando
vio al niño muerto en el piso de tierra de la chivera. Había estado
jugando en un palomar en lo más alto del alto techo del lugar,
sintiéndose alto, libre, feliz, y vio llegar a varios sujetos,
¿tres, cuatro?, no estuvo seguro, no viendo desde arriba al lugar en
penumbras, ellos entrando y saliendo, sus cabezas cubiertas con
sombreros. Allí sus ojos de niño se toparon con los ojos apagados y
la boca ligeramente abierta del chico arrojado en el piso, como
basura. Tan pequeño, frágil y solo. Más tarde envuelto en bolsas
negras grandes, desechado en la colina que se iniciaba al final de la
parte norte del poblado, detrás del taller.
Él
lo había visto ya muerto. No vio quien le asesinó, pero no habría
puesto en duda, ni por un momento, que Gamboa tuvo algo que ver. Esa
noche padeció accesos de fiebre y de llantos, Amelia la pasó en su
cuarto, alarmada. Entraba en sueños plagados de pesadillas, abría
los ojos y las sombras de sus pesadillas continuaban ahí, rostros
que parecían distorsionarse como el humo del cigarrillo, en muecas
burlonas, que rodeaban su cama, una donde temblaba de pavor. Le
asustaban, mucho. Le parecía que esos rostros eran fantasmas que
querían su vida. Que le susurraban: “Si lo sabe, si se entera que
lo viste ¡te mueres!”. Le costó salir de eso, vencer el miedo.
Tolerar la presencia de Gamboa a su alrededor. Y la mirada de este,
como si le estudiara. Desde ese momento el niño sintió que
necesitaba alejarse del lugar, pasar tiempo fuera de esa casa. Pero
Amelia no le dejaba. Casi estuvo tentado a pedirle que hablara con su
madre, pero sabía que no resultaría. A los siete años de edad supo
que no había espacio para él en esa casa, con un padre que los
odiaba y una madre enferma que permitía ser abusada, que dejaba que
el marido la golpeara a ella y a los hijos no sólo porque deseara
conservarle, o creyera que era su derecho como marido. Con los años
comprendería lo que Amelia y Tomás intentaron explicarle, que la
mujer disfrutaba de aquello. ¿Estaba enferma?, no lo sabía; ¿cómo,
si era tan sólo un chico algo tonto?, se decía. Pero tal vez eso
explicaba el desprecio que Amelia y Tomás sentían por la mujer que
los parió.
Pero
no era eso, ese secreto que había guardado durante más de una
década, lo que le trastornó tanto, y hacía de él alguien tímido,
huidizo, temeroso de todo, hasta de su sombra, empujándole a buscar
amigos donde fuera, aceptación, para estar rodeados de otros y fuera
de la casa. Era por el niño muerto. Por su fantasma. Uno le que
visitaba y le atormentaba.
Todavía
recordaba ese momento a los nueve años, cuando despertando en medio
de la noche de una pesadilla extraña donde lloraba y lloraba sin
saber por qué, aunque aterrorizado (intuía que era por algo
ocurrido a Amelia), abrió los ojos para descubrir que si estaba
lloriqueando en su cama, casi paralizándose de verdadero terror un
segundo después. Todavía afectado por el poder del mal sueño le
vio de pie, a su lado, solemne, mirándole con un rostro ceniciento
iluminado por la luz de la luna. ¡Abrió los ojos y vio al niño
muerto, allí, de pie, mirándole dormir! No hubo dudas o sorpresa,
un “¿quién carajo eres?”. Lo supo aún antes de que esa mirada
muerta le enfocara. Era él. No soñaba, lo sabía, aunque habría
preferido que así fuera. Estaba allí, con el mismo rostro de años
atrás, los labios pálidos y abiertos. Se veía tan triste y abatido
que le lastimaba. Se encogió en la cama, alejándose instintivamente
de la figura a su lado (olía a tierra negra muy fermentada),
recogiendo sus piernas cuando este separó aún más los labios.
-Me
comen. Están devorándome. Y no me gusta. -el niño muerto lloriqueó
con infinito dolor, ¿acaso sus ojos brillaron de llanto?- No quiero
que ella me vea así, un día.
Y
como en una mala película de miedo, con la sangre ensordeciéndole
en los oídos, escuchando su corazón como un agonizante pájaro que
quisiera escapar de su pecho, las piernas y las mandíbulas
temblándole, cerró los ojos con fuerza, a punto de gritar pidiendo
ayuda. A Amelia, como siempre. Sin embargo, al abrirlos nuevamente,
ya no estaba allí. Pero el olor a tierra pantanosa era intenso. Miró
en todas direcciones, más aterrorizado si cabía, casi abrazándose
en la cama, asomándose por el borde de la misma, convencido de que
estaba debajo, esperando que bajara un pie para atraparlo y
arrastrarle a algún lugar horrible donde sí que lloraría. Y vio
dos leves manchas. Quiso convencerse de que lo imaginaba, que
aquellas marcas no era reales. Pero el chico había estado “parado”
allí.
Desde
ese momento su presencia fue constante, cada noche, al estar a solas,
en la casa, el porche, en el gallinero, el taller o la chivera, se le
aparecía a la distancia. Mirándole. Algo quería y lo adivinó,
ayudándole, esperando que se fuera. Pero no. El niño muerto
continuaba allí, más tranquilo después de que... hizo lo que hizo.
Pero no se iba. Y cada vez que aparecía su corazón latía fuerte,
dolorosamente en su pecho, porque le parecía que le reclamaba, que
le culpaba por algo. Y sabía bien el qué. Sin embargo no podía
hablar, ¿qué contaría? ¿Qué el marido de su hermana hizo
aquello? Sabía que hubo otros involucrados, ¿y si hablaba, detenían
a Gamboa y uno de los otros iba por él para hacerle lo mismo? Eso
aliviaba en parte su culpa, el silencio que había mantenido, aunque
sabía que no contó nada por su hermana, por Amelia... y por él. Si
perdían a Esteban Gamboa, especialmente por un asunto como ese, ¿qué
sería de ellos en Río Grande? Entenderlo, que actuaba por egoísmo,
por cálculo, por miedo a perder la poca estabilidad que tenía,
aunque le horrorizara, le enfermaba; lo hacía todo peor porque el
niño muerto le reclamaba aquello.
A
veces le seguía en los sueños. Veía un día hermoso, tranquilo y
caluroso, iba hacia el pozo en la laguna, silbando, con una caña al
hombro, ensartando una lombriz en el anzuelo y arrojándolo a las
profundas aguas verdosas; el cielo claro, la brisa suavizando el
calor, todo silente, tranquilo. Pacífico. Luego todo desaparecía
alrededor, como si una funda negra cubriera sus ojos. Y se debatía,
gritaba y era alzado en peso. Gritaba aterrorizado porque sabía que
le ocurriría algo terrible. Llamaba a su mamá con una voz que no
era su voz. Y el miedo era demasiado. Y unas manos se cerraban sobre
su cuello, apretando y apretando mientras luchaba por escapar, por
respirar. Era tan vívido que despertaba bañado en sudor, a veces
orinado encima (lo que trajo otra serie de problemas, en casa y en la
escuela, las burlas crueles). Por ello, cuando tuvo más edad,
prefirió pasarla afuera, lejos de la solitaria propiedad donde
tantas cosas malas pasaban, donde estaba el cuñado cruel y raro, y
el niño muerto que le acosaba. Sabiendo que preparaba algo, que le
preparaba algo malo, aunque no pudiera decir qué. Estar con Eloín y
la pandilla había sido su salvación. Lástima que el chico fuera
tan... malo a veces.
-Apurate,
coño, que no tengo toda la tarde. -le oye decir en esos momentos,
regresándole al presente, intensificando automáticamente los
movimientos de su puño cerrado sobre el joven miembro.
Mierda,
sí, que se corra de una vez. Pasaría por el mal rato del semen en
su mano y... El ruido de un perol que cae, una lata vacía de aceite
para aspersoras, le sobresalta (Eloín, ojos cerrados, sonrisa de
satisfacción, manos cruzadas tras su nuca ni le para), obligándole
a mirar hacia un rincón, cerrando más la mano alrededor del tolete
ajeno. Y traga saliva inquieto, le había parecido notar una silueta
alejándose rápidamente, cubriéndose tras uno de los mesones llenos
de chatarra. Una risilla llegó hasta él como el eco de la brisa
entrando por las ranuras del techo mal acabado. Lo que no le extraña,
ya no se sentía tranquilo en ninguna parte. Ni solo.
......
La
noche llegaba cargada de señales en forma de vientos y truenos en un
cielo nublado. Podría parecer un tiempo cualquiera, pero había en
el pueblo quienes sabían un poco mejor. En su casucha de mala
muerte, sentada ante la mesa donde “consultaba a los espíritus”
para sus clientes, Aída Mendoza, con ojos idos, pasa los rígidos
dedos sobre unos caracoles. Intenta localizar un lugar, pero le
cuesta. Y entiende el por qué, la Invocación estaba a punto de ser
hecha y eso entorpecía cualquier otro intento. Estremeciéndose,
sintiendo su piel erizada de una manera agradable, es plenamente
consciente de todo el mal que se acercaba, el que despertaba, el que
se manifestaría. Todo lo hecho puede deshacerse. La idea casi la
hacía reír con una felicidad enferma, malvada. Cierra los legañosos
ojos...
No
le cuesta para nada visualizar el vehículo que se desplaza a buena
velocidad, acortando la distancia que le separa de Las González al
cruce que lleva a Río Grande. No puede ver las caras, pero si las
sombras. Hay muchas. Destinos cruzados que convergían para un
propósito mayor. Y perverso, aunque lo ignoraran. Eso la hace
sonreír nuevamente, su caído pecho sube y baja con expectación.
Puede ver el viejo Ford cuatro puertas lleno de chicos ruidosos que
beben caña clara, que gritan y corren por una calleja secundaria que
lleva de la laguna al pueblo, atropellando perros y gallinas,
persiguiéndolos. Puede sentir el corazón loco del conductor. Este
quiere más, desea causar verdadero dolor con sus propias manos.
Quiere una emoción nueva, poderosa. Y la tendría.
La
Invocación debía estar más próxima de lo que imaginaba. Lo sabe
porque nota la sombra que flota camino a Las Torres del Diablo. Y se
concentra en eso, en el ritual. Sus dedos algo artríticos e
hinchados se medio flexionan sobre la mesa y los caracoles,
agitándolos. Puede ver al niño caminando hacia el peligro y tal vez
hacia su propia destrucción...
¡Perfecto!
CONTINUA ... 6
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