Sabe
a lo que va...
......
Aunque
el rumor llevaba algún tiempo circulando en ciertos cenáculos muy
cerrados, no era cuestión de alegres comadreos todavía; aún así
algo sí había logrado filtrarse. Comenzaron con las sospechas ante
el cambio de talante del hombre, los frecuentes viajes de este a la
isla prisión en las antillas, por visitas a ciertas direcciones
allá, sepultadas en el secreteo de un régimen dictatorial que hizo
de su voluntad una ley que pretendió fuera natural. La autocracia de
los cástulos no quería que se hablara de ello, que se supiera, así
que lo mejor era no meter las narices. Aunque repletas, siempre había
espacio para uno más en sus cárceles, y eso no lo ignoraba nadie,
ni siquiera los adoctrinados después de más de sesenta años de
tiranía. Con todo, esas visitas despertaron suspicacias, los rumores
comenzaron, sin alzarse mucho las voces, la verdad sea dicha... Hasta
que en la misma Caracas un atrevido y osado periodista, Nelson
Bocarán, se hizo eco. Publicándolo. Demostrando no poco valor. Al
contrario.
El
comandante presidente (intentando emular al viejo sátrapa antillano
con sus indignos títulos, no sentía vergüenza ante tales
necedades), aparentemente estaba enfermo. Y mucho. Cáncer. Eso se
decía. La noticia, en cuanto Bocarán la difundiera, desde el poder
fue inmediatamente desestimada y denunciada como una canallada, una
grotesca argucia de desestabilizadores, sembradores de zozobras y
calumniadores de oficios, como tacharon al periodista. Entre muchos
otros epítetos, ninguno menos feo que el anterior. Un agente de la
CIA. Un pitiyanqui. Esos fueron los menores. Como en circo barato,
quisieron montar una entelequia judicial para no sólo silenciarle
sino para advertir a otros sobre la suerte que correrían de tomar
ese camino, dar a conocer una noticia filtrada de la isla prisión.
Lo usual en la desinformación fascista del autoritarismo, perverso
terreno donde la propaganda y los lineamientos del grupo que ostenta
todo el poder y usufructúa todo privilegio se hacen pasar por
noticias. A pesar de eso, sin embargo, la gran mayoría del país aún
no se enteró de nada, por sensacionalista que fuera el asunto. El
cáncer del “comandante presidente mesmo”.
La
prensa escrita no sólo estaba amarrada por la censura y los
sensores, sino que iba físicamente desapareciendo por falta de tinta
y papel; las emisoras de radio no se atrevían a desafiar la política
central desde la razia de más de sesenta y cinco emisoras cerradas
en un periodo de tres semanas. Y las televisoras hacían lo que
podían por sobrevivir a la censura y vigilancia por un lado, al
chantaje legal, y a la rabia de un pueblo que les veía como
vergonzosos colaboradores. que era, en efecto, el caso de algunos,
cómplices en los crímenes del fascismo reinante. Todo eso ayudó a
que el tema no prosperara... hasta que Rafael Poletto, indomable
periodista siempre colocado en la acera opositora del gobierno de
turno, levantara el silencio en su diario impreso, aún vivo en esos
momentos, El País Nuevo.
El
comandante está enfermo. Y es cáncer. Publicaron desatando un
feroz, sordo y rabioso chismorreo. El régimen lo negaba, insultando,
amenazando con juicios, demandas millonarias y persecuciones. Un
grupito de comunicadores sostenían que era cierto. Un tercio del
país no quería creer aquello, cerrando oídos a toda voz, aunque
algunos, entre sus filas, recordaban mentiras sostenidas abierta y
desafiantemente, como que el Viaducto que comunicaba la capital con
el litoral central no se caería por falta de mantenimiento como
profetizaban los ingenieros de Venezuela, cayéndose esa misma tarde
de la peregrina afirmación, o que la crisis económica no nos
alcanzaría porque el país había guardado un buen botín a raíz de
los años de precios petroleros por encima de todo lo esperado. Del
otro lado, en abierto contraste, otro tercio deseaba fervientemente
que todo fuera cierto; lo deseaba con la fuerza de la rabia y la
humillación a la que habían sido sometidos, llegandose a encender
velas y pedirle a Dios que fuera cierto y que se lo llevara pronto, y
si era con mucho dolor, mejor. Como si Dios se ocupara de asuntos que
los seres humanos decidían para sí. El rumor, que todavía lo era,
avivó una guerra interna en varios frentes que oscureció aún más
el destino de un país que se encaminaba a un verdadero desastre en
lo económico, político y social.
Nuevamente sería la voz de
Rafael Poletto la que intentara brindar una guía, misma que
nuevamente sería desoída, aún por su hija, para ese entonces
compartiendo con él el exilio de las persecuciones: lo importante y
determinante para los próximos años de la política venezolana era
saber qué había de cierto en la noticia y cómo se procedería
después. Otra vez un grupo se atrincheró en que era mentira y que
no pasaría nada, otro pensó que ese día, a la esperada y rezada
muerte, todo el régimen colapsaría y se les cobraría todo lo que
había que cobrarles al gobierno. Así se colocaba la mesa para que
se repitiera, de no mediar otras fuerzas, lo ocurrido en la isla
prisión antillana a la caída del bloque soviético, cuarenta años
atrás, que debió decretar el final de la dictadura y la apertura
física y política de la isla, objetivo abortado no tanto por las
fuerzas reales de un régimen armado y violento pero sin sustento
económico (las consignas y la fe a una ideología que colapsaba
estrepitosamente en europa, no llenaba las ollas, y con hambre no
había amor que durara), sino por la imposibilidad de quienes los
odiaban para trazar un único camino a seguir, dividiéndose entre
los que pensaban que era preferible dejar escapar al dictador, a su
familia y colaboradores, dejando libre a la isla, y quienes gritaban
que no, que debía quedarse hasta que le colgaran del cuello. La
lucha entre un grupo y otro les costaría cuarenta años más de
dictadura, posibilidad que helaba la sangre de Poletto. La amarga
división entre quienes le odiaban le daría al tirano antillano,
fuera de risa (bien merecidas, por cierto), la oportunidad años más
tarde de morir cómodamente en su cama, satisfecho de haberles hecho
lo que les hizo, aunque dolido de los años pasados fuera del mando
supremo, al tener que relegar en su hermano tal potestad, él, un
hombrecito falaz enfermo de voluntad de poder a la usanza de
Mussolini, Hitler y Stalin.
Leer
con interés una pequeña nota de prensa al respecto en El País
Nuevo, logra que la mujer lance un contenido suspiro mientras guarda
el periódico en su cartera y enfila sus pasos, taconeantes,
resonantes, seguros de sí, hasta a la entrada de aquel motelucho de
mala muerte, donde se veía, a leguas, que hasta las pulgas se lo
pensarían bien antes de entrar allí. El local ubicado en una
calleja secundaria de la avenida Baralt, no ocultaba lo que era, un
sórdido escondrijo para parejas dedicadas a sus asuntos. Sexuales,
se entiende. Desde el carajo que lleva a una carajita a la que le
promete villas y castillas (y esta no sospecha nada ni viendo dónde
la mete), a los estudiantillos necesitados de esas primeras
experiencias, enviados allí por otros como ellos, a mujeres y tipos
de la vida fácil, acompañados de sus clientes. Con todo y lo
difícil que era esa vida “fácil”. La puerta de entrada, cerrada
pero no asegurada, es metalica, mal pintada de caoba, y daba paso a
un espacio estrecho que terminaba en una diminuta recepción de donde
parten dos corredores más, rumbo a las habitaciones. Las cuales
estaban cerradas con viejas y no muy resistentes puertas de madera
mal pintadas de colores chillones. A lo lejos se oye, en bajo tono,
las conocidas notas que indicaban un extra de Radio Rumbos, estando
muy próximo su noticiario estelar. La iluminación es mala, el techo
estaba cruzado de lámparas largas, casi todas quemadas. Olía a
tierra, a encerrado, pero también a... gente. A sudor, orina y otros
aromas aún menos fragantes. La hermosa mujer se estremece
ligeramente imaginando lo que olería un colchón en ese lugar. Dios,
¿y las personas realmente dormían en lugares así? Le costaba creer
que sirviera aún para un polvo espontáneo y rápido. Siendo la
palabra clave esa, rápido, para salir y darse un buen baño con
mucha lejía caliente.
Dormitando tras un
escritorio bajo, viéndose que está acostumbrado aunque su rostro
reflejaba que no está cómodo y que odia todo eso, un cincuentón
obeso despierta cuando la mujer da los buenos días llamando su
atención. Al sujeto le cuesta entender que no sueña, que
efectivamente estaba allí una fémina delgada, alta y hermosa, de
cabellos castaños recogidos en un moño sobre su nuca, vistiendo
buenas ropas (un vestido algo anticuado para una mujer tan bella, le
parece), que ocultaba buena parte de sus facciones tras unos lentes
oscuros, de los caros, como toda ella parecía serlo. Había algo en
la mujer que delataba un no sabía qué que no podía definir. Clase,
prestigio, un donaire de reina que no menguaba ni siquiera porque
chapaleaba en medio de aquel pantano. Eso es lo que le confunde, ¿qué
estaría haciendo una princesa así en un tugurio como ese? Era,
obviamente, la eterna pregunta.
Ella
se lo aclara, y aunque sigue sin comprender, le facilita la
información. Viéndola asentir y sonreír agradecida (¡en verdad le
agradecía su ayuda!, le sorprende), por lo que se siente obligado a
advertirla.
-Pero,
señorita, el... caballero no está solo. -le dice. Ella asiente
nuevamente y se aleja.
Mientras recorre el pasillo
buscando la puerta indicada, se cruza con una que otra pareja que
abandona los cuartos a toda prisa, como si hubieran esperado irse
después del sexo, de madrugada, en medio de la oscuridad, y
habiéndose quedado dormidos ahora escapaban a toda prisa para no ser
vistos saliendo del motelucho. La elegante mujer soporta una que otra
mirada intrigada. Si, destacaba demasiado. Suspira para sus adentros,
era increíble que ese sujeto le diera esa dirección el día
anterior, cuando le citara para darle el informe de las
investigaciones que le había solicitado.
-Tengo
lo que quiere, me falta averiguar un dato y para ello debo
encontrarme con un sujeto en un bar de mala muerte, señorita. Mañana
temprano le llamo.
Pero
no llamó. E imaginó que en el bar se había embriagado, recogido a
alguna putilla y terminado allí. Conocía el nombre del lugar porque
este, en un momento de confidencias, le indicó que a veces terminaba
negocios allí, con informantes. Y ni quiso imaginar qué hacía
realmente para “procurarse lo que necesitaba” de esas personas.
Por la zona esperaba que fuera un lugar feo, pero no tanto. Con
aplomo se detiene frente a una de las puertas, pintada de verde,
todavía olía a pintura en aceite y se sentía algo pegajosa al
tacto. Llama. Nada. Vuelve a llamar. Sin formar escándalo, tan sólo
de manera constante. Que, sabía, era el camino del éxito en toda
empresa, tarde o temprano.
-¡Largo! -oye el rugido de
disgusto que viene del cuarto, igual que uno que otro “¡dejen
dormir!”, de puertas cercanas.
Pero
nada distrae a la mujer. Llama y llama, con suavidad pero con
tenacidad.
-¡Joder! -escucha y la
puerta se abre con violencia.- ¡Mierda! -gruñe el tipo que aparece,
automáticamente, sintiéndose un tanto mal por soltar la palabreja
al rostro de la bonita y serena mujer. Había algo en ella que
imponía respeto y consideraciones. Algo que aún un sujeto como él,
notaba.- Buenos días, señorita Nazario. -termina como un reticente
chico de escuela frente a la bonita maestra.
-Buenos días, señor
Cabrera. -sonríe ella como si tal cosa.
En
honor a Sofía Nazario había que decir que pocas cosas la
sorprendían, alteraban o molestaban. Rara vez perdía la compostura
o los nervios, pocas cosas parecían obligarla a actuar
desacostumbradamente. Ella manejaba su mundo, se presentara este como
lo hiciera, aún en la figura de ese hombre alto y robusto, cargado
de hombros, un treintón curtido, recio, agresivo, bien conservado a
pesar de la velluda panza que mostraba en esos momentos, algo
abultada. Esta se veía dura, no blanda. En él todo indicaba fuerza,
vigor, agresividad y masculinidad. Su cabello negro y corto, con
hebras grises aquí y allá, se unía en las mejillas y mentón a un
rastrojo cerrado de barba oscura, que podía parecer descuidada pero
que se veía bien. Sus labios eran carnosos, y la mujer podía
imaginar que sabía utilizarlos, en muchos frentes. Aunque a ella no
le impresionaran. Fuera de un boxer holgado, donde se notaba cierta
morcillona figura de su verga, se mal cubre con una sábana, como si
hubiera proyectado gritarle al que le despertara y regresar
inmediatamente a la cama. No la esperaba, la mujer podía verlo en su
rostro, pero qué, ágil de mente, estaba tejiendo la idea de que
seguramente le habló de ese lugar, y al comentarle lo de a cita en
un bar no muy lejos de allí (con su fama de ser alegre a la hora de
tomar), y citados para esa mañana, no apareciendo, era evidente cómo
había llegado hasta su puerta.
Y
no se equivocaba. Todo eso lo piensa confusamente el hombre, aunque
le cuesta hacerse cargo de la situación, perdido al despertar fuera
de su cama, en el sórdido motel, otra vez, acompañado (otra vez),
con algo de resaca y con la mujer allí, una de sus clientes más
activas y generosas a la hora de pagar sus honorarios de investigador
privado. Oh, mierda, ¡y las cosas que averiguó!
-Coño,
la cita. -gruñe él, molesto por fallar de aquella manera, y porque
ella se lo señalara estando allí.- Deme media hora y...
-Debimos hablar hace quince
minutos. No sé usted, pero hoy para mi es un día especialmente
complicado, debo elegir un regalo para un sujeto que lo tiene todo.
No es fácil. -le corta ella, con una sonrisa amigable, caminando y
abriéndose paso de manera natural, penetrando en la habitación.
-No,
yo... -intenta advertirla.
-¡Señor Cabrera! -farfulla
ella, parpadeando, momentáneamente sorprendida. Y divertida,
volviendo la vista de la cama al hombre tras ella, que se tensa un
poco bajo el escrutinio.
Aquel
hombrezote de porte masculino no estaba solo. Sobre la cama, de
panza, dormita un joven hombre de cabellos algo largos, crespo, de
labios ¿pintados?, desnudo a excepción de una corta pantaletica de
mujer que se pierde entre unas nalgas más que llamativas (joder,
ella no tenía unas así, se dice divertida). Y sabe que es una
pantaleta, no una pieza de fantasía masculina. Al señor Eliseo
Cabrera, recio investigador privado, ex policía, le gustaban los
chicos delicados, boniticos y culoncitos. El joven, rostro ladeado
sobre una almohada de funda color verde, parpadea con esfuerzo, abre
un ojo y la mira; un brillo de admiración parece notarse en él,
también la confusión. Y no era para menos, ¿quién sería esa
mujer, verdad? Sofía puede entenderlo.
-Los
hombres siempre terminan sorprendiéndote, Sofía, y no hablo de que
lleguen con un saco rebosando diamantes. -solía decirle su madre,
cuando estaba de buenas, generalmente refiriéndose a uno de sus ex
amantes, sujetos que nada valían. Aunque en este caso...
Mira
abiertamente a Eliseo, quien se acomoda mejor la sábana, cubriendo
más, y sonriéndole ahora, como desafiándola a decir algo, o tal
vez a comportarse como la típica mujer escandalizada y sobrepasada
por una situación.
-No
le sabía tan ocupado. -comenta ella, graciosamente, saliendo de la
habitación, no molesta ni aunque es seguida por la risa de él.
-¿No
esperaba que lo estuviera en un lugar así? ¿O que lo estuviera con
alguien... así? -la siguie y reta. Ella se vuelve a mirarle, serena.
-Me
citó temprano, imaginé que se quedó por aquí, borracho de sus
tratos en el bar, y que tal vez pensaba ir en mi búsqueda pero se le
hizo tarde.
-Bien,
si, pudo ser, ¿no? -admite él, admirado por su lógica. Cerrando la
puerta a sus espaldas, descalzo y mal cubierto con una sábana en ese
estrecho pasillo.- Le conocí anoche, me fue bien en un trato,
celebré y...
El
botiquín había estado animado como siempre, y se divertía. Le
gustaba beber con otros que compartieran la afición al alcohol. Las
buenas energías brotaban en momentos así, se podía reír, gritar,
ofender o decir lo que fuera, sin que otros realmente se molestaran.
le agradaba la gente que era feliz ebria, que cantaba y era amistosa.
Y abierta. Algo que en su línea de trabajo le funcionaba. Y aquel
policía joven e idiota, con una esposa recién parida de su tercer
muchacho, obligándole a buscar plata donde fuera, y que no aguantaba
dos cervezas sin marearse, ni distinguía muy bien entre machos o
hembras, con ellas prácticamente encima, había sido perfecto para
el trabajo de rastreo. Buscó, averiguó sin llamar la atención y le
dijo donde estaba el viejo que requería... Y, además, no temía
gastar el dinero que acababa de pagarle. Le gustaba eso también. No
era un chulo, cancelaba lo que consumía, y era generoso cuando
buscaba información, pero le alegraba saber que otros eran iguales,
nada tacaños a la hora de gastar. Y el chico invitaba.
A
leguas se le veía heterosexual, pero con siete cervezas encima,
comenzando con los roncitos, consideró hacerle el trabajito,
acorralarlo y meterle mano. Sabía cómo convencer a esos chicos a
experimentar algo nuevo. Lo que habría sido una grata manera de
terminar las negociaciones, teniendole de espaldas sobre una cama,
las piernas muy abiertas, quitándole lo borracho a fuerza de meterle
el güevo bien tieso en ese culito que sabía, imaginaba o suponía
virgen. Creía poder lograrlo. El joven policía estaba mareado, reía
bastante, y se notaba que le gustaba agradar y complacer. Un tío así
podía meterse en muchos problemas, o que le metieran muchas cosas
por sus agujeros. Lo consideró, la tenía dura sentado frente a él,
viéndole reír rojo de cara, hasta que se fijó en el chico sentado
a la barra, espalda erguida, aparentemente indiferente a todo
mientras fingía tomar de una cerveza que administraba, él sí, con
bastante tacañería. Ubicado entre un transformista y una puta
declarada a la que ya conocía. El chico, afeminado, iba por
clientes. evidentemente. Estaba por trabajo. Pero esa carita...
Este
tenía todo lo que le gustaba en un chico al cual abordar y luego
tenerle clavado en su regazo, retorciéndose emocionado mientras le
taladraba el culito tierno; incluso el estar sentado en la barra de
ese local de mala muerte, es decir, que sabía a qué iba. La carita
era dulce, con cierto nerviosismo que delataba que era nuevo en eso
de abordar carajos en un bar. Piel canela suave, cabello negro y
crespo, algo largo. Torso delgado cubierto por una camisa color
lavanda, una franja caliente y excitante de piel notándose donde
esta terminaba y comenzaba el pantalón, sin correa, que se despegaba
un poco. Y el tolete le palpitó imaginando qué vería si de pie, a
su lado, lanzaba una mirada. Los labios brillantes, los párpados
algo marcados, los gestos de sus manos, la manera de mover la cabeza,
todo hablaba de una condición andrógina que le excitaba. Cuando sus
ojos hicieron contacto le vio tensarse más, volviendo el rostro al
frente, tomando de su cerveza, muy poco, o nada, espalda rígida.
Haciéndole sonreír. Jugaba al difícil pero en esa mirada y postura
leyó todo lo que le interesaba, quisiera este decírselo o no. Su
naturaleza era sumisa, de esas que respondían, así no quisiera,
bien manejado, a la masculinidad de un hombre que exigiera todo de
él. Como lo hizo cuando se puso de pie y fue a su lado, saludando.
-Eres
la nena más bella sentada a la barra. -le dijo con voz clara,
provocando la sonrisa de la putilla y un mohín como ofendido del
tranfo, haciendo enrojecer al chico, al cual sorprendió y tensó aún
más al tocarle con el pulgar el grueso, terso y brillante labio
inferior.- Imagino muy bien lo que una hembra apasionada como tú
puede hacer en una cama. Y fuera de ella.
Viéndole enrojecer, reir,
verse abrumado por el acercamiento entendió que le había gustado,
que el chico posiblemente tenía problemas con su papá, que seguro
este no gustaba de su vida, y andaba por ahí necesitado de un papi
que lo quisiera, buscando aprobación, también autoridad, una que
lograría hacerle responder como deseara, mientras aullaba de placer.
Algo de rudeza, de crudeza mientras sobaba, besaba, lamía y la
llamaba bella, un coctel que un chico así no podría resistir.
No
llevó mucho tiempo sellar el trato comercial y llegar a ese cuarto
de hotel, sórdido y todo, muy a propósito para esos menesteres. Y
deliró al verle en aquella pantaletica, el más claro indicio que
daba de lo que sentía. No se la quitó del todo, teniendole de
espaldas en la cama, los tobillos en sus manos, abriéndole, la baja
espalda sobre las almohadas, la cama chillando mientras, arrodillado,
mecía sus caderas de adelante atrás, perforándole, cogiéndole con
ganas. Y las cosas que le dijo...
-Toma,
toma, nena. -le sonrió entre dientes, viéndole estremecerse bajo
las refregadas que le daba en el recto con su nervuda, gruesa y tiesa
barra caliente.- ¿Sientes la concha rica, mami? La tienes bien
mojada, como me gusta. Tan apretadita...
-Seguro que el chico tiene
cualidades increíbles, noté que tanto sobresale su trasero. -la voz
de la mujer le saca de esos dulces recuerdos, algo bruscamente, ¿le
habría adivinado?- Si es que es un trasero natural... -se encoge de
hombros al agregar, sorprendiéndole un tanto.
-Es
un trasero natural, oh, créame. Se siente bien en las manos. -tensa
la cuerda y ella sonríe leve.
-No
siga, señor Cabrera; no logrará escandalizarme. Entiendo que le
mortifica un poco el que ahora sepa algo más de usted, y que sienta
que debe... probarme y provocarme, pero nada en su vida me interesa,
más allá de su bienestar personal, claro. -aclara con una sonrisa
abierta, un tanto alarmante en lo conciliadora y comprensiva.- Lo
único que consigue es hacerme perder tiempo, y ando escasa de él.
Ya le dije. Buscar un regalo para alguien que lo tiene todo es un
reto difícil, no lo subestime. -por un segundo se tensa, porque
fuera de la charla intrascendente, llegaba al punto que le
interesaba. Uno que era de vida o muerte para ella.- ¿Logró
encontrar al hombre donde le dije? ¿Habló con él? ¿Hablará
conmigo? Necesito que me cuente muchas cosas de mi familia.