jueves, 13 de junio de 2019

RIO GRANDE... 5

RIO GRANDE                         ... 4
   El enemigo espera en un recodo del camino...
......
   -¡No voy a mamarte el güevo! -estalla con vulgaridad Sebastián Mijares, cara muy roja, entre temeroso y decidido.
   Eso lo lee Eloín Andrade en sus ojos. Que si le presiona hasta ese punto el otro dirá que no, independientemente de las amenazas que emplee. La adrenalina le prestaría fuerzas... Debía despojársele de eso también, antes de intentarlo. Porque, como había un Dios arriba, que le vería hacerlo, le obligaría tarde o temprano.
   -No quiero que me lo chupes tú, no soy un marica, ni me gustaría que uno...
   -¡No soy marica! Eres tú quien quieres... -se altera, medio soltándole aquel tolete que pulsa en su mano, mojándosela un poco, pero el otro le retiene en su lugar, por decirlo así, cerrando el puño sobre el suyo.
   -Tranquilo, y sigue, que ya casi lo tienes. -le sonríe, voz peligrosa y burlona.- Tienes mi semen casi en las manos ya.
   -Eres tan... -Sebastián se agita, molesto, mortificado pero... alegre, aliviado de que sólo quería que lo masturbara y dejara de lado las ideas sobre mamadas.
   Sonriendo aún más, Eloín le mira y guarda silencio, dejándose hacer, que su miembro sea recorrido por esa otra mano. Pero en el fondo ambos comparten un pensamiento, una promesa uno, un temor el otro, que un día, más pronto que tarde, la boca del chico más delgado probara de los jugos que salían de aquellos limones. Y mientras uno se eriza de perverso placer (no tanto que se lo haga, que está seguro que lo disfrutará, sino por obligarle), el otro lo hace de repulsa.
   -Cuéntame, maricón, lo de esa noche... -le ordena. Cerrando los ojos y echándose nuevamente hacia atrás en el viejo y maloliente sofá. Disfrutando la paja, soñando con el dinero que logrará sacarle al sujeto ese, pero que sería más si averiguara quienes eran los otros. Según el maricón de Sebastián, el cuñado no había estado solo. Cuando supiera quiénes eran todos los implicados en la fiesta del niño muerto, todos y cada uno de ellos recibiría su tarjetica de peticiones como hacia el padre Vicente cada vez que se acercaba la celebración de La Cosecha, para organizar las fiestas patronales del pueblo.
   Y mientras le cuenta, Sebastián se siente miserable, allí a su lado, subiendo y bajando la mano sobre la pulsante pieza del amigo. Estaba, debía reconocer (no con poco temor y sí mucho disgusto), extrañamente fascinado. Le parecía que podía sentirle el corazón palpitándole allí. Nunca debió confiarse, nunca debió acceder a eso, ni siquiera por la amenaza de correrle. O de hablar. Enrojece (y arruga la nariz, le parece que esa tranca soltaba, fuera de jugos, aromas nada gratos), seguramente Eloín pensaba que a lo que más le temía era que Gamboa se enterara que andaba por ahí hablando del chico muerto. Y es cierto, el otro podía ser terrible, pero la verdad es que a lo que más teme es que le saque del grupo y le aparte, que le obligue a permanecer solo. Especialmente en su casa... Una a la que odiaba, como le hiciera sufrir donde viviera antes.
   Amelia, Tomás y él fueron hijos furiosos y lastimados de un padre borracho, violento, que pagaba las frustraciones de una vida miserable, de tipo insensato, ingrato, tracalero y mala gente al que todo le salía mal, con su mujer y luego con sus hijos cuando golpear a esta ya no era suficiente. Recordaba sus miedos cuando los viernes en la noche no llegaba, emborrachándose, llenándose de rabia contra ellos. Escuchar la vieja camioneta tosiendo por el camino, saber que se acercaba, que pronto estaría allí y les haría sufrir, que les gritaría y lastimaría, era suficiente para que temblara de manera lamentable. Más de una vez la policía se llegó a saber qué ocurría, por tantas denuncias de los vecinos, que no se presentaban a preguntar ellos mismos porque el hombre alto, obeso y fornido, cuando estaba furioso asustaba a cualquiera. Denuncias que su madre negaba. Escucharla cubrirle a él, y guardar silencio cuando este les agredía tan sólo hizo crecer en él un sentimiento de frustrada impotencia. Un derrotismo del cual no podía escapar. Estaba atrapado, siempre lo estaría y no había manera de cambiarlo o de escapar. Eso pensaba a los seis años de edad en aquella casa fea, descuidada, donde la violencia física y verbal era la norma. Sin embargo, a diferencia de Tomás, su hermano mayor, y de Amelia, él no podía odiar a su madre. La creía una víctima...
   -Ella disfruta eso, ser humillada, golpeada, abusada. Ser tratada como basura. No te engañes, tonto. -le aseguraba Amelia, con una mirada brillante de resentimiento, mostrando un golpe en un pómulo.
   Tomás no aguantó hasta los dieciocho años, una mañana salió y no regresó, largándose. Decían que trabajaba en La Petrolera, en Maturín. Amelia, por su parte, se fue con el primer carajo que se lo pidió, Esteban Gamboa, un sujeto del cual todos hablaban a media voz, sobre sus gustos y preferencias. Pero, claro, ni a ella ni a él le llegaron esos rumores. El sujeto era apuesto, de sonrisa fácil, agradable. Fuera de que tenía un caserón apartado del pueblo, con un viejo y miserable taller mecánico y un depósito que le servía de chivera, donde reunía peroles viejos que luego revendía. Para Amelia fue como toparse de pronto con una tabla de salvación, no lo pensó mucho y se fue con él, aún antes de casarse en el ayuntamiento. Y le llevaron con ellos.
   Su madre no quería, pero a su padre le alegró deshacerse de una hija que le miraba con odio (le divertía saberla tan creída cuando él sí había escuchado los cuentos de futuro marido, que era un maricón; le divertía de manera cruel y mezquina saber que la joven, su hija, estaba cometiendo un error), y ese niño delgado, llorón, de cara afligida que parecía que nunca serviría para nada. Al dolor experimentado en el momento del adiós, siendo un niño que en verdad todavía necesitaba y merecía el amor de su madre, se unía el imborrable recuerdo de las palabras del hombre.
   -Vete de una vez, pequeña pila de mierda. -dicho con desprecio casi jubiloso a un niño de apenas seis años.
   La casa de Gamboa era vieja, llena de escaleras, de pasillos abiertos que de noche se llenaban de sombras. Muy apartada. Y crujía. Especialmente de noche. Esteban y Amelia le ubicaron en su propia habitación, apartada de la de ellos. Imaginaba que para que pudieran hacer cosas de mamis y papis. Por un tiempo todo estuvo bien para él en esa casa grande y sola, aunque le aterraba de noche (demasiados sonidos que en medio de la madrugada parecían pisadas acechantes, maliciosas, de algo o alguien que quería atrapar a un niño desprevenido, tal vez dormido para caer sobre él, pasos que se detenían cuando aguzaba el oído en la cama justo cuando las ganas de orinar le despertaban), porque su hermana parecía feliz. Era toda una señora, aunque pocas veces se alejaba de la casa. Él sí, por la escuela, buscando otro ambiente. Porque si, le asustaba la casa (y sus razones tenía, tampoco eran imaginaciones de niño, al menos no todo), así cómo lo lejos que estaba. Aunque no los comprendió, por esos años escuchó cuentos sobre Gamboa. No dichos a él, tan sólo cuando este venía a dejarle o llevarle del colegio. Sobre carajos que levantaba en la carretera y con los cuales se perdía camino a la laguna.
   -Es un tipo sucio, de esos que gusta de chupar bolas. -escuchó, una vez, a un carajo decirle a otro.
   -¿Que, te lo ha hecho? -le preguntó este, iniciándose una leve discusión.
   Nunca se atrevió a comentar nada. Le temía a ese sujeto por alguna razón que ignoraba al principio. Este sonreía, parecía afable, en verdad era bueno con Amelia, pero en su mirada había algo extraño. Era como... el pozo de la laguna cerca de Aullare. Un recodo que se separaba de la enorme masa de agua, donde iban a pescar a veces los chicos del pueblo. O a lanzarse de cabeza, siendo terriblemente profundo, tanto que el agua era turbiamente verdosa. Los ojos de Gamboa no eran de ese color, eran castaños claros, tono que debería hacerlos gratos (pero no), aunque si turbios, profundos. Parecían... trampas. Esos ojos, como el mismo pozo.
   Tres veces se embarazó Amelia a lo largo de más de una década, incluso en dos de ellas se puso barrigona, pero terminaron en sangrados, en mucho llanto y algo de amargura para la mujer. A Sebastian le parecía que Gamboa no se alteraba. Que no le importaba. Aunque seguía tratándola bien. La amaba, ¿verdad? Eso parecía. Pero una tarde algo notó que le aclaró muchas cosas sobre el extraño personaje. A quien ya le tenía miedo para ese momento. En ese entonces tenía catorce años, y fuera de disgustarle él, le agradaba el ayudante de éste, un indio joven de unos dieciocho años de edad, reilón, delgado, bromista, que hablaba con él y le preguntaba si jugaba pelota, si tenía amigos o novia. Era un chico genial, o eso se lo parecía a él que andaba tan solo y falto de contacto humano. Buscando quien le mirara, quien le hablara (necesidad que Eloín notaría luego y de la cual se aprovecharía). Esa tarde, tras el depósito de los cacharros, encontró la camioneta del cuñado, con el indio recostado de la capota, de culo, sonriendo con los ojos cerrados, mostrando los dientes separados en una mueca libidinosa. Gamboa estaba arrodillado frente a él, teniéndole la bragueta abierta, aplicándole la boca al miembro canela rojizo que se adivinaba por momentos cuando iba y venía, metiendo los labios y la nariz en la bragueta bajada, con unos sonidos de succiones aterrador (parecía que cuando chupaba, lo hacía en verdad).
   La sorpresa fue total, porque nunca lo esperó, jamás comprendió los comentarios; no sabía que los tipos pudieran hacer eso, entre ellos. No en ese pueblo. También porque nunca se planteó aquello, ni su propia confusión y respuesta sexual (curiosidad y mórbida fascinación), él, que se había mantenido lejos de todos, ignorante de muchos asuntos y algo inocente sobre otros. Escuchar al chico medio reír y decirle que lo hacía genial, que se notaba que era bueno dando esas mamadas, fue revelador y aterrador.
   Se alejó a la carrera, temiendo haber hecho algún ruido, porque le pareció que la pareja se paralizaba y que dos nucas se volvían en su dirección. Asustado y furioso pasó el resto de la tarde ocultándose por los lados de la laguna, lejos de la casa, arrojando piedras al agua, pensando qué se sentiría ahogarse, hundirse y jamás despertar de nuevo. Casi lloró varias veces. Ese hijo de puta, ¿cómo le hacía esas cochinada a su hermana? La rabia que sentía le era desconocida, por lo intensa, ¿acaso no sabía ya que el carajo era malo? Si, ¿pero esto...? Volvió por la nochecita, sin tener a donde ir no le quedaba de otra (y tenía que hablar con su hermana), subiendo silente a su cuarto, pretendiendo encerrarse y no encontrarse con Gamboa. No podía verle, o pensar en él, sin sentir rabia y asco.
   -Has tardado bastante en llegar, pequeña mierda. -escuchó la voz a sus espaldas, y a pesar de lo oscuro de la pieza le bastó la poca claridad que entraba por la ventana para ver, aterrando, a Gamboa tras la puerta, dando un paso al frente y cubriéndole la boca con una mano y el cuello con el otro brazo.- No sé qué viste, pero si le cuentas algo a Amelia... Bien, ya sabes lo que puede pasarte. -le dijo con intención.- Tú lo sabes, ¿verdad? Y créeme, no dudaré en desaparecerte si pones en peligro lo que hay entre tu hermana y yo. -le aclaró, fiero, la mano sobre su boca casi lastimándole.- No espero que entiendas, pero la quiero, aunque... tambien necesite de otras cosas. -luego se detuvo, sin soltarle, todavía reteniéndole, y su miedo fue nuevo y mayor.- Dime, pequeño sucio, ¿te quedaste mucho rato mirando? ¿Qué te pareció? ¿Te gustó? Lo que tiene de joven el Indio lo tiene tambien de grande, ¿no? -preguntó con burla y crueldad.- Cuéntame, ¿algún chico del colegio ya te eligió como su novia para que lo toques durante los recreos? ¿Se dan besitos en los baños? ¿Usan las lenguas en los urinarios?
   Bufando contra su mano luchó y luchó hasta que el otro le soltó. Se alejó dos paso, rápidos, encarándole.
   -Eres un sucio; un maldito...
   -Cuida tus palabras, cuñadito; en esta casa no eres nada. Estás aquí porque eres el inútil hermanito de Amelia, con el cual debo cargar por inservible que seas. Nada más que por eso te tolero. -fue duro, cruel, aunque casi indiferente.- Ni siquiera tienes buena pinta para... -torció el gesto.- No olvides mis palabras. Calla si sabes lo que te conviene.
   Y aunque sintió rabia, ganas de delatar a ese perro delante de su hermana, una que esa noche le sirvió la cena sonriéndole, besándole (había resultado un hombre tan diferente a su padre, que le daba una vida tan diferente a la que llevaba su madre, que lo adoraba), guardó silencio aunque le costara estar cerca de él, especialmente compartiendo los alimentos, viéndole llevar carne a su boca. Ellos tres sentados a la pequeña mesa silente, sin niños. Sin alegría. Esa era su vida. Había pasado del miedo a su padre, al dolor de su violencia y desprecio, a la angustia por su hermana y su suerte. El miedo a Esteban Gamboa.
   Y no era este un temor de gratis, no era que se lo imaginaba. Cuando contaba siete años, al poco de cambiarse a esa vivienda, fue cuando vio al niño muerto en el piso de tierra de la chivera. Había estado jugando en un palomar en lo más alto del alto techo del lugar, sintiéndose alto, libre, feliz, y vio llegar a varios sujetos, ¿tres, cuatro?, no estuvo seguro, no viendo desde arriba al lugar en penumbras, ellos entrando y saliendo, sus cabezas cubiertas con sombreros. Allí sus ojos de niño se toparon con los ojos apagados y la boca ligeramente abierta del chico arrojado en el piso, como basura. Tan pequeño, frágil y solo. Más tarde envuelto en bolsas negras grandes, desechado en la colina que se iniciaba al final de la parte norte del poblado, detrás del taller.
   Él lo había visto ya muerto. No vio quien le asesinó, pero no habría puesto en duda, ni por un momento, que Gamboa tuvo algo que ver. Esa noche padeció accesos de fiebre y de llantos, Amelia la pasó en su cuarto, alarmada. Entraba en sueños plagados de pesadillas, abría los ojos y las sombras de sus pesadillas continuaban ahí, rostros que parecían distorsionarse como el humo del cigarrillo, en muecas burlonas, que rodeaban su cama, una donde temblaba de pavor. Le asustaban, mucho. Le parecía que esos rostros eran fantasmas que querían su vida. Que le susurraban: “Si lo sabe, si se entera que lo viste ¡te mueres!”. Le costó salir de eso, vencer el miedo. Tolerar la presencia de Gamboa a su alrededor. Y la mirada de este, como si le estudiara. Desde ese momento el niño sintió que necesitaba alejarse del lugar, pasar tiempo fuera de esa casa. Pero Amelia no le dejaba. Casi estuvo tentado a pedirle que hablara con su madre, pero sabía que no resultaría. A los siete años de edad supo que no había espacio para él en esa casa, con un padre que los odiaba y una madre enferma que permitía ser abusada, que dejaba que el marido la golpeara a ella y a los hijos no sólo porque deseara conservarle, o creyera que era su derecho como marido. Con los años comprendería lo que Amelia y Tomás intentaron explicarle, que la mujer disfrutaba de aquello. ¿Estaba enferma?, no lo sabía; ¿cómo, si era tan sólo un chico algo tonto?, se decía. Pero tal vez eso explicaba el desprecio que Amelia y Tomás sentían por la mujer que los parió.
   Pero no era eso, ese secreto que había guardado durante más de una década, lo que le trastornó tanto, y hacía de él alguien tímido, huidizo, temeroso de todo, hasta de su sombra, empujándole a buscar amigos donde fuera, aceptación, para estar rodeados de otros y fuera de la casa. Era por el niño muerto. Por su fantasma. Uno le que visitaba y le atormentaba.
   Todavía recordaba ese momento a los nueve años, cuando despertando en medio de la noche de una pesadilla extraña donde lloraba y lloraba sin saber por qué, aunque aterrorizado (intuía que era por algo ocurrido a Amelia), abrió los ojos para descubrir que si estaba lloriqueando en su cama, casi paralizándose de verdadero terror un segundo después. Todavía afectado por el poder del mal sueño le vio de pie, a su lado, solemne, mirándole con un rostro ceniciento iluminado por la luz de la luna. ¡Abrió los ojos y vio al niño muerto, allí, de pie, mirándole dormir! No hubo dudas o sorpresa, un “¿quién carajo eres?”. Lo supo aún antes de que esa mirada muerta le enfocara. Era él. No soñaba, lo sabía, aunque habría preferido que así fuera. Estaba allí, con el mismo rostro de años atrás, los labios pálidos y abiertos. Se veía tan triste y abatido que le lastimaba. Se encogió en la cama, alejándose instintivamente de la figura a su lado (olía a tierra negra muy fermentada), recogiendo sus piernas cuando este separó aún más los labios.
   -Me comen. Están devorándome. Y no me gusta. -el niño muerto lloriqueó con infinito dolor, ¿acaso sus ojos brillaron de llanto?- No quiero que ella me vea así, un día.
   Y como en una mala película de miedo, con la sangre ensordeciéndole en los oídos, escuchando su corazón como un agonizante pájaro que quisiera escapar de su pecho, las piernas y las mandíbulas temblándole, cerró los ojos con fuerza, a punto de gritar pidiendo ayuda. A Amelia, como siempre. Sin embargo, al abrirlos nuevamente, ya no estaba allí. Pero el olor a tierra pantanosa era intenso. Miró en todas direcciones, más aterrorizado si cabía, casi abrazándose en la cama, asomándose por el borde de la misma, convencido de que estaba debajo, esperando que bajara un pie para atraparlo y arrastrarle a algún lugar horrible donde sí que lloraría. Y vio dos leves manchas. Quiso convencerse de que lo imaginaba, que aquellas marcas no era reales. Pero el chico había estado “parado” allí.
   Desde ese momento su presencia fue constante, cada noche, al estar a solas, en la casa, el porche, en el gallinero, el taller o la chivera, se le aparecía a la distancia. Mirándole. Algo quería y lo adivinó, ayudándole, esperando que se fuera. Pero no. El niño muerto continuaba allí, más tranquilo después de que... hizo lo que hizo. Pero no se iba. Y cada vez que aparecía su corazón latía fuerte, dolorosamente en su pecho, porque le parecía que le reclamaba, que le culpaba por algo. Y sabía bien el qué. Sin embargo no podía hablar, ¿qué contaría? ¿Qué el marido de su hermana hizo aquello? Sabía que hubo otros involucrados, ¿y si hablaba, detenían a Gamboa y uno de los otros iba por él para hacerle lo mismo? Eso aliviaba en parte su culpa, el silencio que había mantenido, aunque sabía que no contó nada por su hermana, por Amelia... y por él. Si perdían a Esteban Gamboa, especialmente por un asunto como ese, ¿qué sería de ellos en Río Grande? Entenderlo, que actuaba por egoísmo, por cálculo, por miedo a perder la poca estabilidad que tenía, aunque le horrorizara, le enfermaba; lo hacía todo peor porque el niño muerto le reclamaba aquello.
   A veces le seguía en los sueños. Veía un día hermoso, tranquilo y caluroso, iba hacia el pozo en la laguna, silbando, con una caña al hombro, ensartando una lombriz en el anzuelo y arrojándolo a las profundas aguas verdosas; el cielo claro, la brisa suavizando el calor, todo silente, tranquilo. Pacífico. Luego todo desaparecía alrededor, como si una funda negra cubriera sus ojos. Y se debatía, gritaba y era alzado en peso. Gritaba aterrorizado porque sabía que le ocurriría algo terrible. Llamaba a su mamá con una voz que no era su voz. Y el miedo era demasiado. Y unas manos se cerraban sobre su cuello, apretando y apretando mientras luchaba por escapar, por respirar. Era tan vívido que despertaba bañado en sudor, a veces orinado encima (lo que trajo otra serie de problemas, en casa y en la escuela, las burlas crueles). Por ello, cuando tuvo más edad, prefirió pasarla afuera, lejos de la solitaria propiedad donde tantas cosas malas pasaban, donde estaba el cuñado cruel y raro, y el niño muerto que le acosaba. Sabiendo que preparaba algo, que le preparaba algo malo, aunque no pudiera decir qué. Estar con Eloín y la pandilla había sido su salvación. Lástima que el chico fuera tan... malo a veces.
   -Apurate, coño, que no tengo toda la tarde. -le oye decir en esos momentos, regresándole al presente, intensificando automáticamente los movimientos de su puño cerrado sobre el joven miembro.
   Mierda, sí, que se corra de una vez. Pasaría por el mal rato del semen en su mano y... El ruido de un perol que cae, una lata vacía de aceite para aspersoras, le sobresalta (Eloín, ojos cerrados, sonrisa de satisfacción, manos cruzadas tras su nuca ni le para), obligándole a mirar hacia un rincón, cerrando más la mano alrededor del tolete ajeno. Y traga saliva inquieto, le había parecido notar una silueta alejándose rápidamente, cubriéndose tras uno de los mesones llenos de chatarra. Una risilla llegó hasta él como el eco de la brisa entrando por las ranuras del techo mal acabado. Lo que no le extraña, ya no se sentía tranquilo en ninguna parte. Ni solo.
......
   La noche llegaba cargada de señales en forma de vientos y truenos en un cielo nublado. Podría parecer un tiempo cualquiera, pero había en el pueblo quienes sabían un poco mejor. En su casucha de mala muerte, sentada ante la mesa donde “consultaba a los espíritus” para sus clientes, Aída Mendoza, con ojos idos, pasa los rígidos dedos sobre unos caracoles. Intenta localizar un lugar, pero le cuesta. Y entiende el por qué, la Invocación estaba a punto de ser hecha y eso entorpecía cualquier otro intento. Estremeciéndose, sintiendo su piel erizada de una manera agradable, es plenamente consciente de todo el mal que se acercaba, el que despertaba, el que se manifestaría. Todo lo hecho puede deshacerse. La idea casi la hacía reír con una felicidad enferma, malvada. Cierra los legañosos ojos...
   No le cuesta para nada visualizar el vehículo que se desplaza a buena velocidad, acortando la distancia que le separa de Las González al cruce que lleva a Río Grande. No puede ver las caras, pero si las sombras. Hay muchas. Destinos cruzados que convergían para un propósito mayor. Y perverso, aunque lo ignoraran. Eso la hace sonreír nuevamente, su caído pecho sube y baja con expectación. Puede ver el viejo Ford cuatro puertas lleno de chicos ruidosos que beben caña clara, que gritan y corren por una calleja secundaria que lleva de la laguna al pueblo, atropellando perros y gallinas, persiguiéndolos. Puede sentir el corazón loco del conductor. Este quiere más, desea causar verdadero dolor con sus propias manos. Quiere una emoción nueva, poderosa. Y la tendría.
   La Invocación debía estar más próxima de lo que imaginaba. Lo sabe porque nota la sombra que flota camino a Las Torres del Diablo. Y se concentra en eso, en el ritual. Sus dedos algo artríticos e hinchados se medio flexionan sobre la mesa y los caracoles, agitándolos. Puede ver al niño caminando hacia el peligro y tal vez hacia su propia destrucción...
   ¡Perfecto!
CONTINUA ... 6

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