jueves, 29 de agosto de 2019

KILENCEDIK

ELSO

   -Joder, te digo que lo tengo hambriento, ya vas a ver cómo tiembla cuando acerco la chupeta. Esta como falto de dulce... o leche.
   Mierda, ¿por qué le ardería tanto cada vez que salía de franca y ya no tenía a mano a los chicos de la tropa, siempre calientes y tan llenos de entusiasmo... y semen? 

TIZEDIK

TRECE… 7

TRECE                         … 6
   Preparado para el trabajo...
......

   Nada de eso importa ahora. Necesita eso, el contacto, la rudeza de ese carajo joven que embiste su culo sin conocerle, sin tratarle previamente, sin decirle un hola o invitarle un café. Fue con él a ese baño oscuro, solitario a pesar de la gran cantidad de chicos afuera y le estaba follando de pie, embistiéndole duro, flexionando un tanto las rodillas para bajar la gorda verga a su altura y poder metérsela, una y otra vez, sacándosela y clavándosela toda, con bofetadas de pelvis contra nalgas, casi alzándole en peso y arrojándole contra el lavamanos. Y toda esa fuerza le encanta, como las manos que le acarician el torso y le pellizcan las tetillas. Sexo rico y caliente, sucio y rápido en un baño. Anónimo. Sin culpas. Sin esperar nada más. Como nada esperaba de la vida a sus pocos años.

   -Tu culo necesitaba esto, ¿verdad?; ser penetrado, tomado, cogido así, así... -le ruge el chico contra una oreja, poniéndose juguetón y mordiéndole el lóbulo, incrementando el ritmo de las embestidas y haciéndole gemir.

   -Si, si, tómame como la puta barata que soy. -jadea, mitad deseo, mitad confesión, pero como sea, las palabras parecen ir a la verga del tío, quien le embiste con mayor fuerza todavía.

   No quería entrar en charlas, en explicaciones, pero en su vida extraña necesitaba a veces eso, un escape a todo lo que hacía. Lo contrario a sus... habilidades. Necesitaba ser tomado por un chico grande y fuerte que pensara que podía dominarlo, que brindara la ilusión de debilidad. No le gustaba masturbarse soñando con lo que puede ser, usar una vela o un consolador en su culo, por eso sale en busca de tíos que pensaran que su figurita extravagante era la del mariquito al que podía usarse. Le gustaba que su culo emocionara, que su agujero ávido los enloqueciera mientras apretaba, halaba y chupaba como sabía que ese chico sentía en esos momentos, tanto que le suelta las tetillas y, afincando los pies, se agarra también al lavamanos, como buscando un punto de apoyo para sostenerse.

   -¿Te gusta, te gusta, bebé? -le oye jadear, voz oscura, ronca, bañándole con su aliento, y se medio vuelve, frente fruncida, ojos brillantes de dicha, empujando decididamente su culo de adelante atrás, metiéndosela toda, apretándola allí, gozando de cada latido del instrumento, refregándose de esa pelvis.

   -Sí, sí, me encanta, me tienes todo mojado y caliente...

   El sujeto ríe y gruñe algo que suena a insulto, pero que a Yabor le excita, tanto que sonríe y se mira al espejo, sus ojos desviándose un tanto hacia la izquierda, sonriendo aún más. Siente como el chico retira su verga, pulsante, refregándole las sensibles paredes del recto, haciéndole muy consciente de ella, casi hasta el glande, uno que su esfínter depilado atrapa y no deja salir, provocándole un estallido de risas al otro, el cual vuelve a clavarle centímetro a centímetro esa dura mole pulsante, llenándole completamente las entrañas, meciendo sus caderas, haciéndole caer hacia adelante.

   -Oh, si, si, fóllame, papi; fóllame duro...

   Sin dejar de embestirle, sin soltar del todo el lavamanos, el chico afloja una de sus manos y atrapa el claro y muy suave cabello algo transpirado en aquella nuca caliente, reteniéndole con control, ilusión que encanta al muchacho, quien sonríe y mira en el espejo. Gimiendo de una manera escandalosa, entregada, totalmente putona. A quien le escuchara se le pondría dura solamente con eso. Esa gorda barra se abría camino entre sus nalgas de una manera que le fascinaba, golpeándole la próstata. Mojándole con sus jugos, frotándole el recto. En un momento dado se sincronizan, culo contra güevo, en un vaivén increíble para quien mirara desde cualquier punto lateral. Cualquiera se excitaría observando al lindo mariconcito rubio, todo extravagante, con el pantalón en sus muslos, siendo cogido una y otra vez por un tipo más alto, que prácticamente le arroja sobre el lavamanos con la fuerza de sus embestidas, clavándole un tolete nada despreciable en sus dimensiones por el agujero, uno que debía experimentar un placer increíble por la manera que el chico se tensaba, agarraba al lavamanos y alzaba su rostro sonriente.

   El tolete va y viene, metiéndose entre esa raja que termina en el borde del pantalón.

   -¿Puedes sentirlo? -el sujeto le gruñe arropándole con el cuerpo caliente, su pecho subiendo y bajando con fuerza sobre esa espalda, quemándole con su calor, el corazón enloquecido. Yabor medio vuelve el rostro, pícaro.

   -¿Cómo arde tu esperma en tus pelotas? Si, la siento. Ya vas a llenarme el culo con ella... y la quiero. Cada gota caliente. -dice, con un tono que eriza al otro.

   Pero que son palabras no dirigidas a él, sino a uno de los privados cerrados. Desde que entraron alguien les observaba desde allí. Mirando muy interesado lo que ocurre... Algo que Yabor sabe.
......

   El negocio parecía el típico restaurante asiático, siendo imposible para la mayoría de los occidentales saber si era vietnamita, coreano o chino, aunque sus diferencias realmente existían. Era tan sólo la vieja comodidad de no preocuparse por nadie que no fueran ellos, algo que rayada en la descortesía. Como pensaban los asiáticos. La entrada con su puerta de madera clara y brillante, la cortinilla de crinejas, que se apartaban provocando un caracoleo, las mesitas pequeñas con cuatro sillas, los mantelitos de cuadro, la barra en la pared más alejada, tras la cual se ocultaban de un lado la cocina y el depósito, los baños del otro lado. Una estrecha puerta daba paso a una escaleras empinadas. Lo único no típico eran los dos gorilas que cuidaban la entrada, de rostros orientales, que miraron al hombre con desconfianza pero no lo detuvieron.

   A este, que ya conoce el local aunque lo recorre todo fugaz pero exhaustivamente, le parece que Charlie Kuan exageraba el mal gusto. Era un lugar un tanto sórdido, más bien cliché. Pero, claro, era tan sólo una fachada para el extorsionador ese. El lugar está prácticamente vacío, una pareja de asiáticos toman un licor claro en una mesita. Tras la barra una bonita joven de ojos rasgados y cabello negro mira a un chico alto, también de rasgos orientales, quien se esfuerza por parecer avergonzado, cabeza algo gacha, mientras Kuan parece reclamarle algo, en su idioma. Uno que el occidental desconoce, aunque reconocer una que otra palabra e infiere que el hombre debió estar allí esa mañana y era hasta ahora que se presentaba.

   A la chica le gustaba él, a él le atraía ella, pero fingía pesar ante el jefe, ignorándola. Kuan se veía desacostumbradamente agitado. Y aún más cuando sus miradas se encuentran, casi parece al borde del desmayo. El hombre, alejándose de los cincuenta, delgado, alto y enjuto dentro de la toga, de cabello cano a los lados del cráneo, parpadea tras los gruesos cristales de sus lentes, labios separados. Parecía... un buen sujeto, casi amable. El otro le sabía una mierda. Le ve recomponerse, sonreír tensamente, volviendo los ojos al más joven, quien ya se ha apartado para recibir una cerveza de la muchacha tras la barra. Indiferentes ambos al agitado ánimo del jefe.

   -Wilson-sam. -sonrie el sujeto cuando el otro se le acerca, vigilando las cuatro esquinas del lugar.

   -¿Sorprendido de verme, Kuan? Es difícil encontrar gente que haga bien su trabajo. -replica duro, a su lado, cruzando los brazos sobre el pecho, imponiendo su altura, su peso, su aire de eficiente peligrosidad.

   -No entiendo a qué... -sonríe el asiático, lanzando miradas desesperadas a la barra, donde se le ignora. ¡Malditos muchachos!

   -Hablo de tu intento de asesinarme. Y no lo niegues, viejo sucio, u olvidaré que necesito torturarte por información y te aplasto la cabeza aquí mismo. -le silencia alzando una mano.- Ten en cuenta que es posible que sobrevivas a la tortura, pero créeme, no al golpe de tu cabeza contra ese muro. -la conversación es dura, pero el tono bajo. Nota que en la mesita, los que beben, están alertas.

   -Wilson-sam... -comienza Kuan, pero gime y alza las manos alarmados cuando el otro da dos fieros pasos en su dirección, bajando las suyas, cerrándolas en puños.- No, no, esperar... -jadea alarmado, aunque respirando más aliviado. Por fin la gente en la mesa, y los de la barra, han notado que algo ocurre. ¿Y dónde estaban los gorilas de la puerta?

   -Quiero saber quién te ordenó que me mataras. -le encara, notando todos los cambios, preguntándose también por qué no aparecían los dos hombres de la entrada, quienes estaban en su cálculo inicial de ataque.

   -No quería...

   -Pero lo hiciste. -es duro. El otro sonríe.

   -Negocios. -responde al fin, displicente. Denton entiende, Kuan cree que ha posicionado a su gente, en la barra y la mesa. El hombre cuenta con vencer.

   Denton va a decir algo más cuando las crinejas de la entrada dejan escuchar su música. Suspira, eso le daría más seguridad al asiático, quien efectivamente sonríe de manera más pronunciada, pareciendo un tanto cadavérico. Una imagen animada de la muerte feliz, debía parecérsele. Pero su mueca se congela, así como algo se cierra en las entrañas del occidental. Quienes entran, un hombre y una mujer, son blancos rojizos, cabelleras largas, desordenadas, amarillentas, visten ropas de cuero. El aire es de motoristas. No es la gente de Kuan. Se encargaron de ellos, eso piensa Denton. También el asiático, quien parece aterrado. Eso podría servirle.

   -¿Ahora tratas con gente de Gallup? -pregunta en tono alto, para que todos escuchen.

   -No, yo...

   -Nunca trataríamos con una mierda traidora como esa. -replica el hombre recién llegado, sonriendo con desenfado sentándose a una mesa, junto a la mujer, una fémina de rostro duro pero bonito, muy parecida a él.- Hay gente que quiere hablar con papá Kuan, amigo. Así que nos lo llevaremos.

   -No soy tu amigo. -le replica el hombre ardiendo de odio, mirándole. Las manos lejos de su chaqueta, como las tiene la pareja en la mesa, o los asiáticos bebiendo. Todos reconociéndose como guerreros en un campo de batalla reducido, donde la recompensa es Kuan.

   -No quería asesinarle, pero me lo ordenaron. -este ladra, mirando con gestos de rata acorralada en todas direcciones, especialmente a su gente.

   -Silencio, Kuan. -ladra el rubio en la mesa, sin mirarle.

   -Habla. -insiste Denton.- ¿Tiene esto algo que ver con lo que te pedí que investigaras hace ocho meses y por lo cual te pagué una pequeña fortuna que no dio ningún resultado, maldito ladrón? -demanda, mirando hacia la mesa.- ¿Estaba el Sindicato tras el ataque a cierto profesor de historia, secuestrado hace más de un año?

   Kuan tiembla violentamente. Exhala miedo como una marasma casi perceptible. El Sindicato... si hablaba... Pero mira a la pareja en la mesa. Eran agentes de Gallup, uno de los brazos armados y violentos del grupo criminal, y habían ido por él. Y sabía muy bien el por qué.

   -Si, el Sindicato estuvo tras el secuestro. -jadea Kuan, notando cómo todos se tensan en la habitación, aún su chica tras la barra.- Querían algo de ese hombre, pero... pero... -suda copiosamente. Tanto que, extrañado, Denton desvía por un segundo la mirada del resto de la sala.

   -¿Te ordenaron ellos matarme? -intenta enfocar el asunto. Todos sabían en la comunidad de inteligencia que estaba rastreando al Sindicato, y que le había atacado en su búsqueda. La gente de Gallup en ese lugar era un claro indicativo de que andaba bien encaminado. Ellos estaban tras todo el asunto. El secuestro y el asesinato cobarde de Mitchell Anderson. Uno de ellos lo había ordenado y...

   En el segundo que se descuida, los dos asiáticos se ponen de pie en la mesa, cada uno con un arma automática en las manos, esgrimidas bajo la mesa. Uno apunta hacia Denton, el otro hacia la mesa, y disparan. El ex marine, maldiciendo su descuido, atrapa al asiático por los delgados hombros y le empuja hacia abajo, derribándole, golpeándole contra el piso, cayéndole encima y dejándole sin aire, al tiempo que saca su propia arma de la chaqueta. Desde la mesa donde aún continúan sentados, el hombre les mira, sonriendo divertido, mientras la mujer, tan solo alzando sus manos, dispara con sendas armas, derribando a los pistoleros asiáticos. El grito de la chica en la barra es un error de su parte. Esta, que ya sacaba una escopeta de debajo de la barra, encara el arma del hombre rubio, que la abate. Sin moverse. El joven alto a su lado grita, brazos abiertos y manos alzadas, cayendo hacia atrás, de culo.

   Denton sabe que le tocará enfrentar a los otros, y está en franca desventaja.

   -El Sindicato ordenó el secuestro, fueron contratados para ello, pero no estuvieron tras el golpe final. A su socio no le mataron ellos, Wilson-sam; nadie sabe exactamente quién fue. Se trataba de un sujeto que se infiltró con su propia agenda. Sólo encontré un nombre, le dicen el Camaleón, el hombre de las mil caras. Dicen que es uno de los asesinos más peligrosos del mundo. -chilla Kuan histérico, ahogado por el peso del ex marine.- Sáqueme de aquí vivo y le contaré todo, los delataré a todos. -ruge mirando hacia un lado, hacia la mesa donde ya la pareja de motorizados se pone de pie, dos armas en las manos ella, una en la de él.

   Rápido como un mal pensamiento, clavándole una rodilla al asiático en el abdomen, Denton se vuelve, agachado aún, armas en mano, la que ya tenía, y la que luego buscó bajo su chaqueta. Y si los otros son certeros, él también. El cruce de disparos obliga a girar y evadir. El que la pareja de motoristas se eche hacia atrás, y el hombre vuelva la mesa donde él y ella se medio cubren, más para desaparecer de vista que protegiéndose de disparos, es imitado por Denton, quien arrodillado intenta inútilmente ocultarse. Joder, piensa...

   -¡Quieto todo el mundo! -ruge una voz potente, desde la entrada.
 
   Y al ex marine la quijada se le cae al piso. No reconoce al hombre joven que habla, un moreno de piel blanca cobriza y ojos verdosos, que sonríe a pesar del momento, vestido de velcro negro, con un auricular en la oreja derecha y un micrófono cerca de su boca de labios distendidos en una medio sonrisa, mientras apunta con las dos manos hacia el hombre rubio. Pero si reconoce a la mujer a su lado, la bella Aimara Texeira, quien encañona a la motorizada.

   Como si hiciera falta algo más para indicarle a Denton que no alucina, de detrás de la barra, provocando el chillido del joven hombre asiático aún de culo en el piso, aparecen otros tres hombres, rodeándola. Uno de ellos es un cuarentón calvo, de cuerpo musculoso y aire de mando, un oficial. A su lado está Terence Bull, quien le lanza una fugaz mirada de reconocimiento. Del otro lado, del suyo, aparece el pelirrojo Brandon Johnson, quien le guiña un ojo. Todos apuntan a la pareja tras la mesa, la cual intercambia una mirada y dejan sus armas sobre esta, con serenidad. Eran profesionales.

   -Pero ¿qué diablos...? -comienza Denton, mirando aún con una rodilla en el piso a Brandon a su lado, que le tiende una mano, una que no toma mientras se pone de pie.- ¿Qué hacen aquí?

   -Parece que salvándote el culo, papá. -responde, insolente (y siente un estremecimiento muy particular, recordando a alguien más), el joven moreno, al cual mira con frío desdén, tanto que le hace tambalear por un segundo la sonrisa.

   -No pedí ayuda.

   -Pero Caldwell tiene razón, la necesitabas, Capitán. -interviene el tipo calvo, mirándole con recriminaciones.- ¿Todo bien?

   -Todo bien, Tormes. -le replica. Conoce al sujeto, uno de los capaces en Operaciones Negras. Agachándose y tomando al viejo asiático por el kimono florido, alzándole, este todavía con las manos temblorosas y alzadas como indicándole a cualquiera que hiciera falta que no va a crear problemas.- Este tipo es mío.

   -No, Capitán. -le mira Tormes.- Todos en esta habitación tienen que acompañarnos y declarar. Y eso te incluye.

   -Tormes...

   -Es necesario, no sabes lo que ha ocurrido. Esto es más grande que tu rabieta de hace un año. -ladra este, impaciente, y se miran agresivamente, sabiendo que un día tendrán que enfrentarse. El joven moreno, Sean Caldwell, sonríe divertido. Aimara, Terence y Brandon intercambian miradas nerviosas, divididos en sus afectos y lealtades.

   -Kuan tiene mucho que contar. -agrega cediendo, mirando al sujeto calvo.

   -Si habla... -interviene el motorista, sonriendo, manos alzadas. Amenazante.

   -Hablará. -le silencia Tormes, a él y a Denton.

   Kuan abre los labios, luego estos tiemblan violentamente. El sonido de un corcho saliendo de una botella congela a todos, porque todos en ese cuarto lo conocen y reconocen por lo que es. Del cuello de asiático mana un pequeño río de sangre, el cual emerge también de sus labios. La mirada que le arroja a Denton es de sorpresa y casi de reclamo: ¿No ibas a protegerme?

   Les lleva un segundo mirar hacia la barra, hacia el joven asiático alto, el cual sonríe leve, le guiña un ojo a Denton y salta escaleras arriba, cruzando y desapareciendo antes de que este, Sean o Aimara le disparen.

   Denton no ve caer al viejo, erizado, trastornado, temiendo que si se vuelve verá nuevamente el cuerpo de Mitch. Completamente convencido de que se encuentra ante un viejo fantasma, cubre el espacio en dos saltos, rumbo a las escaleras.

   -¡No! -ladra Terence, alzando una mano.
 
   El hombre no le escucha, ya pisa el primer escalón cuando un cuerpo proyectado como torpedo le impacta con fuerza en un costado. Todo ocurre rápidamente, pero al hombre le dio tiempo de sentirlo, había desplazado algo con su bota. Y mientras cae de lado, golpeándose contra el piso, con aquel cuerpo que le aplasta y deja sin aire, escucha la pequeña explosión que cubre de polvo y cascajos el cuarto.

   La fuerza de élite se había medio cubierto, flexionando rodillas y alzando brazos, igual que los motorizados, los cuales se agitaron, sin mirarse, intentando un golpe de mano pero quedándose finalmente quietos, olvidando todo intento de lucha o escape cuando Brandon y Aimara prácticamente se les van encima, apuntándoles.

   -¡Maldito idiota! -le ruge Sean a Denton, al rostro, aún sobre él, realmente molesto.

   -Había un cable, ¿no lo viste? -interviene Terence, acercándose, mientras Aimara y Tormes suben a toda prisa pero con precauciones, las escaleras donde dos escalones han desaparecido, así como un pedazo de pared. Había sido una explosión controlada. Destinada a matar únicamente al que le siguiera.

   -Quítate, coño. -ruge Denton, muy rojo de cara, de espaldas, atrapando los hombros del joven y arrojándole sin ceremonias a un lado, rabioso, mirado hacia las escaleras.- Era él, carajo. ¡Era él!

   -¿Quién...? -jadea Brandon.- ¿De quién hablas?

   -Del asesino de Mitchell... El Camaleón.

CONTINÚA … 8

RIO GRANDE... 8

RIO GRANDE                         ... 7
   Bienvenidos al pueblo...
......
 
   Asfixiada traga en seco, al borde del terror total, meciéndose de adelante atrás sobre la cama. El repiqueteo de algo contra el cristal de su ventana, ¿una piedra?, se repite y quiere gritar. Llamar a su papá (sabe que su madre está demasiado lejos, tanto que no la escucharía gritar, llorar o suplicarle aunque estuviera en la habitación de al lado), incluso respirar le cuesta. Sabe, a pesar de ser una niña, que un juicio inapelable la espera del otro lado. Había causado la perdición de su hermano y ahora debía pagar. No se lo planteaba de esa manera, pero era la idea. Lo que no entiende es por qué, a pesar de su miedo de caminar hacia esa ventana, y asomarse, sabiendo lo que verá, lo hace. Comienza a levantarse.

   Una mano pálida y pequeña, horriblemente fría cae sobre su hombro, deteniéndola con una fuerza extraña. Como extraño era la helada sensación que atravesaba su blusa, un frío casi hiriente.

   Sobresaltada se vuelve, elevando la mirada, encontrando al niño a su lado. Un niño al que nunca ha visto pero de quien sabe que algo absolutamente horrible le ha ocurrido. Lo nota en su rostro congestionado de miedo, tristeza y dolor. Por la sangre ennegrecida que parece seca en sus fosas nasales, en su barbilla como si la hubiera vomitado, en sus ojos como lágrimas, en sus oídos.

   -Es una trampa. No vayas, regresa. Regresa ahora que aún tienes tiempo. -le advierte de manera imperiosa, cerrando los pequeños dedos en su delgado hombro, hiriéndola con aquel horrible frío.

   El frío de los cadáveres.

   -¡Ah! -jadea y parpadea, sin grandes sobresaltos, sin gritos, despertando en el asiento del copiloto de la vieja camioneta van, en la cual cruza las desérticas carreteras del oriente venezolano, en medio de una absoluta oscuridad, aunque la luna, cuando emerge entre las ocasionales nubes, deja ver la larga y estrecha carretera que parece extenderse de un plateado lechoso en el infinito.

   La joven lo mira todo, al frente, por la ventanilla, y siente una sofocante sensación de pánico, ¿dónde carrizo está? Pero cuando se vuelve hacia la izquierda encuentra la serena y, si, bonita figura de su acompañante, el chico que conduce, el cual la mira.

   -¿Pasa algo? -le pregunta este.

   -¿Por qué dejaste que me durmiera? Se supone que estoy acompañándote para que no te duermas tú y terminemos en algún titular de prensa mañana. O pasado, dado lo lejos del ombligo del mundo donde estamos. -le reclama, sonriendo suave, viéndose bonita; los efectos del feo y extraño sueño desvaneciéndose ante la mirada cálida del otro, su sonrisa atractiva y fácil.

   -Te veías linda con los ojos cerrados, la boca abierta y roncando.

   -¡Yo no ronco! -casi chilla, pero mirando hacia atrás, donde duermen los otros, se contiene.- ¡Ni duermo con la boca abierta!

   -¿Y cómo lo sabes? -se burla él, mirándola con travesura y afecto, feliz de que haya despertado.

   -Reina me ha tomado fotografías dormida.

   -¿Qué? -se extraña. Se miran, ella le sonríe.

   -No, no hay fotos de nosotras en ropa interior. Quiere ser fotógrafa además de actriz. Dice que un día dirigirá películas en Hollywood... Y mantén los ojos en la vía, Clem, ¿no sabes que los venados suelen aparecer en cuanto apartas la vista de la carretera y todo el mundo se mata, menos el chofer y el venado? Lo que es una injusticia, si me preguntas.

   -Creí que los venados sólo existían en las películas de Disney. -agrega él, volviendo la mirada a la oscura y solitaria carretera, y ella ríe recordando la referencia del cuento de Aquiles Nazoa. Hay un leve silencio.- ¿Entonces?

   -Yo... si, tuve un sueño extraño. -admite, pero calla lo demás, mirando también al frente. Estremeciéndose y esperando que el joven no lo note. Sabe que metro a metro se acercan a su destino y apenas puede contenerse. El miedo le roe los huesos.

   Él le lanza una fugaz mirada, encontrando atractivo todo el paquete. Mayra Lezama, la chica de diecinueve años alta y delgada, de buenas piernas y unos senos redondos que prometían aún mayor generosidad en el futuro, con carita de corazón, frente alta y lisa, ojos castaños, brillantes tirando a verdosos cuando les daba el sol, de nariz pequeña y boca también, enmarcada en un cabello negro, abundante, liso y lustrosos que hacía preguntarse cómo se vería en la cama, extendido sobre una almohada, o bailando a su alrededor mientras hacía el amor. Era un cabello lujurioso.

   -Con tantos datos y tanta charla, seguro no me duermo. -agrega fingiendo un bostezo. Ella ríe, suave, mirándole a su vez.

   Clemente Martinez, Clem, como ella le decía ya que ese sería su nombre de guerra (según él, aunque todos se burlaran; ella lo encontraba hermoso, especialmente porque él le decía May, eran Clem y May), era... joder, si, bonito para ser hombre, admite ella mordiéndose una sonrisa. Sabiendo que no podía decírselo ya que le avergonzaría aunque rodaría los ojos fingiendo darse aires. Y que menos podía decirlo delante de Jairo, quien dormía atrás, o una de las chicas, ya que se burlarían de él. Pero si, Clemente era bonito; alto, cargado de hombros, acuerpado como un joven atleta, a sus casi veinte era un galán de cabello castaño espeso y suave, ojos marrones, piel blanca como nieto de canarios, aunque bronceada por el sol de estos lados, de sonrisa suave, fácil, de gestos amistosos que invitaban a las confidencias, a la amistad. Verle, notar sus manos blancas y grandes, los dedos cerrados con firmeza alrededor del volante, siempre la hacía sentir mariposas en el estómago. Era... ¿qué?, ¿su novio, un amigo todavía?

   -Fue un sueño con el pueblo. -se encoge de hombros, el tono más seco, mirando hacia la noche, su pulso acelerándose al reconocer letreros, al saber que se acercan inexorablemente. Siente un desesperante vacío en su estómago- Odio volver a Río Grande, ya te lo dije. Todo recuerdo que guardo de ese lugar es malo.

   -Allí naciste, eso lo hace bueno para mí. -intenta ser galante.

   -Ni siquiera eso lo salva, créeme. Río Grande es una mierda. -la palabra le extraña, sabe que no es una chica particularmente grosera, como Reina o Antonieta.

   -No te tenses, piensa en esto como en unas vacaciones de fin de semana. Será un viaje corto, así verás a tu mamá, a tu papá y a tu hermanito, ¿no? -intenta alegrarle. Y nota que en la joven luchan el deseo de verlos, el amor que les tiene y que era evidente aunque no lo dijera, y el extraño rencor que sentía por ese pueblo del cual casi nunca decía algo como no fuera que era un mal lugar del cual era mejor mantenerse bien alejado. Nunca le dirá que eso, que ese resentimiento por el lugar, ese odio visceral por el pueblo era lo que más le intrigaba, a él y a los otros en esa van, decidiéndoles a todos a acompañarla cuando ella expusiera la idea de que debía volver. ¡Y eso que se negó a que vinieran!

   -Un día tendrás que contarme toda esa historia. -le dice, suave pero enfático, y ella le sostiene la mirada, asintiendo.

   -Un día, mejor una noche, con media botella de ron entre pecho y espalda. -promete.

   El viaje sigue en silencio, pero no es uno ni muy grato ni muy cómodo. En esa vieja camioneta de un color gris sucio, con una placa de Delta Amacuro, pero comprada en Caracas de un sujeto que la vendía en Maracay, viajan cinco personas jóvenes, cada cual por sus propios motivos. Razones que la mayoría de ellos calla. Uno de los chicos acompaña a la joven que le gusta, también desea conocer el fulano pueblo del cual tanto ha escuchado; el otro, Jairo, pues, bien...

   -Voy únicamente para follar con campesinas y pescadoras. -había dicho este cuando se embarcara, sonriendo con sorna.- Seguramente un caraqueño guapo como yo les va a bajar las medias. Y, con suerte, las pantaletas.

   -¡Jairo! -le recriminaron las tres muchachas que allí viajaban.

   De las tres jóvenes presente, una sentada al frente del vehículo, en el asiento del copiloto, dos durmiendo atrás, una es de una lustrosa piel negra clara, cabello rizado y abundante, de mirada y gestos de entendimiento, como si todo lo supiera de la vida y nada fuera nuevo o distinto a lo que sabía, Reina. La otra, Antonieta, de cara algo ancha, facciones menos armoniosa, con muchas pecas un tanto naranja en ella, para colmo debía cargar con anteojos. Estas dos dormían. Las tres iban por sus propias razones, no habladas ni siquiera entre ellas, que tanto compartían.

   -¿Por qué apagaste la radio? -pregunta Mayra, cansada de ese silencio opresivo ahora que se acercan al cruce, al maldito cruce que los hará atravesar el túnel vegetal, camino a Río Grande. Las ganas de pedirle que den la vuelta son intensas.
 
   “-Es una trampa. No vayas, regresa. Regresa ahora que aún tienes tiempo”.

   -Los programas de la zona son una porquería. -responde él, sonriendo y encendiendo la radio.

   -¡El hombre está condenado! -ladra contenidamente una voz fanática en la radio, de hombre.- Grita “Dios está muerto”, se burla de los fieles en la fe diciendo que prefieren reinar en el Infierno a servir en el Cielo. ¡Necios causantes de su propia destrucción! -enfatiza.- Este es el reino donde sirven, ese del cual tanto se quejan, por el cual acusan y reclaman al Altísimo en los Cielos. ¡Lloran por el reino que eligieron al creer en el gran mentiroso! Satanás engañó al hombre para que abandonara la tierra de leche y miel, de abundancia y paz, de felicidad, donde no se envejecía, se enfermaba ni se moría. Satanás los engañó y les hizo desobedecer y darle la espalda a la vida, comenzando el calvario y el sufrimiento. Porque no se quiso escuchar a Dios, se pensó que Satanás era el amigo. Y el engaño sigue, el juicio no llega, no concluye el padecimiento porque nada se aprende. Satanás ríe en su cautiverio, susurrándole necedades al necio. Pero ya se está cansando de jugar. Espera romper las cadenas del Infierno y traer de sus manos el reino definitivo qe soñó para la criatura que más odia en toda la Creación, al hombre, a la mujer, a los hijos predilectos del Señor. Serán días de fuego y calvario, de miedo y de gritos, de llevarse las manos a la cabeza y cayendo de rodillas gritar 'basta, basta, señor, perdónanos o destrúyenos eternamente, pero que pare el dolor'. Y lo pedirán, rogarán por el final”.

   Intercambiando una mirada, Clemente y Mayra ríen y ella apaga la radio.

   -De noche se ponen más fanáticos. Acostúmbrate. -le advierte ella, sonriendo, expresión que se vuelve una mueca cuando el vehículo cruza la carretera, viéndose el letrero que indica el camino a Aramina por un lado, y por el otro... Penetran entre los árboles, todo oscureciéndose aún más.

   -Joder, qué belleza. -oye la expresión fascinada de Clemente, y mirándole, se estremece.

   No puede dejar de pensar que el pueblo era como el Satanás del cual advertía el hombre en la radio: Engañosamente atractivo. Uno no veía la farsa hasta que ya era tarde. Traga en seco y toma aire sin ruido, buscando serenarse. Pero era difícil cuando sabía que más adelante, aún ahora, se ocultaba un monstruo. Un ser horrible capaz de abominaciones sin límites. Un enemigo de su familia y de su casa.
 
   Y ella aún no conocía su rostro.
......

   La vieja camioneta Chevrolet de la familia traquetea en aquella calle céntrica, bien asfaltada y desierta del pueblo. Lo que demostraba que estaba en las últimas pero el hombre no se decidía a venderla o dejarla abandonada en algún monte para que se la comieran los perros. A veces sueña con llegarse al viejo trapiche (se estremece como siempre que piensa en la vieja propiedad familiar que ha resultado tan adversa para ellos), y dejarla allí, a que se oxide. Como hace el trapiche mismo. Y sin embargo había quienes querían comprarle la vieja camioneta de su padre, con su cabina reparada y su batea abierta atrás; así como la procesadora de caña de azúcar. Pero sencillamente no se decidía. Más con la camioneta. Tenía la firme convicción de que si la entregaba el fantasmas de su padre aparecería para atormentarle con gritos y reclamos. Más o menos como cuando estaba vivo pero ahora peor, ya que estaría cargando con las cadenas que se forjó en toda una vida de mala gente.

   Leandro Ceijas se siente culpable por pensarlo. El padre Vicente le había dicho, con esa claridad que rayaba en lo anticristiano, que su padre no podía estar descansando en el más allá. Y aunque tal afirmación le molestara no podía contravenirla. Sonríe por un momento, con esa expresión ida y estúpida que siempre le prestaba el ron que consumía en la calle Caracol (bebía hasta que no querían servirle más, más o menos como cuando, al intentar pararse e ir al baño a hacer espacio, caía sobre las mesas y los comensales), imaginando lo horrible que sería que el fantasma del viejo se le apareciera cuando estaba borracho. Ríe como tonto, cerrando los ojos, y la camioneta se desliza peligrosamente casi subiendo a una acera, obligándole a abrirlos mucho. Por unos segundos se había quedado dormido. Joder, menos mal que no había nadie por ahí o...

   -Pero ¿qué carajo...? -susurra con la frente fruncida y parpadeando bastante, como para convencerse de que no alucina.

   En la esquina del cruce de la calle Marín, bajo la luz amarillenta y opaca de la farola, ve a una mujer detenida dándole la espalda, vestida de blanco, con la cabeza baja y el largo cabello negro cubriéndole las facciones. Como hombre de pueblo, como policía que le ha tocado patrullar a veces en zonas feas, de noche (y sin estar borracho), una de las primeras cosas que se le ocurre, y que es completamente natural, es que puede tratarse de un espanto. La Sayona, tal vez. Y ríe desacelerando, porque advierte que quien quiera que sea parece caminar tanteando la pared del cruce del edificio del correo. Tanteaba y caminaba con paso inseguro.

   ¿Una ebria, como él mismo?

   Aún borracho como está, detiene la camioneta que lanza tres petardazos y le hace temer que a lo mejor ahora no encienda. Abre la portezuela y el viento que entra le golpea. Baja, sosteniéndose con mano firme de la portezuela, esperando que el mundo se estabilice, mirando a la mujer que... joder, le parece conocida.

   -Señora... -llama.- ¡Señora! -repite. Tal vez por su lengua tartajeante como siempre que se emborracha, no le escuchó, pues esta no se detiene y sigue tanteando la pared, como deseando aprenderse por el tacto los detalles de la misma. Como sea, no se vuelve.

   Botando aire, diciéndose que era mala idea soltarse (como no se lo pareció ponerse detrás de un volante en semejante estado), se dirige hacia ella. Es cuando le parece escuchar que gimotea. Eso le frena por un segundo y arruga la joven frente, ¿en qué pensaba realmente? ¿En una borrachita perdida o en problema para llegar a su casa? Ahora se le ocurre que puede ser algo peor. En Río Grande no ocurrían atracos, agresiones (como no fueran los maridos), pero sabía que habían pandillitas. Muchachos que mostraban una faceta increíblemente cruel a veces. ¿La habrían agredido?

   -¿Señora? -la alcanza pues ella parece decidida a alejarse caminando insegura y tanteando la pared. Alzando una mano la atrapa por el hombro. La siente temblar de manera febril, tensandose bajo su tacto, oyéndola gimotear más alto.- Tranquila, señora, soy el cabo Ceijas, de la policía del pueblo, ¿le ocurre algo? ¿Puedo ayudarla? -lucha con la lengua para darse a entender.

   -Mi niña, no encuentro a mi niña. -le llega el lamento, un reclamo cargado de sufrimiento. Y la idea de La Llorona chillando por sus hijos vuelve a alcanzarle.

   -¿Su niña? ¿Le pasó algo?

   -Se la llevó. ¡Se la llevó! -acusa y llora, volviéndose.

   Y Leandro la suelta de manera automática, lanzando un jadeo horrorizado. Por un momento, con el cabello erizado en todo su cuerpo, no puede asimilar lo que ve. Aquella mujer llora pero no hay lágrimas en su cara, sólo chorrerones oscuros que imagina son de sangre seca. Los ojos faltan en aquel rostro, allí donde deberían estar sólo encuentra cuencas sanguinolentas, al rojo, vacías, y la sorpresa es tal que se congela, siente un frío horrible y da otro paso atrás cuando ella, tanteando la pared, da uno en su dirección, vacilante. Acercándosele con su carga de horror.

   -¡Se la llevó! ¡Se la llevó! -alza la voz, contrae el rostro y llora.- ¡SE LLEVÓ A MI NIÑA! -se abalanza y aún sin ojos le atrapa por la camisa.
 
   Y Leandro tiene que luchar contra el impulso de alejarla de un violento empujón y escapar de su agarre. Al miedo que sentía, por lo bajo, latente, se sumaba una repulsa horrible ante aquellas cuencas vacías. El grito, de por sí, ya le había impactado feo. Dios mío, ¿quién pudo hacerle eso a esa mujer?, pero lo que ahora le estremece es que si, la conoce. Del centro cívico. Era una de esas doñitas jóvenes y bonitas, de muy buen ver, que siempre participaban en los eventos de la comunidad. Se llamaba... Se llamaba... Mierda, no lo recuerda.

   -¿Qué le pasó? ¿Quién la hirió? ¿Fue la persona que se llevó a la niña? -intenta sobreponerse a la impresión y al miedo.- ¿De quién habla?
 
   La ve balbucear sin voz, dispuesta a hablar. Pero se congela, la frente crispada, la boca abierta, alzando el rostro, dirigiendo las vacías cuencas sobre su hombro derecho, más allá de él. Y sea lo que sea que ve, siente o presiente la hace estremecerse de pavor, gritar y gritar ante algo muy horrible.

   Es tanto lo que expresa, el miedo visceral y total, que el hombre se suelta y se vuelve. Pero no ve a nadie, nada, ni a un perro errabundo en la solitaria calle.

   -Señora... -comienza de nuevo, volviéndose y grita, dando un paso atrás y casi cayendo sobre la capota.

   Allí no hay nadie. La mujer no está. Mira en todas direcciones, notando como los últimos efectos de la borrachera se le pasan. Y tanto que le había costado obtenerla, joder, la intoxicada y efímera alegría. Quiere llamarla pero no lo hace. ¿Estuvo allí realmente esa señora? Traga en seco, con el corazón martillándole en el pecho. Sabe, en el fondo, que no lo imaginó. Incluso da tres, cuatro pasos, intentando encontrarla.

   Un sonido a sus espaldas le hace pegar un salto y gemir de sobresalto. Un bote de basura, del otro lado de la calle, ha caído con un gran escándalo por parte de la tapa; una botella pequeña de Coca Cola rueda por la acera, ruidosa en medio del silencio, fascinante en su recorrido, torciéndose en su dirección, golpeando una pared y deteniéndose. Totalmente erizado de pies a cabeza, a pesar de ser un hombre adulto, valiente, un carajo que no vacila a la hora de los riesgos, Leandro recorre la calle de arriba abajo con la mirada, frente a él y a sus espaldas. Con la molesta sensación de que es mirado, de que alguien disfruta de una manera extraña provocándole todos aquellos sobresaltos. Le da la espalda a la camioneta, quiere llamar a esa mujer, una que duda estuviera allí, pero de lo que no puede estar seguro. Y por lo tanto no puede irse y dejarla. Dios, ¿lo habría imaginado todo?

   El talán, talán, talán le regresa de esas cavilaciones. Alarmado se vuelve, del otro lado de la calle la botella gira sobre su centro al tiempo que también se desplaza sobre el asfalto, hacia el vehículo. Como arrojada o pateada. Y con los ojos imposiblemente abiertos mira nuevamente en todas direcciones... mientras se dirige hacia la camioneta. No corre pero cubre los pocos pasos en un parpadeado, subiendo, encerrándose. Bajando el seguro de la puerta, cruzándose sobre el asiento y repitiendo el gesto en la otra. Lucha contra los temblores, la piel de gallina, el martillar de su corazón en el pecho y las sientes. Joder, contrólate, ¿qué eres?, ¿un niño asustado de la oscuridad? Intenta razonar, decirse que bebió demasiado ron. Pero esa mujer... Él la conocía. Coño, ¿cómo se llamaba? Alza las temblorosas manos y las cierra alrededor del volante, apretando con fuerza. No se ha ido a la carrera porque teme que si lo intenta la camioneta no encenderá y entonces sí que sentirá pavor, como lo tiene cualquiera, de noche, a solas, enfrentando lo extraño. Pero en su quietud también pesa el que no quiere ceder al miedo infantil y ridículo. Es un hombre, es un adulto; ¡él no puede sentir temor de la oscuridad!
 
   Lo botella gira lentamente, sobre sí, deslizándose, aquietándose frente a sus ojos, de su lado de la calle, deteniéndose totalmente.
 
CONTINÚA ... 9