No
hay para dónde agarrar...
......
-Mucho...
-grazna respondiéndole, voz rota y casi implorante, como dándole a
entender que si, que mucho.
Sonriendo
la joven y bella mujer se le acerca con un caminar ondulante, etéreo
y fascinante. Su sonrisa, la mirada de admiración que le lanza (como
si le encontrara increíblemente guapo), el cómo se aparta mechones
de dorado cabello de los ojos cuando el viento se lo agita, le hacía
verse como la imagen de la sensualidad y el deseo, el sueño húmedo
de un adolescente o un hombre muy joven. Y se sube a la cama, sin
reparos, trepando sobre él, cayendo a hojarascas contra su pelvis,
hundiéndole contra el colchón.
El
joven catire enrojece todo, sonríe con la boca abierta y contiene un
jadeo. La aparición tiene un peso de vida, un calor intenso, el roce
de sus carnes desnudas le eriza. Y ella comienza un leve sube y baja
de su cuerpo, lento pero conciso, simulando el acto sexual, agitando
esos senos redondos que se notan duros, turgentes, ¿y deseosos de
ser tocados?, ¿de manos apretándolos y acariciándolos hasta
hacerla gemir? Esas ideas inflaman aún más la mente del chico sobre
la cama. El que ella eche la cabeza hacia atrás, así como las
manos, el cabello cayéndole en cascada, soltando algo y el breve
sostén caiga, le obliga a gemir, a tensarse sobre el colchón,
alzando un poco las caderas y conectando más con ella. Esos senos
son efectivamente hermosos, redondos, blancos nacarados, sus aureolas
son anchas, sus pezones se proyectan de manera saludable, y piensa en
dos apetitosas fresas. Son pezones como necesitados o merecedores de
labios que los cubran y...
Tócame...
-ella pide u ordena, mirándole con una sonrisa inocente, sensual y
predadora. Sin abrir la boca.
Y
el hombre joven alza las manos casi reverente, tocándolos,
sintiéndolos cálidos, duros, notando que ella se agita bajo su
roce. Aplasta las palmas contra ellos, contra esos pezones y siente
calambres en el pene, que hace rato lo tiene duro y ella debía
notarlo. Sonriendo con morbo, es su sueños, su fantasía, cierra los
dedos índices y pulgares alrededor de los pezones, halándolos y frotándolos. Cómo es su sueño sabe que lo hace bien, tanto que
ella se agita y arquea el cuerpo hacia atrás, presa de la pasión
que él despierta en su cuerpo, proyectando los senos contra sus
manos, mientras deja escapar un chillidito que le golpea en la tranca
bajo su pantalón. La soba, la pellizca, la oye gemir a pesar de sus
labios rosa cerrados, la ve enrojecer bajando la mirada hacia él,
llevando nuevamente las manos atrás y esa especie de medio
cortinilla que cuelga delante de su cuerpo cae a un lado, llevada
como si no fuera nada por una fina brisa, ondeando de manera intensa.
Sonríe
al verla casi desnuda, tan bella, su amarillenta cabellera agitándose
por la brisa que entra por la ventana. Y es cuando lo nota...
Parpadea.
Dentro de la pequeña prenda que cubre su pelvis, bajo esta, se
alzaba algo, la cual formaba una carpa contra la tela blanco dorada.
Una figura... decididamente fálica. Le parece escuchar la risa de
¿las mujer?, de burla, en tonos suave, eróticamente traviesa
mientras baja sus manos delgadas y finas a los costados de la prenda
inferior, halándola, esta saliendo despedida. Impactándole de
muerte.
Si,
la chica no es una chica, es un hombre, o un medio hombre, una de
esas extrañas criaturas de las que ha leído con burla y duda, de
los que sabe que existen pero no termina de creérselo. Hombres
mujeres, con tetas y vergas, que engañaban a cualquiera. Algo que
nunca creyó del todo, pero allí estaba, mirándole contenida, con
una coquetería que ahora adivina maliciosa, burlona, casi cruel, con
sus tetas hermosas y grandes... con el tolete nada chico a decir
verdad, todo enrojecido y alzando como una lanza, emergiendo entre un
coquetamente recortado pelo púbico dorado y unas bolas peladas,
rojizas.
Una
mujer con bolas. ¡Una tía con verga! La idea es sorprende,
impactante para aquel joven garañón, terror de las chicas que
conoce desde los trece años. Ella le mira, sonriendo.
La
reacción es automática aunque le pareciera a él mismo que ha
tardado toda una vida en producirse. Alza la espalda de la cama, como
impulsado por un resorte, atrapándole con una mano la cadera
derecha, con la otra la nuca, atrayéndole y cubriéndole la boca con
la suya, metiéndole la lengua entre los finos y carnosos labios
suaves y rojizos, encontrando la suya, uniéndose a ella, ambas
dándole lametones y chupadas. Y siente su propio tolete
imposiblemente duro, todo su cuerpo ardiendo de calenturas, su
camiseta corta elevándose un poco, sintiendo contra su bajo abdomen
el contacto con aquel otro tolete masculino (o algo así),
presionando contra su piel. Quemándole. Erizándole y excitándole a
niveles de...
Tócame,
bésame... Chúpame...
-¡No!
-ruge y despierta en su cama, rojo de cara, el corazón latiéndole
con furia en el pecho. Ojos muy abiertos. ¿Pero qué mierda de sueño
había sido ese?, se cuestiona casi con náuseas, rabia y temor.
Miedo porque está caliente, lo sabe, el tolete le abulta bajo el muy
ajustado jeans. Había querido tocar a esa cosa, besarla y...- No,
no. ¡No! -ruge a la nada, estremeciéndose con asco. Siente el
vómito subir a su garganta, por lo que toma aire e intenta
serenarse. El sabor en su boca es horrible.
¿Qué
mierda de sueño fue ese?, se repite. Él nunca podría sentirse
excitado por un fenómeno tal. Tiembla de rabia y repulsa, algo que
distorsiona un poco su rostro indudablemente atractivo. Y mirándose
al espejo de su cuarto (lo tiene allí para verse mientras se
masturba, desnudo, piernas abiertas, satisfecho de su cuerpo y su
miembro), se estremece realmente enfermo. Porque su propia cara le
recuerda al monstruo ese.
Salta
de la cama cuando los recuerdos quieren regresar, mezclando el asco y
la angustia con cierto oscuro morbo. Con movimientos bruscos toma su
billetera y unas llaves, entra en una camisa corta, también
ajustada, y se dispone a salir después de calzarse unos botines
blancos deportivos. Buscará a una de sus zorras y...
No,
le urge algo más que una amiguita tonta, necesita una mujer zorrona.
Irá con la puta esa que espera que el marido salga para abrirle la
puerta y dejarle entrar. En la cama, el lecho y entre sus piernas.
Con ella se desahogará y dejará de pensar en tantas mariqueras, se
dice, sin mirarse en el espejo, Mario Mastrangioli.
Ignoraba,
porque aunque era un joven problemático no pertenecía a los
círculos místicos del pueblo, el alcance de la invocación que
estaba realizándose. La identidad de aquello que luchaba por cruzar.
Y lo mucho que se mezclarían sus destinos.
......
Completamente
erizado y los ojos desorbitados (realmente teme que se le salgan y
caigan en la grama), Antonio Linares sigue mirando la oscura silueta
en aquella ventana mientras el eco de aquella risa todavía flota en
el aire, al tiempo que esa otra silueta, delgada y alta que se había
alzado al final de la casa, parece agacharse otra vez. Aterrorizado,
gimiendo bajito sin saberlo, se vuelve. Aunque sólo encuentra la
fachada de la vivienda, los contornos del descuidado jardín y nada
más. ¡Pero él la vio! ¡Estaba allí!, mirándole, acechándole.
Y, erizándose aún más, se vuelve hacia la ventana. Allí no hay
nada. Lo que fuera que estaba ya salió. Le dio tiempo, piensa. Y la
idea es tan clara que duda si le ocurre realmente a él o alguien se
lo dice.
Con
los ojos bañado en llanto de miedo, soltando la pelota que aferraba
con fuerza, echa a correr hacia la cerca. O lo intenta, porque su pie
vuelve a fallarle y cae. De panza sobre la alta grama, con un pujido
al perder el aire. Halando del pie, pero no logrando zafarse. Y ya
intuye lo que encontrará. Lo sabe. Pero mira y grita con la fuerza
de un niño completamente aterrorizado. Una persona, o eso cree que
es, le retiene. Ve la mano delgada y larga que le tiene atrapado por
el zapato, una mano que parece flotar en la nada, comprendiendo que
debía ser alguien que vestía de oscuro y que las ropas le hacían
desaparecer en la noche. Pero flotando un poco más atrás se alzaban
los contornos de un rostro flaco, estrecho, largo, flanqueado por una
cabellera rala, suave, blanca o grisácea, larga Alguien le había
atrapado. O algo.
La
idea le hace gritar, grita y grita, tirando de su pie, cuando aquella
mano cierra los dedos sobre su zapato, hundiendo el material
sintético de la blanca envoltura. Se cierra y siente una presión
horrible. Una vez Trino, su hermano mayor, le había gritado por
tomar una pelota de béisbol de su propiedad, cerrando la manota
sobre la suya, contra la pelota, y apretando y apretando, no parando
ni cuando gritaba y lloraba de dolor (así era ese bicho, siempre se
decía cuando lo recordaba), y esto era parecido, sentía la presión
sobre sus huesos, los cuales parecían llegar a cierto nivel de
tolerancia, pero esa presión continuaba y se incrementaba. Esto era
mil veces peor que lo vivido aquella vez.
Grita
de dolor y miedo, pero también de rabia, fuerza prestada por la
misma desesperación al ver que esa persona, o eso, se le acercaba.
Grita y grita, ahora pidiendo ayuda unas veces, rogando que le
soltara otras, cuando el agarre se incrementa. Tiene los dientes y
ojos muy apretados, el dolor era insoportable, pensaba que no podía
haber nada peor...
Oye
un crujido feo y las llamaradas de dolor parten de su pie a todo su
cuerpo, aflojándole la vejiga, meándose encima. Y el tronido de sus
huesos siendo aplastados continúa y continúa, mientras esa silueta
difícil de adivinar seguía acercándose. Sonriendo. Torciendo la
muñeca, forzándole el pie contra el propio talón. Presionando y
presionando. El violento crack que escucha, acompañado de un ligero
alivio de fuego antes de ser reemplazado por más dolor, le dice que
algo se rompió finalmente, que algo se fracturó en su pie.
Con
los ojos cerrados, el rostro en dirección a la cerca, grita con
tanta fuerza y angustia que casi parecen chillidos ultrasónicos.
Suda, apesta a orina y todo le duele cuando cae en cuenta que ya nada
le aferra por el pie. Se vuelve con rapidez sobre la grama,
mordiéndose los labios para no gritar, el movimiento le hace llamear
el pie que cae en un ángulo muerto. Jadeando, tomando aire entre
bocanadas, barre todo con la vista. Nada. Y mira, no quiere pero lo
hace. Hacia la casona siniestra. A oscuras. Hacia una de las ventanas
superiores. Dos siluetas ahora le contemplan, sin rasgos. Sólo dos
formas. Una es alta, mucho, delgada, de largos brazos terminados en
dedos aún más largos (y fuertes, horriblemente fuertes, lo sabe),
la otra es menuda y bajita, llegándole casi a las rodillas. La
figura de una niña que sostiene algo en los brazos contra su pecho.
¿Un juguete? ¿Una muñeca?
No
lo sabe, pero la visión de la pareja le llena de un horror sin
límites. Nota cuando la chica se vuelve hacia la otra figura, como
indicándole algo, y esta asiente y se aleja. Desapareciendo al
tiempo que la silueta menor se vuelve, a mirarle, y esa risilla flota
nuevamente en el aire.
¡Venía
por él! Eso lo sabe con mortal certeza aquel niño que intenta
ponerse de pie y echar a correr, pero el dolor en los huesos, que
chocan pedazo a pedazo, le hace gritar y medio caer, obligándole a
sostenerse de la pared, con ojos abiertamente llorosos, mientras
siente que una nube le envuelve y que todo pierde consistencia. ¿Se
iba a desmayar? No lo sabe, nunca le ha ocurrido, pero una cosa le
impide aferrarse a ese alivio, ese dejar de sentir tanto dolor por un
rato: Esa cosa le alcanzaría.
Mamá,
mamá, mamá, por favor, ayúdame. No sabe si lo grita, lo suplica en
voz baja, como quien llama a Dios, o tan sólo lo piensa.
Pero
si sabe que lanza un grito cuando el pie parece estallarle otra vez
en llamas cuando da dos pasos; un alarido tan fuerte que le lastima
la garganta. Apoya el miembro lastimado en la grama en cuanto decide
que tiene que escapar a la carrera, o arrastrándose (la idea era
clara, salir de aquella propiedad, cruzando la verja estaría a
salvo), pero el dolor era atroz. Momento cuando la tierra se hunde
bajo su peso atrapándole justamente el pie herido. Y eso que apenas
lo apoyó. El asunto es que cae nuevamente, y tener el pie fracturado
cubierto, presionándole en una nueva posición, los trozos de hueso
chirriando uno contra el otro, le hace gritar y golpear la tierra con
los puños a pesar del monte. De haber tenido más orina en la vejiga
la habría soltado. Tiene que sacar el pie y...
-No,
no. ¡Noooo...! -grita alzando el rostro surcado de lágrimas cuando
siente que dentro del hoyo algo le atrapa nuevamente el pie, halando
de él hacia abajo, enterrándole la pierna, la tierra cediendo como
si fuera pantano. Su otra pierna cae también. Algo le halaba de los
dos pies. Especialmente del herido. Y el dolor era sencillamente
insoportable. Pero lo peor era la idea, saberse atrapado. Siendo
arrastrado. Porque lo era. Sus piernas van quedando enterradas en ese
suelo que parecía extrañamente blando. Y continuaban arrastrándole.
Manotea mientras grita y araña el suelo frente a él, intentando
frenar ese arrastre, oponerse a esa fuerza que estaba por
desprenderle el pie y que parecía desear sepultarle. Grita y grita,
llorando, llamando a su mamá, cuando no pidiendo, ayuda cuando sus
caderas ya van quedando cubiertas. Y todo cesa.
Jadea
de manera escandalosa, bañado en sudor y lágrimas, orina y miedo,
casi sepultado. ¡Le había soltado!, la idea le eriza de un alivio
que él mismo sabe es falso. Debía salir de allí, escapar a toda
carrera.
Una
risilla, de niña, le llega claramente. Alza el rostro hacia la
casona y en la ventana del piso inferior, donde poco antes estuviera
la silueta gruesa de una mujer con gran busto (¿la maestra
jubilada?), la ocupaba ahora el de la niña, cargando su juguete. Y
el miedo más grande de toda la noche hace presa de él, intenta
reptar para salir de la tierra, ponerse de pie y alejarse todo lo
posible de esa presencia.
-Oye...
-la voz de la niña, totalmente angelical, le distrae por un
segundo.- Gracias por tu ayuda.
La
escucha, confuso, casi tentado a preguntarle de qué habla cuando a
un lado de su cintura medio sepultada en tierra emerge esa mano
delgada, larga, de uñas melladas, al final de un brazo enfundado en
una prenda manga larga negra, manchada de tierra. La ve y grita, ve
los dedos curvarse como garras y grita más. Cuando esta se le viene
encima intenta estirarse y salir de la prisión de tierra, lanzando
un alarido nuevamente infrahumano. Esa mano cae sobre su cabeza y los
dedos se cierran con una fuerza horrible alrededor de ella,
clavándose en su piel, en su cráneo, hundiendo piel y presionando
sobre el hueso. Apretando y apretando. Grita y grita, aferrando esa
mano con las dos suyas, intentando escapar sin conseguirlo. Lucha
cuando el dolor se vuelve caliente, insoportable en su cabeza, pero
grita de verdad aterrorizado cuando siente que esa mano le empuja, le
estaba sepultando nuevamente, su panza desapareciendo bajo la tierra,
su torso a punto. ¡Iba a enterrarle vivo! La idea era horrorosa,
tanto que por un segundo olvida el sordo dolor en su cabeza, pero
esos dedos aprietan más y más.
Grita
y llora desamparado, ciego a esas alturas, sangrando por nariz y
oídos cuando la tierra le presiona contra la barbilla. Grita y
grita, sin llamar a nadie, no puede pensar, pareciéndole que escucha
tronidos terribles en su propia cabeza. Hasta que ya no puede gritar
más, la tierra entrando en su boca, ahogándole y haciéndole toser
se lo impide.
Sus
manos aún luchan sobresaliendo de aquella tierra extrañamente
removida. Sus ahogados gemidos ya silenciándose. Esas manitas
aletean casi sin fuerza ya cuando los dedos van desapareciendo bajo
la tierra.
Un
segundo después no queda nada como no sea la casa solitaria, oscura,
una pelota de béisbol un poco más allá y una risita infantil. Una
que era de dicha.
La
invocación había tenido lugar exitosamente.
......
Recostada
en su ancha cama matrimonial, Elsa Torcatt de Lezama lee algunos
pasajes en su Biblia. Una copia gruesa, de tapa dura, misma que un
día comprara con la vanidosa idea de transformarla en la Biblia
familiar, donde anotaría los nombres de todos, de hijos, yernos y
nueras, de nietos y demás. No para leerla en verdad. Fin olvidado
mucho tiempo atrás, como el libro mismo en un cajón, casi con
resentimiento. Ahora había vuelto a ver la luz y ser leído
realmente, encontrando ella, en sus páginas, especialmente en el
Nuevo Testamento, algo de paz para muchas angustias. Es una mujer que
va entrando, muy bien, en los cuarenta; menuda, de una personalidad
franca, abierta, honesta y valiente que la hacían atractiva. Su
sentido del humor la destacaba sobre muchos otros. Pero si, era
bonita. De cabellos castaños oscuros y ojos almendrados. Recordaba,
aunque ya no lo contaba, que en la escuela causaba sensación. Pero
eso, como los motivos que le llevaran a comprar la bonita y costosa
edición santa, le parecían hechos ocurridos hace demasiado tiempo
como para ser relevantes a su verdadera vida.
Mira
la hora en el reloj despertador que nunca programaba en la mesita de
noche de su lado de la cama. No lo necesitaba para despertar. Eran
casi las once de la noche, ¿qué estaría haciendo Elías? Le había
escuchado intercambiar palabras con Andrés, el hijo menor de la
pareja, pero como eso pasaba casi cada noche desde que este cumpliera
los once años y dejara la primaria por la secundaria, no le prestó
realmente atención. Suspira cerrando el Libro Sagrado y quitándose
los anteojos de montura para leer de noche. O a cualquier hora, la
verdad fuera dicha. Qué broma le había echado el optometrista con
ellos, fue a verle porque sentía la vista cansada, este se los
recetó, los usó y ahora no podía leer nada sin ellos. Parecía
haber quedado ciega de un momento a otro. Aún así le bastaba para
recorrer la amplia habitación, cómoda, hogareña, y sentirse
satisfecha. Su espacio. De ella y su marido. Usa una franela larga y
holgada, una pantaleta igualmente larga, poco sexy para la cama pero
cómoda para dormir.
La
puerta se abre.
-Ese
muchacho del carrizo, ¿puedes creer que intentó escaparse otra vez
por la ventana para reunirse con sus amigos? -informa el hombre
entrando, ella sonriéndole con afecto.- Es la tercera vez que le
pillo, ¿es que no se fija, no aprende? Dios, temo que tengamos un
hijo medio lerdo.
-Está
completamente en poder de ese chico Andrade. -agrega ella.- ¿Trajiste
de cenar? ¿Acaso fallo en alimentarte, querido mío? -le ve la
bandeja en las manos.
Elías
es un cuarentón sólido, fornido, bien conservado. Guapo a decir
verdad, de sonrisa fácil y franca, de mirada anhelante, una que
ahora le dirigía a ella mientras se acerca a la cama con la bandeja.
-Tan
sólo unos sanguchitos y dos vasos de leche para terminar el día.
Son de Diablito, como te gustan.
-Gracias.
-le sonríe ella, con afecto sincero. En realidad no siente apetito
pero lo toma, muerde y hasta saborea ruidosamente. Para contentarle.
Se esmeraba tanto por complacerla, por ser un buen marido. Se afanaba
tanto porque ella fuera feliz a su lado, que veces resultaba
enternecedor y otras era molesto. Unas veces ella quería decirle que
todo estaba bien, que ellos estaban bien, que se amaban a pesar de
todo. Otras, muy pocas, quería gritarle que dejara de esforzarse
tanto, que si, que le había fallado una vez, pero que debían
continuar sin sentirse en deuda. Que ya toda deuda, a decir verdad,
había quedado saldada entre ellos. Así él no lo comprendiera.
Él
le falló, era cierto, pero no había sido su culpa, aunque ella así
se lo hubiera gritado. ¿Por qué lo pensó?, nunca lo supo. Tal vez
sólo necesitaba responsabilizar a alguien de su tragedia. Pero
también ella le falló, y por ello, por su pecado, nunca pidió
perdón. La idea hace que le cueste tragar el sánguche y su mirada
caiga sobre la Biblia. Sin arrepentimiento, sin confesión y
expiación no había perdón. La idea le eriza.
-Cuánta
paz hay en esta casa, ¿no? -comenta él, sentado a su lado, como
para romper ese silencio. Ella le mira, tomando el vaso de leche.
Porque eso le haría feliz a él.
-Este
pueblo es demasiado silencioso. Parece una tumba.
-Oye,
¿no podrías usar otra figura poética para hablar de mi pueblo
natal? Está bien que hayas nacido en el lupanar de Aramina, pero...
-bromea suave, comiendo y bebiendo.
-Lo
siento, Río Grande es genial, Río Grande es una maravilla... -dice
fingiendo una voz monótona de control mental, y ríen un poco, es
fácil.- Pero, en serio, todo esto se ve como muy quieto. Entiendo
por qué un chico como Andrés se impacienta. Esto está bien para ti
y para mí, junto a la artritis y los pañales para adultos, pero
él...
-No
estoy viejo, habla sólo por ti. -y la mujer se siente bien,
sonriendo leve.- Y no me... molesta que Andrés quiera su espacio y
sus amigos, es algo normal con los chicos... pero...
-No
te gusta ese muchacho, Eloín Andrade. A mí tampoco. Hay algo malo
en él. -agrega ella, callando en el último momento un “como lo
hay en este lugar”. Iba a decirlo como juego, pero aún a ella
misma le sonaba algo demasiado pensado.
-Por
cierto, y estaba por preguntarte, ¿qué pasa entre Laura y
Pantaleón? -pregunta él, mordisqueando su sánguche.- Tengo rato
sin verle a él. -la mujer suspira.
-Anda
de viaje, al menos eso me dijo Laura. Algo llorosa. Creo que
discutieron otra vez. -se refiere a los vecinos y amigos de la casa.
-Hijos.
-gruñe.
-Hijos.
-confirma ella, pensando en Andrés, en su cuarto, a unos cuantos
pasos de ella, exasperado porque no le dejan extender sus alas y
volar cerca de las flamas. En su hija, ausente, en Caracas, tan lejos
de ella como si estuviera en Australia o la Luna. La que quedara más
lejos. Y piensa en su otro hijo... Y hasta allí llega. No quiere
explorar más.- ¿Nunca has pensado...? -vacila, sonriendo
sintiéndose tonta.- ¿...En que debimos tener más hijos?
-¿Hasta
dar con uno que nos gustara? -bromea y ella se siente mejor, él
siempre lo lograba. Y la mirada que le dedica en esos momentos le
indica que la entiende- Te dije que no soy viejo, si quieres,
probamos... -y se va sobre ella, queriendo besarla.
Ella
ríe y le esquiva.
-¡Cuidado
con las migas o las hormigas no sacaran en peso de la cama esta
noche! Mira que los bachacos ya tienen la casa de medio lado y nada
que acabas con los nidos.
......
En
su cuarto, en medio de una suave penumbra, la lámpara de un móvil
proyectando una luz amarillenta opaca, la necesaria para una niña
que a veces no gustaba de la oscuridad, esta se encuentra sentada en
su cama, su carita en forma de corazón toda compungida, sus ojos
llenos de tristeza, de llanto, pero también de algo más. De un
sentimiento intenso, viejo y nada acorde para una niña. Algo que la
devora: Culpa. Una culpa que la enferma, física y mentalmente,
mientras se odia a sí misma, de una manera intensa. Ella, una
criatura de ocho años de edad, de larga cabellera negra, sostenido
contra su cráneo por un cintillo blanco y azul claro, que le brinda
un aire de belleza e inocencia. En esos momentos se abraza las
rodillas y apoya el mentón en ellas. Escucha el llanto quedo,
imparable, inconsolable que llega a través de las paredes, del
cuarto de su madre. Escucha a su papá susurrar algo, oye la réplica
ronca, baja y llena de animosidad de la mujer, pero no lo comprende.
Aunque tampoco lo necesita. Sabe que la mujer sufre y en su dolor
castiga a su padre.
Por
su culpa... Eso piensa la niña. ¿Había matado ella a su hermano?
La enormidad de la pregunta, todo el horror que conlleva, la
paraliza. Es incapaz siquiera de tolerar tal idea. Al principio le
fue casi imposible siquiera llegar a considerarlo, pero lo que le
había ocurrido a su hermano bien podría achacársele a ella. A este
le había ocurrido algo terrible porque ocupó su lugar en un momento
dado. Una convicción tan intolerable que oculta la carita y llora
quedamente, dividida salvajemente a esas alturas. Sintiéndose
horrible, malvada. Experimentando dolor, desesperación, ganas de
gritar y llorar hasta quedar sin voz, por lo que le ocurriera a
este... Pero debajo de todo flotaba lo que le atormentaba aún más,
un sentimiento al que no quería dar cabida en su mente, contra el
cual luchaba, porque ella era buena, en serio, Diosito sabía que lo
era, pero...
Alivio.
Menos
mal que no le ocurrió “eso” a ella. Y saberlo, reconocerlo, era
mil veces peor. Está en pleno éxtasis de dolor y autocensura, eso
hace que no perciba el sonido por un momento. Pero este se repite, un
toque al cristal, seco, firme, fugaz. Alza la carita bañada de
lágrimas y ve hacia la ventana cerrada. ¿Llamaban?, pero ¿cómo si
estaba en un segundo piso? El toque se repite. Alguien arrojaba algo
contra el vidrio. Alguien, desde la calle, deseaba llamar su
atención. Los labios le tiemblan, todo su cuerpecito también,
erizado de pies a cabeza. Firmemente convencida de que la persona que
quiere su atención, sin alertar a los demás, es su hermano...
Que
venía a ajustar las cuentas.
CONTINÚA ... 8
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