RIO GRANDE ... 8
Bienvenidos al pueblo...
......
Respira
y jadea con esfuerzo mientras enciende el motor del vehículo;
sabiendo que no encenderá, que fallará y no podrá alejarse de ese
maldito lugar. Y sería justamente cuando... Enciende. El motor vive,
después de todo. Y la radio deja escuchar una voz de mujer,
modulada, jovial. Que le sobresalta. Porque no la llevaba encendida
antes de bajar. Está seguro de ello. Casi seguro. Borracho como
anda, sabe por experiencia, que oír música le produce sueño.
-Alerta,
campeón, alguien está detrás de ti. Va tras tus pasos. ¿Puedes
sentirlo? -dice esa voz educada, bien entonada, una que no conocía
pero que le eriza nuevamente la piel. Intenta fijarse en el dial de
la AM, pero no distingue bien.- No corras, deja que te alcance.
Quiere conocerte. -hay una risita suave.- Sabes de quién se trata,
¿verdad? El que te ha acompañado desde niño, ese que sabes que
vela tu sueño, en la oscuridad, mirándote dormir desde los pies de
tu cama. Que conoce tus miedos, tus angustias. Tus deseos. Vamos,
ábrele tu corazón, sabes que lo necesitas. Que lo quieres. ¡Ábrele
la puerta!
No
lo soporta y apaga la radio resistiendo las ganas de pasarse las
manos por los brazos y borrar la piel de gallina. Está acostumbrado
a los programas religiosos después de la media noche, y aún más
tempranos. Pero esas palabras... No, no parecían hablar del Buen
Libro, ni de nada bueno a decir verdad. Traga en seco, deseando estar
ya en su casa. Haber salido más temprano de la cantina. Estar sobre
su cama, cobijado. Seguro. Cierra los ojos y ve el trapiche, a lo
lejos, desde la carretera de tierra que llevaba a la quebrada, con su
mole oscura, su techo en declive, sus chimeneas. Y los abre
rápidamente, porque no es un lugar que le agrade. Parpadea, sus
labios se abren y se cierran. Bajo la luz de la farola de la esquina
la botella gira sobre su centro, perfectamente inmóvil en el mismo
punto, en medio de la calle. Algo que antes no hacía. Estaba seguro
de ello. O casi. Mete reversa, el motor traquetea, se aleja un poco,
y casi saltándose la primera sale disparado, cruzando sobre la
botella, sin tocarla, sin mirar atrás. Una idea molesta le inquieta
ahora, levantándole los pelos de la nuca aún más: ¿y si lleva a
alguien en la parte trasera de la camioneta? Al que sigue a los
viajeros que...
Por
eso no mira.
......
Ignorando
toda las sorpresas, el horror y el impacto que ese día traería a su
vida, la mujer sale de su cuarto con una leve sonrisa de tranquilidad
y serenidad, una que se acentúa al tomar una buena taza de café
minutos después, una vez que monta el budare sobre dos de las
hornillas de la cocina, una enorme pieza esférica donde puede asar
hasta ocho arepas de buen tamaño... si deseara preparar tantas. La
masa le lleva segundos, lo justo como para que la plancha esté lo
suficientemente caliente. Con una pasada de aceite en sus manos unta
las caras de las arepas y las coloca una a una sobre el budare. Le
llega el conocido sonido del chisporroteo húmedo sobre el metal
caliente. Tan conocido, tan suyo cada mañana... y su sonrisa se
vuelve un tanto una mueca.
Había
algo deprimente en esa idea. Cuántas arepas habría preparado desde
que se casara con Elías, se pregunta. Eran las seis y quince,
todavía faltaba casi una hora para escuchar las noticias, por lo que
se conforma con el amanecer llanero de Radio Rumbos, pensando en
todas las cosas que hacer ese día, incluida cambiar la ropa de cama.
-Mamá.
-oye tras ella la voz alerta de su hijo menor, el cual siempre andaba
algo ceñudo, le parecía ahora, aún no vestido para ir al liceo,
llevando una camiseta holgada y el bermudas con el cual dormía... y
que a los dos días olía a oso. Era raro verle fuera de la cama ya.
Siempre se le hacía tarde, quería acostarse a medianoche pero nunca
despertar temprano.
-Buenos
días, y que Dios te bendiga. -le responde ella con retintín,
recordándole las obligaciones mañaneras de pedir la bendición y
saludar. Andrés, delgado, alto, guapillo pero con rostro impaciente,
rueda los ojos. No tenía tiempo para esas tonterías.
-Hay
una camioneta estacionada afuera. -le informa, desconcertándola.
-¿Qué?
-confusa mira del joven a la ventana que da al patio, el día ya
clarea con fuerza. Pronto sería otro hermoso día de mucho sol...
hasta que comenzara a achicharrar con sus rayos. No ve nada.
-Esta
de este lado. Estacionada en el patio lateral. En nuestra propiedad.
-aclara el joven, señalando con un dedo.- Es una Van, de esas que
hablan en el liceo, que llevan a degenerados que raptan chicos para
hacerles cosas malas. -sonríe con la boca torcida.- Nunca dicen qué,
unos les pregunta y se ponen rojos y comienzan a tartamudear. Tan
sólo que es algo muy malo que no nos gustaría. -mira hacia la
pared.- Dicen que la familia Manson, en Estados Unidos...
-Si,
si, lo entiendo, son peligrosas las Van. -le interrumpe ella, ceñuda,
extrañada y preocupada, lanzándole una mirada firme.- Ve a bañarte
y a vestirte; pero báñate de verdad o voy a meterte yo a la fuerza
bajo el chorro. Y para que lo sepas voy a ira a hablar con tus
maestros sobre esas informaciones que les dan. -tan escasas, tan
deficientes, unas que no les servían para nada. Los chicos debían
saber que si existían los monstruos y el peligro que conllevan. Tan
perdida está en esos pensamientos oscuros que no repara en el joven,
que continúa allí, mirándole fijamente.
-Piensas
en Leonardo, ¿verdad? Tal vez en una camioneta como esa... -hay
cierta crueldad adolescente en el tono, algo deliberadamente
malicioso, y ella se eriza y pierde la paciencia.
-¡Llama a tu papá y ve a bañarte! -es tajante, mientras abre la puerta
de la cocina y sale.
No
le lleva mucho a la ceñuda e intranquila mujer vislumbrar el
vehículo, que le molesta más que alarmarla, la verdad fuera dicha.
Pero qué abuso, ¿cómo se estacionaba alguien en su propiedad y...?
La portezuela del pasajero se abre y se tensa, deseando ahora haber
esperado a Elías y...
-Hola,
mamá. -sonríe la joven, saliendo y mirándola, afable, pero
evidentemente tensa.
-¡Mayra!
-chilla ella, casi lanzando varios griticos más, olvidando todo en
segundos, cruzando la distancia, arrojándole los brazos al cuello y
casi bailándola mientras la acuna en un feliz abrazo.
Uno
que la otra responde sólo a medias, ¿porque es poco cariñosa,
porque es una mujercita que se avergüenza de esas demostraciones, o
porque sabe que un chico que le gusta las está mirando? Podría ser
cualquiera de esas razones. Pero Elsa parece no notarlo, lo que habla
un poco mal del amor que los hijos demuestren a sus padres y la
incondicionalidad de estos.
-¿Mayra?
-se oye la voz de Elías tras ellas. Y la joven sonríe de manera más
abierta, aún retenida por su madre, la cual está toda roja de cara.
-¡Papi!
-chilla y luego parece avergonzarse, lanzando una leve mirada a la
camioneta.
-¡Mira
quién está aquí! -anuncia Elsa, como si hiciera falta, toda
riente. El hombre, más comedido, va y la abraza, feliz también. Y
la joven medio sonríe y chilla quejándose cuando es medio alzada
del piso.
-Miren
lo que el gato vomitó cerca de la puerta. -agrega al encuentro,
odioso pero no agresivo, no sabiéndose si feliz o no, Andrés, en
camiseta y bermudas, observándola un poco más allá, ganándose una
mirada algo divertida de ella, pero también seca.
-Dios,
estás tan flaco, ¿estás enfermo? -juega con él. ¡Y lo que habría
agregado de no estar sus padres!
-Tú
te ves gordita. -replica.
-¡Chicos!
-comienza Elías, rodando los ojos.
-¿Y
esos quiénes son? -Andrés, sonriendo cruel, mira tras ellos.
Elsa
y Elías se vuelven, mientras Mayra, aún en brazos de su padre, se
tensa. Rodeando la camioneta viene Clemente, sonriendo afable,
mirando mucho a Mayra, notan sus padres. La portezuela lateral del
vehículo se desliza y abre, y aparecen dos chicas bonitas, de buenos
cuerpos, y un chico guapillo, delgado y alto, con un toque de
crueldad en sus labios.
-¿Ya
llegamos al pueblo de marras? ¿Por eso huele tan raro? ¿Estamos
cerca de una porqueriza? -pregunta este, bostezando, como no dándose
cuenta de que hay testigos.
-¡Jairo!
-advierte bajito, entre dientes y sonrisas, la joven negra.
......
Ignorando
la historia de horror que iba a comenzar para ella, Elba de Linares
da un leve golpe a la puerta del cuarto de su hijo, Antonio. Sonreída aunque algo extrañada de que aún siga durmiendo. Sonrisa que se
congela y vacila cuando encuentra la habitación vacía. La cama está
casi hecha, pero no del todo, se notaba que el niño se había
acostado. Pero, claro, ella le había dejado allí; pero ahora no
estaba. La ventana abierta le provoca un escalosfrio. ¿Una rara
brisa mañanera? Debía ser, ya que era imposible que siquiera
imaginara lo que había ocurrido con su muchachito amado.
-¡Antonio!
-llama, mirando sobre su hombro, preguntándose si estará en el
baño.
......
Temprano
por la mañana y todo, como se dijera poco antes Elsa de Lezama, el
sol ya achicharra bajo sus rayos a todo bicho que camina, vuela o se
arrastra bajo él, y nunca se siente, o nota más, que cuando se está
caminando por una larga y estrecha carretera de asfalto caliente, sin
nadie a la vista. Ni una nube el el extenso cielo azul o un jodido
cují seco que proporcionara algo de sombra, fuera de la peste del
olor. Aunque el joven no piensa en ello, cuesta mucho pensar en esos
momentos cuando tan sólo quiere distraerse imaginando haber llegado
ya a un destino más grato. Amílcar Rivero era un muchacho apuesto,
más que por la cara, algo redonda, cabello ensortijado de un color
amarillento del llamado tipo bachaco y unos labios algo gruesos, por
su juventud y su pinta. Cercano a los diecisiete años de edad, era
cargado de hombros, como que había tenido que trabajar mucho echando
pico y halando escardilla desde su más tierna infancia en la casa
familiar, sobre una tierra dura, seca y egoísta que se negaba a
soltar nada a menos que se sangrara sobre ella. A veces literalmente.
Sumado a la tierra, y la pobreza, un rancho de cuatro divisiones para
una familia de siete personas, con una madre arrugada y eternamente
molesta, y un padrastro que no se cansaba de repartir tortazos para
escapar de sus frustraciones (hasta la mujer se le puso fea), muy
democráticamente, eso sí, le pegaba tanto a él como le daba a sus
propios hijos; lo que bastó para que un buen día se cansara y
tomara la carretera. Precisamente ayer.
Pudo
haberse enredado con Nancy, la hija de los vecinos, encamarse con
ella... Y tal vez preñarla, viéndose obligado a escapar a la
carrera, dejándola con el problema, o meterse a vivir con ella,
arrimado en otro rancho con muchas más personas (aunque su papá no
solía atizarles... tal vez porque la chica aún no se preñaba), y
su historia habría acabado allí. Como sea, no le parecieron
opciones muy buenas a un joven gañán que notaba como las mujeres de
carajos con buenos trabajos, y hasta posiciones, le miraban. Gustaba.
Tal vez en una tierra menos mezquina, bajo un sol menos cruel,
encontraría a una cariñosa señora que le diera trabajo. En lo que
fuera. Ya se encargaría él de mostrar buen ánimo, gratitud y...
eficiencia. Eso le hace sonreír, caminando con paso algo vacilante
en uno de los bordes de la carretera larga, estrecha y recta. Que
parecía extenderse para siempre, le parece de pronto.
Suda,
claro; gotas calientes bajan de su cabellera, la espalda se ve
cubierta también. Y se notan porque, siguiendo una terrible moda de
muchachos, se ha quitado la franela que usa, colgándosela en el
hombro donde también carga el viejo morral con sus pocas
pertenencias; orgulloso de su estampa, aunque no lo reconocería ni
para él mismo. La vanidad no era cosa de hombres. Pero le gusta su
esbelto torso, sus pectorales algo pronunciado, la línea de vellitos
negros y colorados que bajan de entre sus tetillas al ombligo. Vuelve
la mirada al escuchar un lejano sonido. Una camioneta pickup, negra,
de una cabina, abierta atrás, se acerca a la distancia. Su corazón
pega un bote. Joder, si se parara...
Se
detiene al borde del asfalto, sonríe y alza el pulgar en la señal
internacional de “¿me lleva?”. Desde que el camión le dejara en
el cruce de Las Luisas, no había visto a nadie por allí, aunque le
aseguraron que los camiones tanques de la Petrolera a veces cruzaban
por ahí y que aunque tenían prohibido subir pasajeros, daban la
cola. No había visto a nadie. Su mala suerte había estado
trabajando tiempo extra esa mañana.
La
camioneta, de vidrio ahumados, no se detiene sino que sigue un poco
más. El chico jadea desconsolado hasta que nota que reduce la
velocidad, se detiene y retrocede. Sonriendo con todos sus dientes
echa a correr un poco y se encuentran en un punto intermedio.
Lentamente, con la manija, el cristal baja y encuentra un rostro
alargado, ancho pero delgado, con una piel estirada sobre una
estructura ósea que daba una apariencia agradable a ese sujeto
maduro de ojos ocultos tras unos lentes oscuros.
-¿A
dónde vas bajo este intenso sol mañanero, muchacho? -le pregunta el
tipo, no sonríe pero parece amable.
-A
Aramina. -le informa.
-No
llego hasta allá, pero puedo dejarte en el cruce.
-¿A
dónde va?
-A
Río Grande. A mi casa. ¿Te sirve?
-¡Claro!
-jadea el chico, sonriendo alegre, abriendo la portezuela.
-Hey,
hey, la franela. Vas a mojar todo. -le advierte el tipo, sereno, algo
autoritario pero sonriente.
-Ay,
si, claro. -se viste mientras habla.- Hacía tanto calor que... -se
explica y no nota como esos ojos tras los cristales bajan por la
línea de vellitos en su torso, cómo evalúa el abdomen, el borde
del pantalón y este mismo, con aprobación.
-Entiendo.
-todavía la mira un rato más, cuando ya está sentado de copiloto.-
¿Eres de por aquí? No creo haberte visto antes.
-No,
vengo de Guayabal.
-¿Guárico?
Un viaje largo, ¿vas dónde amigos? -pregunta mientras arranca.
-No,
no conozco a nadie por aquí; busco... -duda.
-¿Trabajo,
un lugar, una oportunidad? -insinúa el otro cuando el silencio se
prolonga, sonriendo torcido.
-Si,
comenzar en alguna parte. -dice sintiéndose algo tonto, mirando por
la ventanilla cerrada, agradeciendo el tosco aire acondicionado del
vehículo que se siente increíble sobre su cuerpo sudado.
-Entonces...
¿andas por ahí y nadie sabe dónde? Es arriesgado, muchacho.
-puntualiza el otro.- Oye, si tienes sed, toma agua. -le tiende una
cantimplora.
-Gracias.
-el chico sonríe, destapando el ovalado envase que le recuerda sus
días de escuela, y duda en pegar la boca al pico, por lo que
alejándolo unos centímetros de sus labios abiertos deja caer el
agua.
El
hombre le mira y sonríe un poco más; esos labios gorditos
seguramente se verían muy bien cubriendo un...
-¿Llevas
prisa? -le pregunta, con un tono de voz más bajo, amistoso. Uno que
el chico nota.
-No.
No en verdad... -lo deja flotar. Por la edad ya ha notado miradas y
ha visto cosas cuando iba del poblado a su casa. Hombres en carros
que se detenían a “preguntarle una dirección”.
-¿Por
qué no te llegas a Río Grande conmigo, tomas algo frío, comes y
ves si te gusta el lugar para... encontrar ocupación? -ofrece.
Un
maricón, seguro, piensa el chico, sonriendo algo divertido,
cambiando su postura. Bien, ¿por qué no? No iba a meterse con un
viejo marica, aunque fuera uno que pareciera un tío duro y viril,
pero tal vez si se movía bien, y dejaba que le tocara entre la
spiernas un poco, sólo un poco, le ayudara. Por un tiempo.
-Okay.
-responde finalmente.
-Perfecto.
-sonríe este clavando los ojos en el camino.- ¿Por qué no bebes
más agua? Te ves acalorado. -le mira fugazmente, ¿sonriendo
coqueto?, el chico no lo sabe pero le divierte cuando agrega:- Te ves
todo caliente.
Joder,
vaya con el don, piensa para sí, casi riendo. Y bebe.
Claro
que bebe de la cantimplora ofrecida, y le sigue hacia un lugar que no
conoce, con un sujeto al que no conoce... dada su mala suerte que
trabaja tiempo extra. No encuentra nada extraño ni siquiera cuando
comienza a bostezar y se siente embotado, mareado, con ganas de
recostar la cabeza y cerrar los ojos, adormilado. Y no le parece extraño...