......
Y
la risa vuelve a su pecho. La invocación...
......
Antonio
Linares ríe cuando su madre le hunde sobre la cama haciéndole
cosquillas en la barriga. Ese era su punto débil y la mujer lo
sabía. El niño lloriquea que no, que pare, pero ella no lo hace. Le
gusta escuchar su risa abierta, infantil, inocente y buena. Era un
buen niño, como su niña, Ana, a quien también mima.
-Deja
a ese muchacho, ¡lo vas a volver maricón! -llega el gruñido de
Cosme Linares, su marido, cortando un poco la dicha de la mujer y el
niño. Este está tan acostumbrado a escuchar a su padre con esas
salidas que no le importa. No mucho, al menos. A ella si.
-Buenas
noches, amor. -le dice finalmente, apartándole el cabello y
besándole en la frente, dejándole allí en medio de su cuarto
grande, ordenado, lleno de afiches de béisbol (un gusto que le
permitía porque el chico fuera de alto para su edad era bueno
bateando), sus ropas, libros y juguetes.
-Buenas
noches, mami. -le sonríe, y alza la voz.- Buenas noches... -y
contiene el papi, sabe que al hombre no le gusta.- ...Papá.
-Buenas
noches. -es la seca respuesta.
-Qué
Dios te bendiga. -responde Elsa y sale, flotando en amor, quiere a
sus hijos, a todos, pero Antonio y Anita eran especialmente
cariñosos, ¿sería porque Cosme no les prestaba tanta atención
como sí hizo con Trino, el primero? El hombre adoraba a su hijo
mayor, bueno en el cuadrilátero, bueno para dar golpes, para gritar,
ser grosero y arrogante. Los otros dos parecían invisibles a sus
ojos.
Ignora
que en cuanto sale, apaga la luz y cierra la puerta a sus espaldas,
su dulce niño se sienta en la cama, sale de esta, se cambia a toda
prisa de ropas y abre la ventana, tragando en seco ante la ventosa y
oscura noche, cohibido por un rayo que dibuja su estela en el cielo,
y después de dudar sale por la ventana.
Nada
más salir y caer del otro lado, como ha hecho cientos de veces en su
muy joven vida (a pesar de las advertencias de su madre y los regaños
feos de su padre), se estremece de inquietud. De temor, coño, que se
trata de un niño. La noche es ligeramente fresca, ventosa. Mira la
silueta de los árboles y arbustos meciéndose con su fuerza aquí y
allá. Las acacias, los mangos y guayabas. La luz de las bombillas y
la luna brindan una tonalidad plateada fantasmal. Y para Antonio, ese
patio que tanto conoce, que podría recorrerlo con los ojos cerrados,
eludiendo cada hueco, matorral o juguete tirado sin tropezar, ahora
le parece distinto. Más grande. Más siniestro. Nada extraño, está
solo y con una tarea en mente. Una que ya de por sí era inquietante:
entrar el el patio de la vieja maestra solterona y recuperar la
pelota que bateara en esa dirección. Una vez obtenida (y todas las
que pudiera encontrar), los chicos le mirarían de manera diferente.
Ya no sería el bebé culo cagado que andaba con ellos únicamente
por el tamaño y lo bien que jugaba. Sería otro de ellos. Ítalo se
arrepentiría de haberle tratado tan mal. Es esa idea, esa esperanza
es la que le hace sonreír levemente, mostrando que le falta un
diente inferior. Y se interna en la noche alejándose de su casa y de
su familia. De la luz que la pequeña vivienda extiende a su
alrededor.
Dentro
de esta, su madre, Elsa, algo seria, va de regreso a la cocina. Su
día no termina aún, debía fregar los corotos de la cena, meter
unas caraotas en agua para ablandarlas, vaciar el termo de café,
sacar la basura y...
-Deja
de mingonear tanto a ese niño. Vas a lograr que termine maricón de
bola. -le gruñe nuevamente, de pasada cuando cruza por la sala, su
marido, Cosme, sentadote indolente leyendo el periódico, con la
televisión encendida, una cerveza cerca y un cigarrillo en la mano.
Dándose la buena vida del hombre de la casa.
-Yo
no... -comienza alterada. Le molestaba que fuera tan duro con
Antonio, también con la pequeña Ana, mientras el mayor, Trino,
siempre se salía con la suya.- Es un buen niño. Le gusta ser bueno.
-le aclara. Este alza la mirada, despectiva, como si dijera “sólo
una mujer diría semejante tontería”. El bigote le tiembla cuando
habla.
-Lo
sé, es medio maricón ya.
-Que
no sea grosero como Trino... -calla cuando este cierra de golpe el
periódico, retándola a seguir. Generalmente lo dejaría así, ¿para
qué iniciar discusiones inútiles?, pero no le gusta que sea tan
desagradable para con sus hijos.- Mira la hora que es y no sabemos
dónde anda Trino. A mí no me pidió permiso para salir. No hoy, ni
ayer ni la semana pasada. Aunque sí sabemos qué hace, anda para
arriba y para abajo con ese horrible muchacho, Eloín Andrade. Un
malandrín que...
-Es
su amigo.
-Por
Dios, Cosme, ese chico tiene algo malo. Algo muy malo. Y no le hará
ningún bien a nuestro hijo seguirle, secundarle en sus...
-Está
con sus amigos, pasando un buen rato con gente de su edad, con
chicas. Es lo que un hombre joven tiene que hacer. No esperar a que
sus mamis vayan a arroparlos y a contarles cuentos sobre hadas y
princesas. -habla despacio, convencido.- Trino es un hombrecito ya.
Con Antonio tenemos aún mucho trabajo pendiente.
-Es
bueno en el béisbol. -jadea ella, resentida pero derrotada.
-Para
lo que va a servirle. -es despectivo cuando vuelve al diario.
-Puede
que sí. Que destaque. Que lo busquen para jugar con el Magallanes, o
en los Estados Unidos. Todos dicen que es bueno. -arguye vehemente,
pero sabe que es inútil. A Cosme no parecía interesarle en lo más
mínimo el posible maravilloso destino de su hijo menor.
Enfilando
sus pasos a la cocina, rumiando su disgusto y frustración, se dice
que un día lo vería y se arrepentiría. Que un día partiría con
su niño y su niña, a los mayamis, dejándole ahí, en su vida sin
metas, ideas cerradas y su falta de cariño paternal. O familiar,
porque a ella la trataba con desapego y desamor. A veces pensaba que
el hombre no quería a nadie bajo ese techo como no fuera a su hijo
mayor. Y, a cierto nivel, lo entiende: la ley de los primogénitos.
¿Hasta cuándo vivirían bajo esa maldición generacional, donde
sólo el mayor importaba?
Una
vez en la cocina toma aire; hay mucho qué hacer y está ella sola en
un mundo donde los maridos no hacen nada como no fuera sentarse a
quejarse del desorden, o a pedir una cerveza cuando más ocupadas
estaban las mujeres, e hijos que no eran alentados a las tareas
domésticas. Frente al fregadero se asoma a la ventana. De no haberse
detenido a cruzar esas pocas palabras hirientes con Cosme, habría
visto a Antonio cruzar por allí. Gritándole y obligándole a
regresar.
Por
suerte, nunca sabría lo cerca que estuvo.
......
En
su casucha apartada y algo penumbrosa, Aída Mendoza sigue “mirando”
en los caracoles. En un momento dado sus manos se quedan rígidas. No
estaba sola. No escuchó ningún auto acercándose, ni que alguien
llamara a la puerta o que esta se abriera. Menos pasos. Pero sabe que
ya no está sola. Alza la vista de la mesa, y sus ojos, tras los
gruesos cristales que los hacen ver como enormes planetas en un cielo
blanquecinos acuosos se enfocan más.
-La
puerta estaba abierta. -dice la mujer de pie en la cortina que divide
“los cuartos”. Y el contraste de esta con la otra es enorme. Allí
donde la mujer sentada a la mesa es bajita y gruesa, esta es alta.
Delgada de un tipo esbelto. Joven, de cara en forma de corazón y
cabellos muy negros, lacios pero gruesos, ojos rasgados, con un tinte
indígena. Piel cobriza suave. Viste una blusa ancha, una falda
larga. Y la semi penumbra la cubre.
-Eso
no te habría detenido, ¿no? -la otra se agita en su silla,
indicándole que se acerque y se siente.
-¿Vio
algo interesante?
-¿Me
preguntas a mí? -la anciana sonríe con sorna.- Imagino que tuviste
el mismo sueño que yo. Y que sabes lo que significa. -las palabras
paralizan un momento a la otra, cuando ya se sentaba, la indirecta
luz de la lámpara de keroseno iluminándola con una fantasmal
tonalidad amarillenta. Es hermosa.
-Ni
aún yo puedo verlo todo, señora. -responde y mira los caracoles,
frunciendo ligeramente el ceño.- Mucha gente en las carreteras...
Los que vienen y los que son de aquí. Muchos de aquí... -su voz
muere. Sus palabras alegran a la otra, era bueno saber que no se
perdía la facultad de “mirar”. Alegría que se congela cuando la
otra alza la vista.- Una invocación está en marcha. -se le oye
preocupada, como lo es su mirada sobre la anciana.
-No
tengo nada que ver con eso. -esta abre muchos los ojos, con
inocencia, pero sonriendo cruel.
-Lo
sé. Pero le ilusiona. Cree que se trata de su Maestro, ¿verdad?
¿Cuántas veces lo han intentado, señora? ¿Traerle de vuelta?
¿Liberarle? ¿Cuántas veces han fracasado?
-No
era tiempo. Me apresuré. Nos apresuramos. Pero ahora...
-La
invocación no tiene que ver con usted. -la interrumpe, educada pero
terminante.- Tras todo esto no se encuentra ninguno de nosotros, los
réprobos de Río Grande. Hay inocencia de por medio, y por lo tanto,
un engaño. Un alma pura está siendo tocada por la podredumbre, por
una entidad infecta y repugnante. Y a través de esa alma dará el
salto final, aunque ya está actuando.
-Podría
ser... -se oye agitada, todavía esperanzada.
-No
es lo que espera. -la ataja, luego sonríe.- No todavía. Pero nunca
el reino, su reino, ha estado tan cerca, querida amiga. -agrega como
para consolarla.
La
anciana oprime los labios, sus caracoles no podían aclararle nada
más. Y la otra no diría nada que no fuera requerido. Pero sin saber
qué preguntar...
-Entonces,
¿a quién se invocará?
-A
nadie. Esta... presencia viene por su cuenta. Tan sólo aprovecha el
momento, como le dije. El dolor de un alma pura. -responde y la otra
entrecierra los ojos, mirando de pasada los caracoles.
-Habrán
dos intentos. -susurra y le alegra notar un ligero brillo de disgusto
en las pupilas de la más joven, quien no esperaba que lo notara.-
Este... -la anciana abre desmesuradamente los ojos y ríe de manera
cascada.- El libro... eres la sombra que no podía enfocar. Tú,
cubriendo a alguien más.
-No
se entrometa, señora. -le advierte.
-¡Claro
que no! -alega y ríe; ¿oponerse, ella que quiere ver al Diablo
cabalgando sobre el mundo levantando todos los males, provocando
todos los dolores, angustias y sufrimientos?- ¿A eso viniste, a
advertirme?
-No...
-por un segundo vacila, algo que no es frecuente en ella, mientras
mira los caracoles.
-¿Qué
ocurre, Tilita?
-Hay
algo más acercándose. Fuera de las invocaciones. De todo lo que
sabemos y esperamos. Pero no puedo identificarlo. Ubicarlo. -alza una
delgada mano de dedos largos y hermosos, de uñas rojas, bajándola y
casi rozando los caracoles, sin tocarlos.- No puedo ver de qué se
trata exactamente aunque prácticamente ya está aquí... -la mira.-
No sé si proviene del reino de los vivos o el de los muertos. Pero
no es bueno para nosotras, señora. Es un peligro, un grave peligro
que nos acecha... Y que debemos abortar.
......
Acuciado
por las palabras de Ítalo, de furia, sacándole del grupo, y las
rabias del resto de los chicos al botar la única pelotita de goma
con la que contaban (habían perdido todas las demás, tantas que ya
no sabían de dónde sacar otra), la idea de llegar, entrar en ese
patio y recuperarla, convirtiéndose en un héroe para todos, había
inflamado su imaginación de niño. Soñaba con ganarse el perdón de
Ítalo, ese cuasi líder de quien dolían tanto las palabras
hirientes. Guardando las distancias, ya que él era más
independiente, se podía trazar un cierto paralelismo entre él y
Sebastián Mijares, respecto al jefe de sus respectivas hordas. Y él
pensaba reparar su fallo.
Eso
le hizo concebir aquella idea con alegre optimismo, pero ahora se
siente solo, moviéndose por las calles solitarias, mirando las
ventanas iluminadas de casas donde la gente ya había cenado, mirado
la telenovela de las nueve, casi todos sintonizando Las Amazonas,
disponiéndose a dormir en aquella Venezuela semi rural. La noche, a
pesar de las bombillas, le parece oscura. Los árboles como que se
agitaban demasiado. El viento es como muy sonoro en sus oídos. Lo
que en el día era tan cotidiano, tan conocido y vulgar, ahora ganaba
en filos y bordes inquietantes. No quiere admitir que tiene miedo,
que la idea de entrar al patio de la bruja le aterrorizaba ahora como
tan sólo le incomodara unas horas antes. Pero es que ante las
sombras y toda aquella soledad cualquiera se sentía pequeño.
Frágil. Vulnerable. No digamos ya un niño.
Llega
a la conocida calle, mira la valla alta, reforzada, tras la cual una
mujer solitaria y mayor, sin marido ni hijos, sin amigos que la
visitaran, se separaba del mundo. O se ocultaba. Mira la punta,
notando más allá la silueta de la casa a oscuras. Italo tenía
razón, allí no podía estar viviendo nadie por ahora. Sintiéndose
embargado de temor, aún así extiende los brazos y aferra las
pequeñas manos de las salientes y cavidades que encuentra en la
madera, del mismo modo que afinca sus pies. Sube impulsándose con
determinación, no queriendo pensar en otra cosa que no fuera llegar,
saltar, encontrar la pelota (las pelotas, muchas, eso sería mucho
mejor), y bajar. Correr hasta su casa y al otro día llevarla al
patio de la escuela, mostrándoselas a través de la tela metálica
que separaba la primaria de la secundaria de Río Grande. Cuánto se
sorprenderían, no sólo la había recuperado sino que había tenido
las “pelotas” (la idea le hace sonrojar un poco, y sonreír) de
entrar y recuperarla (recuperarlas).
Por
eso sonríe plenamente al llegar arriba, aunque una astilla se
clavara en su palma provocándole un momentáneo y atroz dolor.
Ahora, pegando la barriga de la cerca para sostenerse, se lleva la
mano a la boca y mordisquea intentando sacarla al fallar con unos
dedos de uñas muy cortas (su mamá insistía en eso, como en que se
llevara muy bien detrás de las orejas, el pabellón de estas y el
ombligo). Pero una vez allí, con la frente algo fruncida por el
dolor a pesar de la sonrisa por sus sueños de gloria, una que oculta
tras la mano que muerde, se congela.
El
patio a sus pies se ve inmenso, oscuro, casi enmontalado. Arbustos
que al estar en las sombras parece agitarse de manera extraña por la
brisa. Dios, que grande era, la distancia que cubría hasta el porche
era largo, como la franja que rodeaba la parte izquierda de la
propiedad y que debía dar al patio posterior, ese que en muchas casa
daba literalmente a la maleza fuera del pueblo. Se estremece
imaginándose aquello. Pero es la casa la que atrapa su vista... La
puerta de entrada cerrada, la ventana grande al lado derecho, así
como las dos que daban al frente y que surgen después del alero que
daba al segudo piso se veían inquietantes, fantasmales por la
soledad. Había algo extraño. No entiende qué... Forza la vista,
confuso. Si, mientras del porche, de las paredes y el patio puede
distinguir detalles, juegos de luces y sombras, ni en la puerta o las
ventanas los nota. Es como si fueran pantallas completamente pintadas
de negro.
Chilla
y se lastima nuevamente la mano cuando la sorpresa casi le hace caer
y se sostiene con fuerza, volviendo el rostro con el corazón
bombeándole feamente en su delgado pecho. Le pareció escuchar una
repentina risita a sus espaldas, casi debajo de él, en la acera. Una
risita infantil. Pero no había nadie. Un sabor extraño le sube del
estómago a la boca, la cual se le reseca. Y recorre la calle con la
mirada. Nada. No había nadie a la vista. Pero esa risa... No sabe
qué hacer, duda horriblemente, con los ojos levemente húmedos.
Quiere, por encima de todo, bajar y echar a correr todo lo que pueda
para regresar a su casa. A su cuarto, a ocultarse bajo sus sábanas.
A ponerme a salvo, piensa aunque tal idea le extraña. ¿A salvo de
qué? Pero, por otro lado... vuelve a mirar hacia el patio. Al patio
de la bruja. La pelota (las pelotas...).
Traga
con rabia, queriendo darse valor, cuestionándose tantas cosas que
una persona más vieja tal vez comprendería, y le avergonzaría,
pero que tal vez no les dieran el valor para continuar. Como un chico
en cuya mente jamás ha cabido la idea de que algo malo pueda
pasarle, Antonio se tiende sobre la vaya, la cruza, su pie hace
contacto con una perforación de la madera y comienza a bajar. Por
alguna razón, mientras mira hacia abajo buscando de donde asirse, le
parece más laboriosa esta tarea, y más peligrosa. Con razón los
gatos chillaban para que los bajaran de los árboles después de que
subían alegremente. Está bañado de sudor cuando por fin sus algo
temblorosas piernas hacen contacto con la grama alta. Parpadeando
mirándola, su padre le pondría el culo morado de correazos si
dejara que se pusiera así.
No
sabe si son ideas suyas, pero le parece que ahí el viento se siente
más, es más sonoro, se cuestiona medio alzando los brazos para
cubrirlos de unas zarzas especialmente espinosas. Cuesta ver algo.
Todo está oscuro y... Al fin algo de suerte. ¡Ese rayo de claridad
ayudaba!, sonríe, mirando sobre la oscura grama, su silueta, la leve
fosforescencia grisácea de lo que reconoce como una pelotica de
goma. Dirigiéndose hacia ella, adentrándose en el patio, cruzando
hacia el costado de la vivienda. Lo hace de una manera automática,
sin pensar, sin preguntarse...
¿Claridad?
Se
detiene en seco. Si, una de las ventanas del segundo piso, que daban
a ese costado, mostraba una ventana de cortinas corridas y salía la
luz incierta que brindaría una oscilante vela, por ejemplo. Alza la
mirada, erizado de pies a cabeza, sintiendo temblores en sus costados
y piernas. ¿Una luz? ¿Acaso no estaban todas esas ventana tan
oscuras como si una tela negra...? Pero era real, a la oscilante luz
de aquella iluminación podía, incluso, mirar detalles del techo de
la habitación. ¿Estaban realmente todas las ventanas a oscuras o
sólo las de la parte delantera? Pero si era una luz de vela... debió
ser encendida por quien quiera que fuera que estuviera allí. Ahora.
Ninguna vela tardaría días en consumirse. A menos que fuera un
velón, le indicaba una vocecita en su cabeza, bajita pero ansiosa.
Como fuera se inclina para tomar la pelota, cerrando el puño sobre
ella, escuchando en ese momento, con el viento, el eco de esa risa
infantil. Justo cuando la luminiscencia desaparece. Alza la vista y
la ventana está a oscuras.
-Ahhh...
-se le escapa de los labios, completamente aterrorizado y se echa
hacia adelante, pelota en mano, dispuesto a correr. Y, claro,
tropieza con algo firme, que le lastima el pie. Cae de panza... y la
pelota rueda, alejándose de su mano. Tragando en seco se medio
vuelve a ver. ¿Con qué tropezó? Tiembla, pero el alivio casi le
hace llorar. No, no era una mano saliendo de la tierra. La silueta de
un chorro se dibuja sólo en silueta a la menguada luz de la luna.
Debía usarse para regar el jardín. Cuando alguien se ocupaba de
ello. Eso era todo, se dice de rodillas, sonriendo ansioso, mostrando
aquel diente que le falta.
Es
cuando lo nota, a sus espaldas. Son movimientos. Algo de elevada
estatura sube por la valla del fondo, distinguiéndose un segundo en
la altura, quieto y agazapado sobre pies y manos, ¿mirándole?,
recortándose contra los árboles detrás. Estaba allí, lo ve con el
rabillo del ojo y sabe que es cierto. Y que salta. Que se arroja
desde allí, silente, y cae. Dentro del patio. Con él.
Se
vuelve, pero en el infinitesimal segundo que le llevó notar la
silueta, de la cual no duda ni por un segundo, hasta que se arroja y
se vuelve ya no ve nada. El patio es largo, oscuro, lleno de siluetas
que bailan. Respira agitada y ruidosamente, costandole llevar aire a
los pulmones. Lo sabe, lo sabe como sabe que su mamá se molestará
si sabe que escapó durante la noche. Lo sabe como sabe que en el
cielo Dios veía lo que hacía (¿y se habría molestado por eso?).
Como sabe que los monstruos son reales, y mucho, cuando se tenía su
edad. Igualmente sabe que no está solo. Que algo saltó
efectivamente desde el otro lado de la valla y ahora se oculta a su
mirada. Acechándole.
El
eco de un grito quiere escapar de sus labios, un grito de miedo, pero
tan sólo sale un jadeo. Con los ojos nublados de llanto, de miedo
mondo y lirondo, busca la pelota. ¡Todavía busca la pelota! Y hacia
ella se dirige. Tomándola nuevamente, alzando el rostro. Y un grito
real escapa ahora sí de su boca, un jadeo de llanto, al igual que
hace un puchero. Desde esa ventana, en la planta baja, también de
cortinas separadas, una silueta alta le observa, sin notar detalles
en la figura. Nada de cabellos, la curva del mentón o la nariz, de
los dedos cruzados sobre un pecho abundante. Es toda negrura, y
estaba allí, a menos de un metro, dentro de una casa que debería
estar sola. El miedo es tal que no puede procesarlo, tan sólo le
sabe horrible en la boca, como cuando cayera de la mata de mangos de
la escuela, aporreándose la boca y se mordiera la lengua, tragándose
la sangre para no ensuciarse y que su papá no supiera.
Y
mientras tiembla petrificado, ojos muy abiertos, queriendo penetrar
en los detalles de la silueta de la ventana, de refilón nota una
figura alzándose a un lado de la casa, al final, junto al borde del
porche que daba al patio trasero. Y el viento traía esa risilla de
nuevo, ahora más clara. La risa de una niña.
-Quiero
jugar... -oye en la noche.
A
una niña que ríe, pero que no le engaña. Es la suya una voz como
la de su padre; una terriblemente cruel.
......
Todo
lo hecho puede deshacerse. Lo recuerda y se agita bajo el embrujo de
las palabras, presintiendo un desolador peligro, algo que le amenaza,
que quiere provocarle el llanto, dolor, algo que disfrutará viéndole
sufrir. No sabe por qué, o cómo, pero lo siente, lo experimenta.
Duerme,
sabe que duerme y no le importa. El hombre joven, veintiuno,
veintidós, máximo, se ve a sí mismo sobre su cama, sin zapatos
pero con las medias de paño puestas, el jeans azul desteñido muy
ajustado, como le gusta, para resaltar sus piernas, trasero (le
enorgullece) y pelvis. Una donde destaca su miembro en reposo. Como
debe ser, que destaque, no tanto el reposo. Por eso los usaba así,
los pantalones, quería que todos lo notaran. Gritarlo. Aquí estamos
mi pene y yo, ¿quién se alinea? Se creía un regalo de la vida para
la vista, un obsequio del buen Dios para las mujeres. La camiseta que
lleva también es intencionada. Algo corta y ajustada. El cabello
castaño claro, extraño para el trópico pero explicable por sus
ascendientes, le prestaba tanto atractivo como el color de sus ojos,
un castaño verdoso, también herencia de la gente que vino de la
vieja bota en Europa, escapando de una guerra muchos años antes. Su
tono de piel es blanco canela, por el sol, sus labios rojizos,
siempre prestos para una sonrisa feliz a veces, cruel la mayoría del
tiempo, le prestaba todo lo que necesitaba para gustar al sexo
bello... Aunque él se consideraba más bello que muchas.
Habiéndose
devorado varios sánguches, le entró un extraño sopor. Jamás
sentía ganas de una siesta en el día. No por edad, vitalidad y
temperamento. Y tenía planes para esa noche, como a las once (la
mujer del imbécil ese... oh, si, ella le brindaría las atenciones
que andaba buscando). Pero el sopor fue más fuerte y se recostó en
su ancha cama, en el amplio dormitorio que contenía todas las cosas
que le gustaban, incluidos unos posters de chicas en bikinis que su
madre deploraba. Sus primeras nenas. Las primeras que bañó con su
carga en momentos de alegre inventiva. Duerme y sueña que duerme,
como le pasa a tanta gente. Sueña que aguarda en su cama en esa
noche cálida. Y la ve, asomándose a su ventana. Desde la cama alza
la nuca y la mira, maravillándose de su belleza. Sintiéndose un
tanto... si, celoso de eso. ¡Ella sí que era bella!
Es
una mujer de larga y lisa cabellera amarillenta que cae en cascadas
sobre su espalda y hombros, de ojos verdes y grandes, de rostro
ovalado, de labios gorditos y rojizos (y por un segundo frunce el
ceño, en el sueño y en su cama, le parecía conocida; muy
conocida), que penetra en su cuarto casi como si flotara. Era un
sueño, claro, tenía que serlo. Debía ser una fantasía de su mente
esa mujer joven, tal vez de su edad, esbelta, de senos grandes y
redondos, de pezones erguidos visibles a través de las breves tiras
de telas doradas que cruzan de arriba abajo esos globos. Parecía
llevar la parte superior de un muy pequeño bikini blanco dorado, el
cual consta de una parte inferior tan chica como esa. Puede ver sus
caderas, sus huesos pélvicos, las tiritas doradas del traje de baño,
pero este, en sí, va cubierto por dos largas lonjas de una tela
suave que se agita con el suave viento. Y cuando se aparta, dejando
ver las caras internas de los muslos y el bikini, el joven siente una
contracción en su propia pelvis, dentro del pantalón, el cual iba
llenándose con una poderosa erección.
¿Me
deseas? -le oye preguntar con una voz de viento, ronca y suave, como
el susurro de un deseo.
Y
le preguntaba sin separar lo labios.
CONTINÚA ... 7
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