......
Asfixiada
traga en seco, al borde del terror total, meciéndose de adelante
atrás sobre la cama. El repiqueteo de algo contra el cristal de su
ventana, ¿una piedra?, se repite y quiere gritar. Llamar a su papá
(sabe que su madre está demasiado lejos, tanto que no la escucharía
gritar, llorar o suplicarle aunque estuviera en la habitación de al
lado), incluso respirar le cuesta. Sabe, a pesar de ser una niña,
que un juicio inapelable la espera del otro lado. Había causado la
perdición de su hermano y ahora debía pagar. No se lo planteaba de
esa manera, pero era la idea. Lo que no entiende es por qué, a pesar
de su miedo de caminar hacia esa ventana, y asomarse, sabiendo lo que
verá, lo hace. Comienza a levantarse.
Una mano pálida y pequeña, horriblemente fría cae sobre su hombro, deteniéndola con una fuerza extraña. Como extraño era la helada sensación que atravesaba su blusa, un frío casi hiriente.
Sobresaltada se vuelve, elevando la mirada, encontrando al niño a su lado. Un niño al que nunca ha visto pero de quien sabe que algo absolutamente horrible le ha ocurrido. Lo nota en su rostro congestionado de miedo, tristeza y dolor. Por la sangre ennegrecida que parece seca en sus fosas nasales, en su barbilla como si la hubiera vomitado, en sus ojos como lágrimas, en sus oídos.
-Es una trampa. No vayas, regresa. Regresa ahora que aún tienes tiempo. -le advierte de manera imperiosa, cerrando los pequeños dedos en su delgado hombro, hiriéndola con aquel horrible frío.
El frío de los cadáveres.
-¡Ah! -jadea y parpadea, sin grandes sobresaltos, sin gritos, despertando en el asiento del copiloto de la vieja camioneta van, en la cual cruza las desérticas carreteras del oriente venezolano, en medio de una absoluta oscuridad, aunque la luna, cuando emerge entre las ocasionales nubes, deja ver la larga y estrecha carretera que parece extenderse de un plateado lechoso en el infinito.
La joven lo mira todo, al frente, por la ventanilla, y siente una sofocante sensación de pánico, ¿dónde carrizo está? Pero cuando se vuelve hacia la izquierda encuentra la serena y, si, bonita figura de su acompañante, el chico que conduce, el cual la mira.
-¿Pasa algo? -le pregunta este.
-¿Por qué dejaste que me durmiera? Se supone que estoy acompañándote para que no te duermas tú y terminemos en algún titular de prensa mañana. O pasado, dado lo lejos del ombligo del mundo donde estamos. -le reclama, sonriendo suave, viéndose bonita; los efectos del feo y extraño sueño desvaneciéndose ante la mirada cálida del otro, su sonrisa atractiva y fácil.
-Te veías linda con los ojos cerrados, la boca abierta y roncando.
-¡Yo no ronco! -casi chilla, pero mirando hacia atrás, donde duermen los otros, se contiene.- ¡Ni duermo con la boca abierta!
-¿Y cómo lo sabes? -se burla él, mirándola con travesura y afecto, feliz de que haya despertado.
-Reina me ha tomado fotografías dormida.
-¿Qué? -se extraña. Se miran, ella le sonríe.
-No, no hay fotos de nosotras en ropa interior. Quiere ser fotógrafa además de actriz. Dice que un día dirigirá películas en Hollywood... Y mantén los ojos en la vía, Clem, ¿no sabes que los venados suelen aparecer en cuanto apartas la vista de la carretera y todo el mundo se mata, menos el chofer y el venado? Lo que es una injusticia, si me preguntas.
-Creí que los venados sólo existían en las películas de Disney. -agrega él, volviendo la mirada a la oscura y solitaria carretera, y ella ríe recordando la referencia del cuento de Aquiles Nazoa. Hay un leve silencio.- ¿Entonces?
-Yo... si, tuve un sueño extraño. -admite, pero calla lo demás, mirando también al frente. Estremeciéndose y esperando que el joven no lo note. Sabe que metro a metro se acercan a su destino y apenas puede contenerse. El miedo le roe los huesos.
Él le lanza una fugaz mirada, encontrando atractivo todo el paquete. Mayra Lezama, la chica de diecinueve años alta y delgada, de buenas piernas y unos senos redondos que prometían aún mayor generosidad en el futuro, con carita de corazón, frente alta y lisa, ojos castaños, brillantes tirando a verdosos cuando les daba el sol, de nariz pequeña y boca también, enmarcada en un cabello negro, abundante, liso y lustrosos que hacía preguntarse cómo se vería en la cama, extendido sobre una almohada, o bailando a su alrededor mientras hacía el amor. Era un cabello lujurioso.
-Con tantos datos y tanta charla, seguro no me duermo. -agrega fingiendo un bostezo. Ella ríe, suave, mirándole a su vez.
Clemente Martinez, Clem, como ella le decía ya que ese sería su nombre de guerra (según él, aunque todos se burlaran; ella lo encontraba hermoso, especialmente porque él le decía May, eran Clem y May), era... joder, si, bonito para ser hombre, admite ella mordiéndose una sonrisa. Sabiendo que no podía decírselo ya que le avergonzaría aunque rodaría los ojos fingiendo darse aires. Y que menos podía decirlo delante de Jairo, quien dormía atrás, o una de las chicas, ya que se burlarían de él. Pero si, Clemente era bonito; alto, cargado de hombros, acuerpado como un joven atleta, a sus casi veinte era un galán de cabello castaño espeso y suave, ojos marrones, piel blanca como nieto de canarios, aunque bronceada por el sol de estos lados, de sonrisa suave, fácil, de gestos amistosos que invitaban a las confidencias, a la amistad. Verle, notar sus manos blancas y grandes, los dedos cerrados con firmeza alrededor del volante, siempre la hacía sentir mariposas en el estómago. Era... ¿qué?, ¿su novio, un amigo todavía?
-Fue un sueño con el pueblo. -se encoge de hombros, el tono más seco, mirando hacia la noche, su pulso acelerándose al reconocer letreros, al saber que se acercan inexorablemente. Siente un desesperante vacío en su estómago- Odio volver a Río Grande, ya te lo dije. Todo recuerdo que guardo de ese lugar es malo.
-Allí naciste, eso lo hace bueno para mí. -intenta ser galante.
-Ni siquiera eso lo salva, créeme. Río Grande es una mierda. -la palabra le extraña, sabe que no es una chica particularmente grosera, como Reina o Antonieta.
-No te tenses, piensa en esto como en unas vacaciones de fin de semana. Será un viaje corto, así verás a tu mamá, a tu papá y a tu hermanito, ¿no? -intenta alegrarle. Y nota que en la joven luchan el deseo de verlos, el amor que les tiene y que era evidente aunque no lo dijera, y el extraño rencor que sentía por ese pueblo del cual casi nunca decía algo como no fuera que era un mal lugar del cual era mejor mantenerse bien alejado. Nunca le dirá que eso, que ese resentimiento por el lugar, ese odio visceral por el pueblo era lo que más le intrigaba, a él y a los otros en esa van, decidiéndoles a todos a acompañarla cuando ella expusiera la idea de que debía volver. ¡Y eso que se negó a que vinieran!
-Un día tendrás que contarme toda esa historia. -le dice, suave pero enfático, y ella le sostiene la mirada, asintiendo.
-Un día, mejor una noche, con media botella de ron entre pecho y espalda. -promete.
El viaje sigue en silencio, pero no es uno ni muy grato ni muy cómodo. En esa vieja camioneta de un color gris sucio, con una placa de Delta Amacuro, pero comprada en Caracas de un sujeto que la vendía en Maracay, viajan cinco personas jóvenes, cada cual por sus propios motivos. Razones que la mayoría de ellos calla. Uno de los chicos acompaña a la joven que le gusta, también desea conocer el fulano pueblo del cual tanto ha escuchado; el otro, Jairo, pues, bien...
-Voy únicamente para follar con campesinas y pescadoras. -había dicho este cuando se embarcara, sonriendo con sorna.- Seguramente un caraqueño guapo como yo les va a bajar las medias. Y, con suerte, las pantaletas.
-¡Jairo! -le recriminaron las tres muchachas que allí viajaban.
De las tres jóvenes presente, una sentada al frente del vehículo, en el asiento del copiloto, dos durmiendo atrás, una es de una lustrosa piel negra clara, cabello rizado y abundante, de mirada y gestos de entendimiento, como si todo lo supiera de la vida y nada fuera nuevo o distinto a lo que sabía, Reina. La otra, Antonieta, de cara algo ancha, facciones menos armoniosa, con muchas pecas un tanto naranja en ella, para colmo debía cargar con anteojos. Estas dos dormían. Las tres iban por sus propias razones, no habladas ni siquiera entre ellas, que tanto compartían.
-¿Por qué apagaste la radio? -pregunta Mayra, cansada de ese silencio opresivo ahora que se acercan al cruce, al maldito cruce que los hará atravesar el túnel vegetal, camino a Río Grande. Las ganas de pedirle que den la vuelta son intensas.
“-Es
una trampa. No vayas, regresa. Regresa ahora que aún tienes tiempo”.
-Los programas de la zona son una porquería. -responde él, sonriendo y encendiendo la radio.
-¡El hombre está condenado! -ladra contenidamente una voz fanática en la radio, de hombre.- Grita “Dios está muerto”, se burla de los fieles en la fe diciendo que prefieren reinar en el Infierno a servir en el Cielo. ¡Necios causantes de su propia destrucción! -enfatiza.- Este es el reino donde sirven, ese del cual tanto se quejan, por el cual acusan y reclaman al Altísimo en los Cielos. ¡Lloran por el reino que eligieron al creer en el gran mentiroso! Satanás engañó al hombre para que abandonara la tierra de leche y miel, de abundancia y paz, de felicidad, donde no se envejecía, se enfermaba ni se moría. Satanás los engañó y les hizo desobedecer y darle la espalda a la vida, comenzando el calvario y el sufrimiento. Porque no se quiso escuchar a Dios, se pensó que Satanás era el amigo. Y el engaño sigue, el juicio no llega, no concluye el padecimiento porque nada se aprende. Satanás ríe en su cautiverio, susurrándole necedades al necio. Pero ya se está cansando de jugar. Espera romper las cadenas del Infierno y traer de sus manos el reino definitivo qe soñó para la criatura que más odia en toda la Creación, al hombre, a la mujer, a los hijos predilectos del Señor. Serán días de fuego y calvario, de miedo y de gritos, de llevarse las manos a la cabeza y cayendo de rodillas gritar 'basta, basta, señor, perdónanos o destrúyenos eternamente, pero que pare el dolor'. Y lo pedirán, rogarán por el final”.
Intercambiando una mirada, Clemente y Mayra ríen y ella apaga la radio.
-De noche se ponen más fanáticos. Acostúmbrate. -le advierte ella, sonriendo, expresión que se vuelve una mueca cuando el vehículo cruza la carretera, viéndose el letrero que indica el camino a Aramina por un lado, y por el otro... Penetran entre los árboles, todo oscureciéndose aún más.
-Joder, qué belleza. -oye la expresión fascinada de Clemente, y mirándole, se estremece.
No puede dejar de pensar que el pueblo era como el Satanás del cual advertía el hombre en la radio: Engañosamente atractivo. Uno no veía la farsa hasta que ya era tarde. Traga en seco y toma aire sin ruido, buscando serenarse. Pero era difícil cuando sabía que más adelante, aún ahora, se ocultaba un monstruo. Un ser horrible capaz de abominaciones sin límites. Un enemigo de su familia y de su casa.
Y
ella aún no conocía su rostro.
......
La vieja camioneta Chevrolet de la familia traquetea en aquella calle céntrica, bien asfaltada y desierta del pueblo. Lo que demostraba que estaba en las últimas pero el hombre no se decidía a venderla o dejarla abandonada en algún monte para que se la comieran los perros. A veces sueña con llegarse al viejo trapiche (se estremece como siempre que piensa en la vieja propiedad familiar que ha resultado tan adversa para ellos), y dejarla allí, a que se oxide. Como hace el trapiche mismo. Y sin embargo había quienes querían comprarle la vieja camioneta de su padre, con su cabina reparada y su batea abierta atrás; así como la procesadora de caña de azúcar. Pero sencillamente no se decidía. Más con la camioneta. Tenía la firme convicción de que si la entregaba el fantasmas de su padre aparecería para atormentarle con gritos y reclamos. Más o menos como cuando estaba vivo pero ahora peor, ya que estaría cargando con las cadenas que se forjó en toda una vida de mala gente.
Leandro Ceijas se siente culpable por pensarlo. El padre Vicente le había dicho, con esa claridad que rayaba en lo anticristiano, que su padre no podía estar descansando en el más allá. Y aunque tal afirmación le molestara no podía contravenirla. Sonríe por un momento, con esa expresión ida y estúpida que siempre le prestaba el ron que consumía en la calle Caracol (bebía hasta que no querían servirle más, más o menos como cuando, al intentar pararse e ir al baño a hacer espacio, caía sobre las mesas y los comensales), imaginando lo horrible que sería que el fantasma del viejo se le apareciera cuando estaba borracho. Ríe como tonto, cerrando los ojos, y la camioneta se desliza peligrosamente casi subiendo a una acera, obligándole a abrirlos mucho. Por unos segundos se había quedado dormido. Joder, menos mal que no había nadie por ahí o...
-Pero ¿qué carajo...? -susurra con la frente fruncida y parpadeando bastante, como para convencerse de que no alucina.
En la esquina del cruce de la calle Marín, bajo la luz amarillenta y opaca de la farola, ve a una mujer detenida dándole la espalda, vestida de blanco, con la cabeza baja y el largo cabello negro cubriéndole las facciones. Como hombre de pueblo, como policía que le ha tocado patrullar a veces en zonas feas, de noche (y sin estar borracho), una de las primeras cosas que se le ocurre, y que es completamente natural, es que puede tratarse de un espanto. La Sayona, tal vez. Y ríe desacelerando, porque advierte que quien quiera que sea parece caminar tanteando la pared del cruce del edificio del correo. Tanteaba y caminaba con paso inseguro.
¿Una ebria, como él mismo?
Aún borracho como está, detiene la camioneta que lanza tres petardazos y le hace temer que a lo mejor ahora no encienda. Abre la portezuela y el viento que entra le golpea. Baja, sosteniéndose con mano firme de la portezuela, esperando que el mundo se estabilice, mirando a la mujer que... joder, le parece conocida.
-Señora... -llama.- ¡Señora! -repite. Tal vez por su lengua tartajeante como siempre que se emborracha, no le escuchó, pues esta no se detiene y sigue tanteando la pared, como deseando aprenderse por el tacto los detalles de la misma. Como sea, no se vuelve.
Botando aire, diciéndose que era mala idea soltarse (como no se lo pareció ponerse detrás de un volante en semejante estado), se dirige hacia ella. Es cuando le parece escuchar que gimotea. Eso le frena por un segundo y arruga la joven frente, ¿en qué pensaba realmente? ¿En una borrachita perdida o en problema para llegar a su casa? Ahora se le ocurre que puede ser algo peor. En Río Grande no ocurrían atracos, agresiones (como no fueran los maridos), pero sabía que habían pandillitas. Muchachos que mostraban una faceta increíblemente cruel a veces. ¿La habrían agredido?
-¿Señora? -la alcanza pues ella parece decidida a alejarse caminando insegura y tanteando la pared. Alzando una mano la atrapa por el hombro. La siente temblar de manera febril, tensandose bajo su tacto, oyéndola gimotear más alto.- Tranquila, señora, soy el cabo Ceijas, de la policía del pueblo, ¿le ocurre algo? ¿Puedo ayudarla? -lucha con la lengua para darse a entender.
-Mi niña, no encuentro a mi niña. -le llega el lamento, un reclamo cargado de sufrimiento. Y la idea de La Llorona chillando por sus hijos vuelve a alcanzarle.
-¿Su niña? ¿Le pasó algo?
-Se la llevó. ¡Se la llevó! -acusa y llora, volviéndose.
Y Leandro la suelta de manera automática, lanzando un jadeo horrorizado. Por un momento, con el cabello erizado en todo su cuerpo, no puede asimilar lo que ve. Aquella mujer llora pero no hay lágrimas en su cara, sólo chorrerones oscuros que imagina son de sangre seca. Los ojos faltan en aquel rostro, allí donde deberían estar sólo encuentra cuencas sanguinolentas, al rojo, vacías, y la sorpresa es tal que se congela, siente un frío horrible y da otro paso atrás cuando ella, tanteando la pared, da uno en su dirección, vacilante. Acercándosele con su carga de horror.
-¡Se la llevó! ¡Se la llevó! -alza la voz, contrae el rostro y llora.- ¡SE LLEVÓ A MI NIÑA! -se abalanza y aún sin ojos le atrapa por la camisa.
Y
Leandro tiene que luchar contra el impulso de alejarla de un violento
empujón y escapar de su agarre. Al miedo que sentía, por lo bajo,
latente, se sumaba una repulsa horrible ante aquellas cuencas vacías.
El grito, de por sí, ya le había impactado feo. Dios mío, ¿quién
pudo hacerle eso a esa mujer?, pero lo que ahora le estremece es que
si, la conoce. Del centro cívico. Era una de esas doñitas jóvenes
y bonitas, de muy buen ver, que siempre participaban en los eventos
de la comunidad. Se llamaba... Se llamaba... Mierda, no lo recuerda.
-¿Qué le pasó? ¿Quién la hirió? ¿Fue la persona que se llevó a la niña? -intenta sobreponerse a la impresión y al miedo.- ¿De quién habla?
La
ve balbucear sin voz, dispuesta a hablar. Pero se congela, la frente
crispada, la boca abierta, alzando el rostro, dirigiendo las vacías
cuencas sobre su hombro derecho, más allá de él. Y sea lo que sea
que ve, siente o presiente la hace estremecerse de pavor, gritar y
gritar ante algo muy horrible.
Es tanto lo que expresa, el miedo visceral y total, que el hombre se suelta y se vuelve. Pero no ve a nadie, nada, ni a un perro errabundo en la solitaria calle.
-Señora... -comienza de nuevo, volviéndose y grita, dando un paso atrás y casi cayendo sobre la capota.
Allí no hay nadie. La mujer no está. Mira en todas direcciones, notando como los últimos efectos de la borrachera se le pasan. Y tanto que le había costado obtenerla, joder, la intoxicada y efímera alegría. Quiere llamarla pero no lo hace. ¿Estuvo allí realmente esa señora? Traga en seco, con el corazón martillándole en el pecho. Sabe, en el fondo, que no lo imaginó. Incluso da tres, cuatro pasos, intentando encontrarla.
Un sonido a sus espaldas le hace pegar un salto y gemir de sobresalto. Un bote de basura, del otro lado de la calle, ha caído con un gran escándalo por parte de la tapa; una botella pequeña de Coca Cola rueda por la acera, ruidosa en medio del silencio, fascinante en su recorrido, torciéndose en su dirección, golpeando una pared y deteniéndose. Totalmente erizado de pies a cabeza, a pesar de ser un hombre adulto, valiente, un carajo que no vacila a la hora de los riesgos, Leandro recorre la calle de arriba abajo con la mirada, frente a él y a sus espaldas. Con la molesta sensación de que es mirado, de que alguien disfruta de una manera extraña provocándole todos aquellos sobresaltos. Le da la espalda a la camioneta, quiere llamar a esa mujer, una que duda estuviera allí, pero de lo que no puede estar seguro. Y por lo tanto no puede irse y dejarla. Dios, ¿lo habría imaginado todo?
El talán, talán, talán le regresa de esas cavilaciones. Alarmado se vuelve, del otro lado de la calle la botella gira sobre su centro al tiempo que también se desplaza sobre el asfalto, hacia el vehículo. Como arrojada o pateada. Y con los ojos imposiblemente abiertos mira nuevamente en todas direcciones... mientras se dirige hacia la camioneta. No corre pero cubre los pocos pasos en un parpadeado, subiendo, encerrándose. Bajando el seguro de la puerta, cruzándose sobre el asiento y repitiendo el gesto en la otra. Lucha contra los temblores, la piel de gallina, el martillar de su corazón en el pecho y las sientes. Joder, contrólate, ¿qué eres?, ¿un niño asustado de la oscuridad? Intenta razonar, decirse que bebió demasiado ron. Pero esa mujer... Él la conocía. Coño, ¿cómo se llamaba? Alza las temblorosas manos y las cierra alrededor del volante, apretando con fuerza. No se ha ido a la carrera porque teme que si lo intenta la camioneta no encenderá y entonces sí que sentirá pavor, como lo tiene cualquiera, de noche, a solas, enfrentando lo extraño. Pero en su quietud también pesa el que no quiere ceder al miedo infantil y ridículo. Es un hombre, es un adulto; ¡él no puede sentir temor de la oscuridad!
Lo
botella gira lentamente, sobre sí, deslizándose, aquietándose
frente a sus ojos, de su lado de la calle, deteniéndose totalmente.
CONTINÚA ... 9
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