domingo, 21 de julio de 2019

RIO GRANDE... 7

RIO GRANDE                         ... 6
   No hay para dónde agarrar...
......
   -Mucho... -grazna respondiéndole, voz rota y casi implorante, como dándole a entender que si, que mucho.
   Sonriendo la joven y bella mujer se le acerca con un caminar ondulante, etéreo y fascinante. Su sonrisa, la mirada de admiración que le lanza (como si le encontrara increíblemente guapo), el cómo se aparta mechones de dorado cabello de los ojos cuando el viento se lo agita, le hacía verse como la imagen de la sensualidad y el deseo, el sueño húmedo de un adolescente o un hombre muy joven. Y se sube a la cama, sin reparos, trepando sobre él, cayendo a hojarascas contra su pelvis, hundiéndole contra el colchón.
   El joven catire enrojece todo, sonríe con la boca abierta y contiene un jadeo. La aparición tiene un peso de vida, un calor intenso, el roce de sus carnes desnudas le eriza. Y ella comienza un leve sube y baja de su cuerpo, lento pero conciso, simulando el acto sexual, agitando esos senos redondos que se notan duros, turgentes, ¿y deseosos de ser tocados?, ¿de manos apretándolos y acariciándolos hasta hacerla gemir? Esas ideas inflaman aún más la mente del chico sobre la cama. El que ella eche la cabeza hacia atrás, así como las manos, el cabello cayéndole en cascada, soltando algo y el breve sostén caiga, le obliga a gemir, a tensarse sobre el colchón, alzando un poco las caderas y conectando más con ella. Esos senos son efectivamente hermosos, redondos, blancos nacarados, sus aureolas son anchas, sus pezones se proyectan de manera saludable, y piensa en dos apetitosas fresas. Son pezones como necesitados o merecedores de labios que los cubran y...
   Tócame... -ella pide u ordena, mirándole con una sonrisa inocente, sensual y predadora. Sin abrir la boca.
   Y el hombre joven alza las manos casi reverente, tocándolos, sintiéndolos cálidos, duros, notando que ella se agita bajo su roce. Aplasta las palmas contra ellos, contra esos pezones y siente calambres en el pene, que hace rato lo tiene duro y ella debía notarlo. Sonriendo con morbo, es su sueños, su fantasía, cierra los dedos índices y pulgares alrededor de los pezones, halándolos y frotándolos. Cómo es su sueño sabe que lo hace bien, tanto que ella se agita y arquea el cuerpo hacia atrás, presa de la pasión que él despierta en su cuerpo, proyectando los senos contra sus manos, mientras deja escapar un chillidito que le golpea en la tranca bajo su pantalón. La soba, la pellizca, la oye gemir a pesar de sus labios rosa cerrados, la ve enrojecer bajando la mirada hacia él, llevando nuevamente las manos atrás y esa especie de medio cortinilla que cuelga delante de su cuerpo cae a un lado, llevada como si no fuera nada por una fina brisa, ondeando de manera intensa.
   Sonríe al verla casi desnuda, tan bella, su amarillenta cabellera agitándose por la brisa que entra por la ventana. Y es cuando lo nota...
   Parpadea. Dentro de la pequeña prenda que cubre su pelvis, bajo esta, se alzaba algo, la cual formaba una carpa contra la tela blanco dorada. Una figura... decididamente fálica. Le parece escuchar la risa de ¿las mujer?, de burla, en tonos suave, eróticamente traviesa mientras baja sus manos delgadas y finas a los costados de la prenda inferior, halándola, esta saliendo despedida. Impactándole de muerte.
   Si, la chica no es una chica, es un hombre, o un medio hombre, una de esas extrañas criaturas de las que ha leído con burla y duda, de los que sabe que existen pero no termina de creérselo. Hombres mujeres, con tetas y vergas, que engañaban a cualquiera. Algo que nunca creyó del todo, pero allí estaba, mirándole contenida, con una coquetería que ahora adivina maliciosa, burlona, casi cruel, con sus tetas hermosas y grandes... con el tolete nada chico a decir verdad, todo enrojecido y alzando como una lanza, emergiendo entre un coquetamente recortado pelo púbico dorado y unas bolas peladas, rojizas.
   Una mujer con bolas. ¡Una tía con verga! La idea es sorprende, impactante para aquel joven garañón, terror de las chicas que conoce desde los trece años. Ella le mira, sonriendo.
   La reacción es automática aunque le pareciera a él mismo que ha tardado toda una vida en producirse. Alza la espalda de la cama, como impulsado por un resorte, atrapándole con una mano la cadera derecha, con la otra la nuca, atrayéndole y cubriéndole la boca con la suya, metiéndole la lengua entre los finos y carnosos labios suaves y rojizos, encontrando la suya, uniéndose a ella, ambas dándole lametones y chupadas. Y siente su propio tolete imposiblemente duro, todo su cuerpo ardiendo de calenturas, su camiseta corta elevándose un poco, sintiendo contra su bajo abdomen el contacto con aquel otro tolete masculino (o algo así), presionando contra su piel. Quemándole. Erizándole y excitándole a niveles de...
   Tócame, bésame... Chúpame...
   -¡No! -ruge y despierta en su cama, rojo de cara, el corazón latiéndole con furia en el pecho. Ojos muy abiertos. ¿Pero qué mierda de sueño había sido ese?, se cuestiona casi con náuseas, rabia y temor. Miedo porque está caliente, lo sabe, el tolete le abulta bajo el muy ajustado jeans. Había querido tocar a esa cosa, besarla y...- No, no. ¡No! -ruge a la nada, estremeciéndose con asco. Siente el vómito subir a su garganta, por lo que toma aire e intenta serenarse. El sabor en su boca es horrible.
   ¿Qué mierda de sueño fue ese?, se repite. Él nunca podría sentirse excitado por un fenómeno tal. Tiembla de rabia y repulsa, algo que distorsiona un poco su rostro indudablemente atractivo. Y mirándose al espejo de su cuarto (lo tiene allí para verse mientras se masturba, desnudo, piernas abiertas, satisfecho de su cuerpo y su miembro), se estremece realmente enfermo. Porque su propia cara le recuerda al monstruo ese.
   Salta de la cama cuando los recuerdos quieren regresar, mezclando el asco y la angustia con cierto oscuro morbo. Con movimientos bruscos toma su billetera y unas llaves, entra en una camisa corta, también ajustada, y se dispone a salir después de calzarse unos botines blancos deportivos. Buscará a una de sus zorras y...
   No, le urge algo más que una amiguita tonta, necesita una mujer zorrona. Irá con la puta esa que espera que el marido salga para abrirle la puerta y dejarle entrar. En la cama, el lecho y entre sus piernas. Con ella se desahogará y dejará de pensar en tantas mariqueras, se dice, sin mirarse en el espejo, Mario Mastrangioli.
   Ignoraba, porque aunque era un joven problemático no pertenecía a los círculos místicos del pueblo, el alcance de la invocación que estaba realizándose. La identidad de aquello que luchaba por cruzar. Y lo mucho que se mezclarían sus destinos.
......
   Completamente erizado y los ojos desorbitados (realmente teme que se le salgan y caigan en la grama), Antonio Linares sigue mirando la oscura silueta en aquella ventana mientras el eco de aquella risa todavía flota en el aire, al tiempo que esa otra silueta, delgada y alta que se había alzado al final de la casa, parece agacharse otra vez. Aterrorizado, gimiendo bajito sin saberlo, se vuelve. Aunque sólo encuentra la fachada de la vivienda, los contornos del descuidado jardín y nada más. ¡Pero él la vio! ¡Estaba allí!, mirándole, acechándole. Y, erizándose aún más, se vuelve hacia la ventana. Allí no hay nada. Lo que fuera que estaba ya salió. Le dio tiempo, piensa. Y la idea es tan clara que duda si le ocurre realmente a él o alguien se lo dice.
   Con los ojos bañado en llanto de miedo, soltando la pelota que aferraba con fuerza, echa a correr hacia la cerca. O lo intenta, porque su pie vuelve a fallarle y cae. De panza sobre la alta grama, con un pujido al perder el aire. Halando del pie, pero no logrando zafarse. Y ya intuye lo que encontrará. Lo sabe. Pero mira y grita con la fuerza de un niño completamente aterrorizado. Una persona, o eso cree que es, le retiene. Ve la mano delgada y larga que le tiene atrapado por el zapato, una mano que parece flotar en la nada, comprendiendo que debía ser alguien que vestía de oscuro y que las ropas le hacían desaparecer en la noche. Pero flotando un poco más atrás se alzaban los contornos de un rostro flaco, estrecho, largo, flanqueado por una cabellera rala, suave, blanca o grisácea, larga Alguien le había atrapado. O algo.
   La idea le hace gritar, grita y grita, tirando de su pie, cuando aquella mano cierra los dedos sobre su zapato, hundiendo el material sintético de la blanca envoltura. Se cierra y siente una presión horrible. Una vez Trino, su hermano mayor, le había gritado por tomar una pelota de béisbol de su propiedad, cerrando la manota sobre la suya, contra la pelota, y apretando y apretando, no parando ni cuando gritaba y lloraba de dolor (así era ese bicho, siempre se decía cuando lo recordaba), y esto era parecido, sentía la presión sobre sus huesos, los cuales parecían llegar a cierto nivel de tolerancia, pero esa presión continuaba y se incrementaba. Esto era mil veces peor que lo vivido aquella vez.
   Grita de dolor y miedo, pero también de rabia, fuerza prestada por la misma desesperación al ver que esa persona, o eso, se le acercaba. Grita y grita, ahora pidiendo ayuda unas veces, rogando que le soltara otras, cuando el agarre se incrementa. Tiene los dientes y ojos muy apretados, el dolor era insoportable, pensaba que no podía haber nada peor...
   Oye un crujido feo y las llamaradas de dolor parten de su pie a todo su cuerpo, aflojándole la vejiga, meándose encima. Y el tronido de sus huesos siendo aplastados continúa y continúa, mientras esa silueta difícil de adivinar seguía acercándose. Sonriendo. Torciendo la muñeca, forzándole el pie contra el propio talón. Presionando y presionando. El violento crack que escucha, acompañado de un ligero alivio de fuego antes de ser reemplazado por más dolor, le dice que algo se rompió finalmente, que algo se fracturó en su pie.
   Con los ojos cerrados, el rostro en dirección a la cerca, grita con tanta fuerza y angustia que casi parecen chillidos ultrasónicos. Suda, apesta a orina y todo le duele cuando cae en cuenta que ya nada le aferra por el pie. Se vuelve con rapidez sobre la grama, mordiéndose los labios para no gritar, el movimiento le hace llamear el pie que cae en un ángulo muerto. Jadeando, tomando aire entre bocanadas, barre todo con la vista. Nada. Y mira, no quiere pero lo hace. Hacia la casona siniestra. A oscuras. Hacia una de las ventanas superiores. Dos siluetas ahora le contemplan, sin rasgos. Sólo dos formas. Una es alta, mucho, delgada, de largos brazos terminados en dedos aún más largos (y fuertes, horriblemente fuertes, lo sabe), la otra es menuda y bajita, llegándole casi a las rodillas. La figura de una niña que sostiene algo en los brazos contra su pecho. ¿Un juguete? ¿Una muñeca?
   No lo sabe, pero la visión de la pareja le llena de un horror sin límites. Nota cuando la chica se vuelve hacia la otra figura, como indicándole algo, y esta asiente y se aleja. Desapareciendo al tiempo que la silueta menor se vuelve, a mirarle, y esa risilla flota nuevamente en el aire.
   ¡Venía por él! Eso lo sabe con mortal certeza aquel niño que intenta ponerse de pie y echar a correr, pero el dolor en los huesos, que chocan pedazo a pedazo, le hace gritar y medio caer, obligándole a sostenerse de la pared, con ojos abiertamente llorosos, mientras siente que una nube le envuelve y que todo pierde consistencia. ¿Se iba a desmayar? No lo sabe, nunca le ha ocurrido, pero una cosa le impide aferrarse a ese alivio, ese dejar de sentir tanto dolor por un rato: Esa cosa le alcanzaría.
   Mamá, mamá, mamá, por favor, ayúdame. No sabe si lo grita, lo suplica en voz baja, como quien llama a Dios, o tan sólo lo piensa.
   Pero si sabe que lanza un grito cuando el pie parece estallarle otra vez en llamas cuando da dos pasos; un alarido tan fuerte que le lastima la garganta. Apoya el miembro lastimado en la grama en cuanto decide que tiene que escapar a la carrera, o arrastrándose (la idea era clara, salir de aquella propiedad, cruzando la verja estaría a salvo), pero el dolor era atroz. Momento cuando la tierra se hunde bajo su peso atrapándole justamente el pie herido. Y eso que apenas lo apoyó. El asunto es que cae nuevamente, y tener el pie fracturado cubierto, presionándole en una nueva posición, los trozos de hueso chirriando uno contra el otro, le hace gritar y golpear la tierra con los puños a pesar del monte. De haber tenido más orina en la vejiga la habría soltado. Tiene que sacar el pie y...
   -No, no. ¡Noooo...! -grita alzando el rostro surcado de lágrimas cuando siente que dentro del hoyo algo le atrapa nuevamente el pie, halando de él hacia abajo, enterrándole la pierna, la tierra cediendo como si fuera pantano. Su otra pierna cae también. Algo le halaba de los dos pies. Especialmente del herido. Y el dolor era sencillamente insoportable. Pero lo peor era la idea, saberse atrapado. Siendo arrastrado. Porque lo era. Sus piernas van quedando enterradas en ese suelo que parecía extrañamente blando. Y continuaban arrastrándole. Manotea mientras grita y araña el suelo frente a él, intentando frenar ese arrastre, oponerse a esa fuerza que estaba por desprenderle el pie y que parecía desear sepultarle. Grita y grita, llorando, llamando a su mamá, cuando no pidiendo, ayuda cuando sus caderas ya van quedando cubiertas. Y todo cesa.
   Jadea de manera escandalosa, bañado en sudor y lágrimas, orina y miedo, casi sepultado. ¡Le había soltado!, la idea le eriza de un alivio que él mismo sabe es falso. Debía salir de allí, escapar a toda carrera.
   Una risilla, de niña, le llega claramente. Alza el rostro hacia la casona y en la ventana del piso inferior, donde poco antes estuviera la silueta gruesa de una mujer con gran busto (¿la maestra jubilada?), la ocupaba ahora el de la niña, cargando su juguete. Y el miedo más grande de toda la noche hace presa de él, intenta reptar para salir de la tierra, ponerse de pie y alejarse todo lo posible de esa presencia.
   -Oye... -la voz de la niña, totalmente angelical, le distrae por un segundo.- Gracias por tu ayuda.
   La escucha, confuso, casi tentado a preguntarle de qué habla cuando a un lado de su cintura medio sepultada en tierra emerge esa mano delgada, larga, de uñas melladas, al final de un brazo enfundado en una prenda manga larga negra, manchada de tierra. La ve y grita, ve los dedos curvarse como garras y grita más. Cuando esta se le viene encima intenta estirarse y salir de la prisión de tierra, lanzando un alarido nuevamente infrahumano. Esa mano cae sobre su cabeza y los dedos se cierran con una fuerza horrible alrededor de ella, clavándose en su piel, en su cráneo, hundiendo piel y presionando sobre el hueso. Apretando y apretando. Grita y grita, aferrando esa mano con las dos suyas, intentando escapar sin conseguirlo. Lucha cuando el dolor se vuelve caliente, insoportable en su cabeza, pero grita de verdad aterrorizado cuando siente que esa mano le empuja, le estaba sepultando nuevamente, su panza desapareciendo bajo la tierra, su torso a punto. ¡Iba a enterrarle vivo! La idea era horrorosa, tanto que por un segundo olvida el sordo dolor en su cabeza, pero esos dedos aprietan más y más.
   Grita y llora desamparado, ciego a esas alturas, sangrando por nariz y oídos cuando la tierra le presiona contra la barbilla. Grita y grita, sin llamar a nadie, no puede pensar, pareciéndole que escucha tronidos terribles en su propia cabeza. Hasta que ya no puede gritar más, la tierra entrando en su boca, ahogándole y haciéndole toser se lo impide.
   Sus manos aún luchan sobresaliendo de aquella tierra extrañamente removida. Sus ahogados gemidos ya silenciándose. Esas manitas aletean casi sin fuerza ya cuando los dedos van desapareciendo bajo la tierra.
   Un segundo después no queda nada como no sea la casa solitaria, oscura, una pelota de béisbol un poco más allá y una risita infantil. Una que era de dicha.
   La invocación había tenido lugar exitosamente.
......
   Recostada en su ancha cama matrimonial, Elsa Torcatt de Lezama lee algunos pasajes en su Biblia. Una copia gruesa, de tapa dura, misma que un día comprara con la vanidosa idea de transformarla en la Biblia familiar, donde anotaría los nombres de todos, de hijos, yernos y nueras, de nietos y demás. No para leerla en verdad. Fin olvidado mucho tiempo atrás, como el libro mismo en un cajón, casi con resentimiento. Ahora había vuelto a ver la luz y ser leído realmente, encontrando ella, en sus páginas, especialmente en el Nuevo Testamento, algo de paz para muchas angustias. Es una mujer que va entrando, muy bien, en los cuarenta; menuda, de una personalidad franca, abierta, honesta y valiente que la hacían atractiva. Su sentido del humor la destacaba sobre muchos otros. Pero si, era bonita. De cabellos castaños oscuros y ojos almendrados. Recordaba, aunque ya no lo contaba, que en la escuela causaba sensación. Pero eso, como los motivos que le llevaran a comprar la bonita y costosa edición santa, le parecían hechos ocurridos hace demasiado tiempo como para ser relevantes a su verdadera vida.
   Mira la hora en el reloj despertador que nunca programaba en la mesita de noche de su lado de la cama. No lo necesitaba para despertar. Eran casi las once de la noche, ¿qué estaría haciendo Elías? Le había escuchado intercambiar palabras con Andrés, el hijo menor de la pareja, pero como eso pasaba casi cada noche desde que este cumpliera los once años y dejara la primaria por la secundaria, no le prestó realmente atención. Suspira cerrando el Libro Sagrado y quitándose los anteojos de montura para leer de noche. O a cualquier hora, la verdad fuera dicha. Qué broma le había echado el optometrista con ellos, fue a verle porque sentía la vista cansada, este se los recetó, los usó y ahora no podía leer nada sin ellos. Parecía haber quedado ciega de un momento a otro. Aún así le bastaba para recorrer la amplia habitación, cómoda, hogareña, y sentirse satisfecha. Su espacio. De ella y su marido. Usa una franela larga y holgada, una pantaleta igualmente larga, poco sexy para la cama pero cómoda para dormir.
   La puerta se abre.
   -Ese muchacho del carrizo, ¿puedes creer que intentó escaparse otra vez por la ventana para reunirse con sus amigos? -informa el hombre entrando, ella sonriéndole con afecto.- Es la tercera vez que le pillo, ¿es que no se fija, no aprende? Dios, temo que tengamos un hijo medio lerdo.
   -Está completamente en poder de ese chico Andrade. -agrega ella.- ¿Trajiste de cenar? ¿Acaso fallo en alimentarte, querido mío? -le ve la bandeja en las manos.
   Elías es un cuarentón sólido, fornido, bien conservado. Guapo a decir verdad, de sonrisa fácil y franca, de mirada anhelante, una que ahora le dirigía a ella mientras se acerca a la cama con la bandeja.
   -Tan sólo unos sanguchitos y dos vasos de leche para terminar el día. Son de Diablito, como te gustan.
   -Gracias. -le sonríe ella, con afecto sincero. En realidad no siente apetito pero lo toma, muerde y hasta saborea ruidosamente. Para contentarle. Se esmeraba tanto por complacerla, por ser un buen marido. Se afanaba tanto porque ella fuera feliz a su lado, que veces resultaba enternecedor y otras era molesto. Unas veces ella quería decirle que todo estaba bien, que ellos estaban bien, que se amaban a pesar de todo. Otras, muy pocas, quería gritarle que dejara de esforzarse tanto, que si, que le había fallado una vez, pero que debían continuar sin sentirse en deuda. Que ya toda deuda, a decir verdad, había quedado saldada entre ellos. Así él no lo comprendiera.
   Él le falló, era cierto, pero no había sido su culpa, aunque ella así se lo hubiera gritado. ¿Por qué lo pensó?, nunca lo supo. Tal vez sólo necesitaba responsabilizar a alguien de su tragedia. Pero también ella le falló, y por ello, por su pecado, nunca pidió perdón. La idea hace que le cueste tragar el sánguche y su mirada caiga sobre la Biblia. Sin arrepentimiento, sin confesión y expiación no había perdón. La idea le eriza.
   -Cuánta paz hay en esta casa, ¿no? -comenta él, sentado a su lado, como para romper ese silencio. Ella le mira, tomando el vaso de leche. Porque eso le haría feliz a él.
   -Este pueblo es demasiado silencioso. Parece una tumba.
   -Oye, ¿no podrías usar otra figura poética para hablar de mi pueblo natal? Está bien que hayas nacido en el lupanar de Aramina, pero... -bromea suave, comiendo y bebiendo.
   -Lo siento, Río Grande es genial, Río Grande es una maravilla... -dice fingiendo una voz monótona de control mental, y ríen un poco, es fácil.- Pero, en serio, todo esto se ve como muy quieto. Entiendo por qué un chico como Andrés se impacienta. Esto está bien para ti y para mí, junto a la artritis y los pañales para adultos, pero él...
   -No estoy viejo, habla sólo por ti. -y la mujer se siente bien, sonriendo leve.- Y no me... molesta que Andrés quiera su espacio y sus amigos, es algo normal con los chicos... pero...
   -No te gusta ese muchacho, Eloín Andrade. A mí tampoco. Hay algo malo en él. -agrega ella, callando en el último momento un “como lo hay en este lugar”. Iba a decirlo como juego, pero aún a ella misma le sonaba algo demasiado pensado.
   -Por cierto, y estaba por preguntarte, ¿qué pasa entre Laura y Pantaleón? -pregunta él, mordisqueando su sánguche.- Tengo rato sin verle a él. -la mujer suspira.
   -Anda de viaje, al menos eso me dijo Laura. Algo llorosa. Creo que discutieron otra vez. -se refiere a los vecinos y amigos de la casa.
   -Hijos. -gruñe.
   -Hijos. -confirma ella, pensando en Andrés, en su cuarto, a unos cuantos pasos de ella, exasperado porque no le dejan extender sus alas y volar cerca de las flamas. En su hija, ausente, en Caracas, tan lejos de ella como si estuviera en Australia o la Luna. La que quedara más lejos. Y piensa en su otro hijo... Y hasta allí llega. No quiere explorar más.- ¿Nunca has pensado...? -vacila, sonriendo sintiéndose tonta.- ¿...En que debimos tener más hijos?
   -¿Hasta dar con uno que nos gustara? -bromea y ella se siente mejor, él siempre lo lograba. Y la mirada que le dedica en esos momentos le indica que la entiende- Te dije que no soy viejo, si quieres, probamos... -y se va sobre ella, queriendo besarla.
   Ella ríe y le esquiva.
   -¡Cuidado con las migas o las hormigas no sacaran en peso de la cama esta noche! Mira que los bachacos ya tienen la casa de medio lado y nada que acabas con los nidos.
......
   En su cuarto, en medio de una suave penumbra, la lámpara de un móvil proyectando una luz amarillenta opaca, la necesaria para una niña que a veces no gustaba de la oscuridad, esta se encuentra sentada en su cama, su carita en forma de corazón toda compungida, sus ojos llenos de tristeza, de llanto, pero también de algo más. De un sentimiento intenso, viejo y nada acorde para una niña. Algo que la devora: Culpa. Una culpa que la enferma, física y mentalmente, mientras se odia a sí misma, de una manera intensa. Ella, una criatura de ocho años de edad, de larga cabellera negra, sostenido contra su cráneo por un cintillo blanco y azul claro, que le brinda un aire de belleza e inocencia. En esos momentos se abraza las rodillas y apoya el mentón en ellas. Escucha el llanto quedo, imparable, inconsolable que llega a través de las paredes, del cuarto de su madre. Escucha a su papá susurrar algo, oye la réplica ronca, baja y llena de animosidad de la mujer, pero no lo comprende. Aunque tampoco lo necesita. Sabe que la mujer sufre y en su dolor castiga a su padre.
   Por su culpa... Eso piensa la niña. ¿Había matado ella a su hermano? La enormidad de la pregunta, todo el horror que conlleva, la paraliza. Es incapaz siquiera de tolerar tal idea. Al principio le fue casi imposible siquiera llegar a considerarlo, pero lo que le había ocurrido a su hermano bien podría achacársele a ella. A este le había ocurrido algo terrible porque ocupó su lugar en un momento dado. Una convicción tan intolerable que oculta la carita y llora quedamente, dividida salvajemente a esas alturas. Sintiéndose horrible, malvada. Experimentando dolor, desesperación, ganas de gritar y llorar hasta quedar sin voz, por lo que le ocurriera a este... Pero debajo de todo flotaba lo que le atormentaba aún más, un sentimiento al que no quería dar cabida en su mente, contra el cual luchaba, porque ella era buena, en serio, Diosito sabía que lo era, pero...
   Alivio. 
   Menos mal que no le ocurrió “eso” a ella. Y saberlo, reconocerlo, era mil veces peor. Está en pleno éxtasis de dolor y autocensura, eso hace que no perciba el sonido por un momento. Pero este se repite, un toque al cristal, seco, firme, fugaz. Alza la carita bañada de lágrimas y ve hacia la ventana cerrada. ¿Llamaban?, pero ¿cómo si estaba en un segundo piso? El toque se repite. Alguien arrojaba algo contra el vidrio. Alguien, desde la calle, deseaba llamar su atención. Los labios le tiemblan, todo su cuerpecito también, erizado de pies a cabeza. Firmemente convencida de que la persona que quiere su atención, sin alertar a los demás, es su hermano...
   Que venía a ajustar las cuentas.
CONTINÚA ... 8

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