TRECE … 3
Todo
el equipaje que algunos parecen necesitar cargar...
......
¡Mierda!
Su reputación se iba a ir al carajo, sin pasar por “salida” ni
cobrar los doscientos... Pero eran tantas las haladas y apretadas que
ese culo estaba brindándole, haciéndole experimentar a su verga
sensaciones totalmente nuevas (coño, ¿todos los culos de chicos
serían así?), que no puede alarmarse en verdad. Y mirándole
sonriendo, sobre un hombro, se siente malo.
-¿Listo
para más? -le gruñe afincando todavía más el agarre en la delgada
cintura, elevándole las caderas, empujando su tranca de adelante
atrás en un poderoso vaivén, golpeándole sonoramente las nalgas
con la pelvis y las bolas. Quiere metérsela más y más profundo.
Quiere...
-Ahhh...
-el chico chilla con abandono y cachondez, afincando a su vez el
agarre en la camilla, empujando con maldad su trasero contra la verga
que acude a abrirlo.
Joder,
¡qué calentorro!, piensa transpirado, jadeante por la boca,
tendiéndose sobre él, su cuerpo más alto y fornido, artísticamente
velludo cayendo con todo su peso, hundiéndole más en la camilla,
notándole el enrojecido rostro, la floja sonrisa de placer, sus ojos
brillantes y nublados a un mismo tiempo, de voluptuosidad. Le da y le
da. Hasta que lanza un gruñido, metiendosela toda, viendo sus
propios pelos púbicos apoyados contra esas nalgas, y baja las
piernas de la mesa, arrastrando al chico, acercándole al borde de la
camilla, haciéndole bajar también las suyas. Y durante todo ese
tiempo sintió, gozó y “padeció” las haladas que aquel apretado
y sedoso culo le daba en la verga.
-Vuélvete.
-le ordena, temblando él mismo de lujuria. Nunca esperó encular a
un muchacho, jamás imaginó que se sintiera de aquella manera; y,
por supuesto, que nunca, en ninguna realidad, habría creído que se
lo haría a otro sujeto, de frente, mirándole la cara, viéndole la
verga tambien.- Ahhh... -chilla leve cuando el joven comienza un
lento girar, apretándole en todo momento la verga que no abandona
ese culo. Quedando de espaldas sobre la mesa, mirándole sonreído,
rojizo de cuerpo, la verga tambien dura, babeante, las bolas peladas,
su propia tranca más abajo.
Atrapándole
los tobillos se los alza y comienza una enculada con ganas, casi
violentas, arrojándole con fuerza sobre y contra la mesa de masajes,
sonriendo entre dientes, apretándolos, sintiendo que el tolete iba a
estallarle en cualquier momento de puro placer. Le da y le da,
escuchándole gemir y ronronear, boca abierta, frente fruncida,
sonriéndole con gratitud mientras lo encula, atrapando con las manos
la corta sábana sobre la mesa.
-Oh,
si, si, cógeme; cógeme duro. Reviéntame el culo como a una puta
barata. Vamos, destrózame con tu tranca. -el chico balbucea a
gritos, y cada sucia palabra eriza al otro hombre, que también ruge.
En
ese punto sus gruñidos de gozo son parecidos en intensidad y
urgencia a los gemidos que lanza el cliente de madame Ziggy. Una
mezcla de placer y una dulce agonía. Como si ni aún dándole uno,
recibiendo el otro la larga, gruesa, dura y nervuda masculinidad,
pudieran saciarse o tener suficiente de aquello. Los paff, paff,
llenan aún más el cuarto, como los chirridos de la mesa al agitarse
por la fuerza de las embestidas.
-¡Oh,
mierdaaaaa! -chilla el masajista, aferrando sus manos en esos
tobillos, abriéndole más, mientras empuja con más fuerza su verga,
profundamente, entre las transpiradas nalgas del muchacho calentorro.
Sacándosela casi toda, metiéndosela hasta los pelos, una y otra
vez, indetenible, incansable... insaciable.
Sobre
la camilla, el joven ronronea y arquea la espalda, su culo sufriendo
violentos espasmos. Ese culo... Ese culo...
Como
necesitado de un momento de cordura, Larry Valar se la saca
lentamente, disfrutando del trayecto, del roce, de las apretadas,
bajando la mirada hacia ese ahora vacío agujero enrojecido,
brillante de aceites, hambriento. Ese culito titilaba, el chico ya
parecía que iba a quejarse cuando bajó y lo sopló, atrapándole
ahora por las rodillas. Vientecillo que hace gemir al muchacho, cuyas
mejillas enrojecen más. Y por un segundo, un aterrador, maravilloso
y excitante segundo, Larry se preguntó qué sentiría si bajara más
el rostro y posara los labios sobre el redondo y pulsante agujero,
besándolo, sacando la lengua y lamiéndolo, penetrándolo con ella.
Siente
un profundo estremecimiento, mitad repulsa, mitad lujuria. Sería tan
fácil enterrar el rostro entre esas nalgas y meterle la lengua... Y
este parecía responder, ¿acaso había un llamado telepático en el
sexo? Como fuera, el rojo anillo temblaba, brillante de sudor y
aceites. Y enderezándose le metió nuevamente el tolete hasta los
pelos, con rapidez, atrapándole nuevamente los tobillos, dándole
duro en su vaivén. Era como enterrarlo en suave, apretada y cálida
mantequilla, una que halaba y succionaba ávidamente.
Era
enloquecedor verlo estremecerse mientras lo enculaba, escucharle
gemir, notar como arqueaba la espalda mientras se la metía toda y
seguía empujando, dándole y dándole, percibiendo su calor. Ver su
propia tranca entrando y saliendo de debajo de esas bolas rojizas,
llenándole las entrañas una y otra vez era más de lo que podía
soportar. Se sentía... orgulloso de tenerle así, todo mojado y
medio desmayado de gusto gracias a su polla. Le dio sin descanso,
sintiéndose más frenético, más necesitado.
En
un momento dado, no recuerda ni cómo, lo clavó a fondo, y
aprovechando la espalda arqueada de este, separada de la camilla,
metió sus fuertes brazos, rodeándola, y le alzó en peso. Era un
chico sólido, bajito pero fornido, y sin embargo pudo. Le alzó,
clavandole más sobre su verga, y mirarle la sorpresa feliz, el gesto
de picardía y dicha fue suficiente. Pero pesaba. Dando media vuelta
se deja caer de culo sobre la camilla, sentado, y el chico, afincando
los pies en esta, comienza un sube y baja impresionante, gritando
leve, ronco, la cabeza echada hacia atrás. Las sensaciones sobre su
verga, esta rodeada de las entrañas del joven, cuyo labios anales le
daban tales apretadas, le dificultan notar que sigue abrazándole,
sintiéndole la espalda recia y tibia, que sus rostros quedan muy
cercanos por momentos, que sus alientos se mezclan cuando gimen,
porque también él está chillando de gusto, oyendo a lo lejos
risitas en el pasillo.
Dios,
estaba tan excitado, los brazos del chico rodeándole el cuello,
afincandose mientras iba y venía, golpeándole el abdomen con su
verga dura y caliente, babeante, le tiene mal, muy mal. Tanto que
cuando el otro, gimiendo lloroso como un gatito, acerca más el
rostro, él separa los labios y recibe aquel beso extraño, anormal
según sus estándares, uniendo su lengua con la del otro,
tanteándola, sintiéndose erizado y suciamente lujurioso, con el
otro sentado en su regazo, apretando y apretando, halándole el
tolete sin moverse. Sintiendo como la leche comienza a correr en sus
pelotas, con fuerza de erupción volcánica. Se tensa todo, está que
estalla en lo que sabe que será uno bueno. Un clímax de ensueño. Y
los labios se separan unos milímetros, ambos jadeantes...
-Lléname
el culo con tu semen...
Y
ya no puede pensar en nada más como no fuera ver ese agujero
soltando su esperma.
Luego
es difícil recoger los pedazos de su cordura cuando arregla sus
ropas, sintiéndose sudado, chorreado. Avergonzado (¿qué coño
hizo?). Mira de reojo al chico que, luego de sacar de un morral de
viaje una toalla y limpiar su culo que chorreaba esperma, como la
propia que bañó sus torsos, se viste. Santo Dios, usa una mierda de
fantasía, una pequeña tanga de color rosa chillona metida entre sus
nalgas. Sus pantalones, franela, camisa y zapatos también son de
colores llamativos. Era como el anuncio viviente de la bandera del
movimiento gay. Este le mira, sacando la tarjeta de crédito,
acercándose a la mesita donde descansa el lector.
-Gracias
por todo. Lo necesitaba. -dice de manera neutra, casi comercial, y
eso le sienta mal por alguna razón.
-Yo...
-no sabe qué quiere decir. ¿De nada? ¿Fue un placer? ¿Podemos
vernos para tomar un café? Hey, ¿cómo te llamas? No lo sabe.
-Vive
bien. -replica el chico, toma el morral y sale de su vida.
Le
sigue con la mirada desconcertado. Esperaba que después de un polvo
tal, que tal vez quisiera repetir (joder, era bueno en la cama, lo
sabía; le pasaba con las tías). Acercándose a su lector se
encuentra con que el chico pagó las tarifas normales... con una
propina tres veces mayor a esta. Y eso le disgusta un poco. ¿El pago
por los servicios extras? Bien, no era ajeno a ello, pero, por alguna
razón, se siente usado.
Y
no hay un nombre. Tan sólo una etiqueta: Consorcio Devlin.
El
chico sale del cubículo, ignorando a las personas que le miran,
señalan y sonríen un poco, porque saben lo que ocurría entre él y
el sujeto que sólo salía y atendía tías. No repara en nadie.
Aunque la serenidad y medio sonrisa que llevaba al abandonar al
masajista va muriendo. Tiene que ir al hospital. Su padre estaba
agonizando. Un padre que nunca le quiso... y que intentara incluso
matarle una vez. No le culpa. Nunca pudo. Pero ahora estaba mal y era
su deber ir a verle. Extrañándose de sentir algo de pesar. Sabía
que sería un trago amargo, y aún más porque el resto de la familia
le toleraba a duras penas. Era el precio de ser un fenómeno.
Después
debía encargarse del trabajo real. Había un hombre al que debía
localizar sin pérdida de tiempo: Denton Wilson, ex capitán de
fuerzas especiales.
......
Los
dos hombres entran al pequeño vestíbulo, oscuro al fallar varias de
las bombillas, de grises paredes algo sucias, aunque lavadas, alguien
intentaba luchar contra el abandono, logrando que la pintura se
desvaneciera un poco. El lugar está solitario, con el ascensor al
frente de la entrada, las casillas de correos en otra lateral y las
escaleras que suben en la otra. Ninguna baja. Los dos hombres
intercambian una mirada, el más obeso se dirige al ascensor, el otro
comienza a subir, con prisa pero sin ruido, las escaleras. El obeso
igual, y lleva la mano a la culata del arma. El hombre al que siguen,
el sujeto al que denomina en su mente como el tío blanco, feo y
malo, lleva nueve días allí y se conocían sus movimientos. Los más
aparentes, al menos. Jamás usaba el ascensor para llegar al tercer
piso. Le emboscarían entre los dos. Sería un trabajo sencillo
porque no les esperaba.
El
segundo de los sujetos sube las escaleras pendiente de los sonidos
por encima de su cabeza, escuchando los pesados pasos de unas botas
militares. Lleva en sus manos su arma. Los sentidos alertas. Había
algo en ese sujeto que le inquietaba, un aire de resolución que ya
había notado en otros. Una vez, él mismo, fue un marine... por un
tiempo, antes de una descortés separación y una nota desagradable
en su expediente. Los dos tramos de escaleras no presentan sorpresa,
se mantiene fuera del alcance de su vista, pendiente al ruido del
ascensor. Uno que oye llegar más arriba. Sonríe. La suerte estaba
de su parte.
-¿Me
buscabas? -se paraliza cuando el sujeto aparece frente a él, arma en
mano, sostenida como un mazo.
Antes
de llegar al último tramo de escalones, oculto por el borde, Denton
Wilson se había agachado y ocultado, apareciendo en el último
momento, desconcertando al otro al tenerle casi encima. Y aprovecha
esos segundos, alzando el arma por el cañón le golpea con la culata
entre los ojos, de manera tajante. El tipo chilla, desconcertado,
sintiendo que mil luces estallan frente a sus ojos mientras lo peor
llega, siente que pierde el equilibrio y se va para atrás. Intenta
alzar su arma, apuntar y disparar, o tan sólo disparar a donde
fuera, joder, porque algo le decía que ese dolor no era el final.
Pero el otro ya se mueve, le da en el centro del pecho con la mano
abierta como quien lanza un golpe de artes marciales. Separándole
del piso del escalón. Cree que grita como mujer mientras cae, y los
primeros golpes contra su espalda, nuca y trasero le indican que si,
que cae, golpeándose la coronilla cuando choca con la pared del codo
de las escaleras. El sujeto salta como un animal sobre él; le ve de
manera borrosa, muy embargado de dolor y mareo. Alarmado. Este vuelve
a golpearle entre los ojos y el estallido es todavía peor, si acaso
es posible, mientras el arma que aún sostenía le es arrebatada.
Quiere gritar, pelear pero todo va oscureciéndose por segundos.
Denton,
con las dos armas en las manos mira hacia arriba, alerta. Nada aún.
Y sube a la carrera, silenciosamente.
El
segundo atacante, el obeso, al salir del ascensor ya llevaba el arma
en la mano, pendiente de los sonidos, de los pasos que subieran.
Congelándose en la puerta misma de las escaleras al escuchar un
gemido apagado. Sin disparos. Poniéndose en modo alerta. Si, el tío
blanco se veía feo y malo, así que amartilla el arma, alzándola al
nivel de su rostro mientras ladea el negro rostro redondo, contra la
puerta, a unos treinta centímetros de distancia. La cual se abre de
manera violenta. Todo muy rápido.
Del
otro lado la pieza metálica fue pateada y se abrió con estrépito,
impactándole en un hombro y brazo, pero también en el rostro. Sale
disparado hacia atrás, realmente alarmado, golpeándose feamente la
espalda y nuca al chocar de la pared del pasillo. Mareándose un
instante, quedándose sin aire. Abriendo mucho los ojos casi grita
cuando ve al tipo malo de verdad, ahora lo sabe, venirsele encima,
guardando dos armas (y reconoce una) en la parte trasera de su
pantalón, atrapándole por las solapas de la chaqueta y halando con
una fuerza increíble hacia adelante, mientras se ladea. Grita de
manera poco viril, para un sujeto de su tamaño (él también),
cuando trastabilla sin poder estabilizarse, fallando el primer
escalón y cayendo, girando como una bola sobre sí, soltando el
arma, aporreándose y golpeando al camarada caído.
Todo
es rápido, confuso, doloroso, queda boca abajo, sobre el otro, que
gime como aplastado, sin estar del todo despierto. Intenta
levantarse, movilizarse, cuando algo le atrapa el cuello del saco y
le obliga a volverse, cosa nada fácil para alguien de su tamaño y
masa. Quiere luchar, resistirse, enfrentar al maldito tío blanco,
pero se congela, ante su rostro ahora brillante y grasiento de
transpiración, ese sujeto con una mueca dura y ojos helados, esgrime
un cuchillo de caza, feamente dentado por un lado, una hoja
brillante, y más fea todavía del otro. Él ha usado cuchillos como
ese, pero en esas manos ese resulta sencillamente aterrador.
-¿Quién
te envió? -el sujeto pregunta con autoridad, casi montado sobre él,
rozándole una de las redonda mejillas con la hoja dentada y afilada.
-¡Nadie!
No estábamos haciendo nada. -chilla alarmado.- Veníamos a ver a un
amigo y... -gime cuando le hiere un poco un pómulo carnoso.- Sólo
te vimos gastando en la tienda, tenías mucho efectivo y...
-¿Y
planearon un robo por cuatro billetes usando armas como estas,
siguiéndome hasta el pasillo del motel donde vivo? Deben ser
ladrones terribles. -hay sarcasmo e ira en la voz.- Son matones de
poca monta, ¿no? Seguro están acostumbrados a emboscar así, por
encargo. Sé que los enviaron, la pregunta es quién. -demanda,
aunque en el fondo ya lo sabe. El otro traga, sus labios tiemblan de
inquietud, pero no todavía asustado, era un tipo duro. No lo piensa
más. Con un grácil movimiento baja el brazo y la hoja penetra en el
muslo del gordo, con una facilidad asombrosa. Este grita, tomado por
sorpresa realmente, y aún más cuando la hoja, clavada a la mitad,
rota un poco en el sentido de las agujas del reloj. El dolor se
triplica en segundos.
-¡No,
no, no! -ruge aún más bañado en sudor, aplastando todavía al
camarada. Y enfrenta esa mirada cuando el cuchillo abandona sus
carnes, apuntando ahora un poco más arriba mientras el pantalón se
empapa de sangre.- No, no, espera... Nos envió Charlie Kuan. Charlie
Kuan quería que... que...
-Sé
bien lo que quería. -acerca nuevamente el afilado cuchillo y el
obeso y enorme sujeto se encoge de manera visible, e imposible para
alguien de su volumen, buscando y tomando su cartera, mirando el
permiso de conducir.- Mala técnica para este trabajo, gordo, no
debes llevar nada que te identifique por si te detienen. O te matan.
Y si a eso vamos, no sirves para seguir a alguien teniendo un rostro
tan conspicuo y con semejante volumen. No pasas desapercibido. Seguro
que se te ve desde el espacio. Pienso ir a visitar a Charlie Kuan, y
espero darle una sorpresita. Toma a tu amigo y vete, no quiero
involucrar a la policía. Pero si vuelves, o llego allá y sé que le
dijiste algo distinto a “trabajo hecho”, iré a cazarte. Y no
seré tan magnánimo la próxima vez. -enfatiza bajando sutilmente la
hoja y recorriendo el cuello del otro, quien casi se lo quita cuando
baja la papada cubriéndose, totalmente bañado en sudor y apestando
a miedo.
-Si,
si, está bien.
No
respira hasta que el otro, alzándose en toda su estatura toma la
otra arma, guardándola también, alejándose sin quitarle los ojos
de encima, medio agachándose y recogiendo su pedido de comestibles
del piso, unos escalones más arriba del cruce. Había sido una
suerte que no derribaran todo. Y el hombre obeso se pregunta, de
haber ocurrido, sí eso habría agravado su situación frente a ese
sujeto.
Denton
sube con paso ágil, sus bolsas y paquetes en las manos, mirando al
frente, pero vigilando al sujeto. Abre la puerta del apartamento, el
cual es pequeño, de un ambiente, con baño, una estufa y un
refrigerador diminuto. La cama no era individual pero difícilmente
podría revocarse con alguien allí. No que pensara mucho en eso,
aunque lo había hecho, en camas parecidas. Tres veces... en el
último año.
Deja
todo sobre una mesita y todavía pega la oreja a la puerta. Nada.
Cierra bien, con llave y cadena, arrastra una silla y la acuña
contra el picaporte. Por primera vez se relaja un poco. Enciende una
estación de radio y un jazz suave pero nostálgico se deja escuchar,
al tiempo que se dedica a los alimentos. Comienza por lo escencial.
Destapa una de las botellas de whisky y se sirve tres dedos en un
vaso que consume de golpe, arrugando la cara, sintiendo el calor
abrasando su vientre. Era bueno. Jadea y sopla, dejando sobre la
mesa, al lado de la pizza, las armas. Ya las revisaría, si eran
buenas la de los matones idiotas, las guardaría. No se sabía cuándo
podrían hacer falta armas de terceros que no llevaran a él (sabe
que los otros no denunciarán nada). Se dirige a la ventana y mira la
calle, concurrida, animosa a pesar de todo. Con sus notas de miseria
y de belleza. Ve a tres niños cruzar una calle, dos chicos y una
chica, de once o doce años todos, que hablan. Ella coqueta, ellos
queriendo llamar su atención. La vida...
Eso
le sienta mal. Vuelve a la mesa y se sirve un trago menor, destapa la
pizza y toma una rebanada caliente. Salsas y queso medio resbalan (le
gustan llenas), así como el jamón y las anchoas. Muerde y no se
siente bien. Traga y un nuevo bocado le sabe a gloria mientras se
deja caer en una silla. Charle Kuan.
¡Ese
vietnamita hijo de perra! Siempre con su rutina de viejo tonto que ni
entendía el idioma, cuando en verdad era la cabeza visible del
tráfico de personas y drogas en la zona oeste; un implacable usurero
y tenedor de cosa robadas. Ahora sabía que este era más importante
de lo que imaginaba. Él podía acercarle a la gente que...
Se
eriza, el estómago se le encoge y la pizza que mastica no sabe bien,
otra vez. ¡Kuan le llevaría a ellos!, a las personas que tenía un
año buscando, y por quienes renunció a su cargo, a su posición y
esencia. Iría tras su nuevo sueño, la razón de su vida: venganza.
La meta para los años que le quedaban era esa, buscar y encontrar a
la gente que envió a aquel sujeto que asesinó a Mitchell Anderson,
cabo de las fuerzas especiales. Le encontraría a él y a sus jefes,
a todos ellos, y les haría pagar. Un guerrero podía caer en el
campo de batalla, se esperaba eso. Podía pasar que mordiera el polvo
dando lo mejor de sí, enfrentando a otro que resultaría más
poderoso, cayendo con honor; y podía caer aunque el ataque fuera
furtivo. Eran las reglas de la contienda, la primera, estar
preparado. Pero aquel engaño, esa traición ruin... También quería
saber por qué, ¿qué era tan importante en aquel hombrecito al que
fueron a liberar que justificara aquella acción tan arriesgada? E
innecesaria. O tal vez no tanto, tal vez el asesino pensó que debía
escapar en ese momento, pero aún así, eso no le salvaría cuando le
encontrara.
-Oye...
¿te dije que mamá está en la ciudad? -pregunta este de pronto,
mirándole como restándole importancia al asunto.- Pensé que...
bueno, tal vez podríamos... ¿cenar con ella mañana?
Recuerda
las palabras, el tono y la mirada de Mitchell, lo que no decía pero
le informaba: “Quiero que mamá te conozca; quiero que tú la
conozcas”. Tiene que dejar la rebanada de pizza cuando la boca se
le llena de saliva, y cierra los ojos. ¿Tan importante fui, niño,
qué querías que nos conocieramos?, ¿qué nos vieramos las dos
personas a las que más querías? Esas ideas le acompañaban
regularmente desde que le diera la espalda a todo y emprendiera aquel
solitario viaje de revancha. Unas veces con alegres rayos de sol,
haciéndole sonreír sobre una cama, mirando un amanecer con ojos
legañosos por una mala noche de bebidas, recordando algo
bonito vivido junto a él; sin moverse porque le parecía que Mitch
estaba al otro lado de la cama y no quería que se fuera. Era como
si, si, literalmente, el sol saliera finalmente cuando le sentía
cerca. Otras veces le humedecía los ojos, le dejaba sin aliento,
costandole en verdad respirar cuando la soledad le atenazaba las
entrañas, el corazón, el cerebro. El alma. Cuando encerrado en un
lugar como ese, guardado ya para dormir, el sueño no llegaba a la
una, dos o tres de la madrugada, y los pensamientos y recuerdos se
encarnaban en fantasmas. Algunos vivos. Y recordaba a sus amigos, a
Bull, a Aimara, a Johnson. A todos riendo y compartiendo con él,
haciéndole partícipe de una unidad mayor. De calor. De esa familia
que la vida brindaba en el camino cuando se tenía suerte. Con Mitch
a su lado, riente, bromista. Jovemente insolente. Invulnerable.
Aparentemente inmortal. Y le sorprendía, cómo ahora, notar cuánto
dolía todavía ese recuerdo. Era cuando sólo encontraba fuerzas,
para continuar, en la idea de odiar a sus enemigos. Especialmente al
misterioso sujeto que usaba un rostro que no era el suyo. Matándole
le regresaría algo de luz al recuerdo del muchacho.
Sabiendo
que necesita alimentarse toma la pizza nuevamente, ya sin hambre,
pero se tensa y mira hacia la puerta cerrada. Lo siente más que
oye...
Alguien
estaba del otro lado. Quieto. Siente. Asechando.